Matar a Platón. Chantal Maillard

(Bruselas, 1951)

(Bruselas, 1951)

 

1

 

Un hombre es aplastado.

En este instante.

Ahora.

Hay carne reventada, hay vísceras,

líquidos que rezuman del camión y del cuerpo,

máquinas que combinan sus esencias

sobre el asfalto: extraña conjunción

de metal y tejido, lo duro con su opuesto

formando ideograma.

El hombre se ha quebrado por la cintura y hace

como una reverencia después de la función.

Nadie asistió al inicio del drama y no interesa:

lo que importa es ahora,

este instante

y la pared pintada de cal que se desconcha

sembrando de confetis el escenario.

 

 

Tuerzo la esquina. Apresuro el paso. Se hace tarde 
y aún no he almorzado.

 

 

 

3

 

Su rostro es muy delgado y dirige hacia el cielo

el mirar casi obsceno de un gran ojo azul

y otro ojo al que ciega

el guano que ha estampado una paloma

al modo en que se sellan

las cartas con el lacre.

 

 

Le ha puesto al libro un título extraño: Matar a Platón.

 

 

 

4

 

¿Y qué hay del sentimiento?

¿Debería haberlo?

¿Es poesía el verso que describe

fríamente aquello que acontece?

Pero ¿qué es lo que acontece?

 

 

Trata de una mujer que es aplastada por el impacto de un sonido,

 

 

 

5

 

No sé si era su hija. El hombre

aplastado agarraba la mano de una niña,

o puede que la niña fuese

la que tenía cogida la mano de aquel hombre,

ahora ya tan rígida, tan apretada y fría.

Vendrán para cortarle los dedos uno a uno.

Amputarle la mano tal vez sería más sencillo,

pero ¡imagínense una niña huyendo

con una mano ensangrentada

prendida de la suya!

Vendrán con instrumentos

de cirujano a liberarla y ella

atenderá, absorta,

al charquito de orina y sangre

que se extiende hasta sus pies.

Piensa que es una pena

no llevar puestas las botas de agua

y que no siempre es cierto que los charcos

se forman con la lluvia.

 

 

el sonido que hace una idea cuando vibra y se convierte 
en proyectil.

 

 

 

12

 

Si hubiese sucedido al alba,

habría mencionado el denso olor a manzanilla

salvaje que rezuma

el aire en el estío de las regiones bajas.

Pero no es el alba

y el pueblo es casi una ciudad,

una ciudad que huele

a pueblo que no desiste de ser pueblo.

No huele a manzanilla,

huele a piel que se agrieta,

huele a asfalto mojado,

huele a perro, a transplante,

huele a miedo enfundado en la mirada cómplice

de los espectadores,

los que miran a otros, los que miran,

los que siempre son otros, transeúntes,

los que transmigran siempre

de sí mismo a sí mismo

y desembocan siempre por el mismo costado.

Huele a pueblo que es casi

una ciudad y el alba

no huele a manzanilla aunque ahora no sea

ni el alba ni las doce del mediodía, cuando

el viento trae aquellos olores a resina que empalaga.

No es el alba. Tampoco es pueblo ni ciudad,

es una calle o mejor una esquina

y huele a suelas calientes de asfalto,

huele a asfalto sediento,

y a neumático.

 

 

Y en ese instante está el universo entero, en superficie, 
el universo en extensión, como una enorme trama.

 

 

 

 

13

 

Es de color canela. El perro

es de color canela,

como todos los perros del lugar.

Y como todos tiene la mirada

en fuga y el hocico trémulo.

Cuando se acerca lo hace como quien se retira

y el lomo se le dobla anticipando el golpe

y la frecuencia de los aguaceros.

El vientre casi en tierra, alarga el cuello y huele,

olfatea la sangre, estira

la lengua como el cuello y lame

los bordes de aquel charco,

un charco que es un animal,

un animal frente a otro animal

que le lame los flancos y se traga,

a lengüetazos cortos, el color

canela de su cuerpo

sin dejar de fugarse con los ojos.

Y de repente caerá la presa:

el hocico tantea, un segundo, en el aire,

los dientes se apresuran y, con un golpe seco,

se hacen con el dedo, y al paso acelerado

de un furtivo, abandona

la escena, el verso y el poema.

 

 

Conocerse es viajar como una araña por los hilos de esa trama.

 

 

 

21

 

No existe el infinito:

el infinito es la sorpresa de los límites.

Alguien constata su impotencia

y luego la prolonga más allá de la imagen, en la idea,

y nace el infinito.

El infinito es el dolor

de la razón que asalta nuestro cuerpo.

No existe el infinito, pero sí el instante:

abierto, atemporal, intenso, dilatado, sólido;

en él un gesto se hace eterno.

Un gesto es un trayecto y una encrucijada,

un estuario, un delta de cuerpos que confluyen,

más que trayecto un punto, un estallido,

un gesto que no es inicio ni término de nada,

no hay voluntad en el gesto, sino impacto;

un gesto no se hace: acontece.

Y cuando algo acontece no hay escapatoria:

toda mirada tiene lugar en el destello,

toda voz es un signo, toda palabra forma

parte del mismo texto.

 

 

Sí, pero ¿a los ojos de quién acontece el acontecimiento?

 

 

 

© Chantal Maillard, de los poemas.

Tomado de Matar a Platón. Tusquets Editores. 2004.

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