Leonora Carrington. Leche del sueño

(Lancashire, 1917 – Ciudad de México, 2011)

(Lancashire, 1917 – Ciudad de México, 2011)

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Juan sin cabeza

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El niño Juan tenía alas en lugar de orejas. Se veía raro.

—¡Miren mis orejas! —decía, y la gente se espantaba al verlo.

A Juan le gustaba mover las orejas por las noches, y una vez las movió tanto que su cabeza salió volando por la ventana.

Juan se quedó sin cabeza y no pudo llorar, pues esta se había quedado con sus ojos. Entonces se levantó y corrió detrás de ella, pero la cabeza se fue saltando de árbol en árbol como si fuera un pichón.

La mamá del niño, que miraba por la ventana, lo vio correr.

—¿A dónde vas, Juan?

—Es que se fue mi cabeza.

—¡Qué desgracia! —exclamó la pobre mujer.

—¡Ja ja ja! —la cabeza reía mientras volaba, y por más que Juan corría no podía alcanzarla.

—Présteme su lazo, señor —dijo Juan a un hombre.

—Sí, niño —le respondió.

Y con el lazo pudo por fin pescarla.

Juan volvió muy cansado a casa con la cabeza brincando detrás, fuertemente amarrada al lazo.

—Mamá —dijo Juan, —pégame la cabeza.

Y su mamá se la pegó en los hombros con chicle, pero como era de noche se la pegó al revés.

—Que no se te vuelva a escapar la cabeza, hijo —dijo su mamá.

Y a partir de entonces Juan tuvo mucho cuidado cuando movía las orejas.

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Cuento feo de las carnitas (Cuento del señor José Horna, por Norita)

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La señora Dolores Catapum de la Garza era vieja, fea, mala gente y olía a caca.

Tan fea era esta mujer que sus amistades la llamaban Lolita Barriga.

Lolita tenía un puesto de tacos fuera del mercado. Siempre guardaba una cajita con carne podrida para ofrecerla a los niños, de modo que después les doliera la barriga.

No le gustaban los niños para nada, nada, nadita.

Una mañana temprano, Lolita vio a tres niños hablando:

—Vamos al bosque a buscar hierbitas y huevos de chuparrosas —dijo Vicente, el muchacho más grande.

—Sí, vamos —contestó la niña Tomasina.

Chucho, el más pequeño, solo brincó de gusto.

Los tres niños fueron al bosque, sin saber que Lolita los seguía con su caja de carne podrida. Estaban jugando muy contentos, cuando de repente llegó Lolita…

—¡Niñitos, niñitos! —les dijo con una horrible sonrisa—. Coman esta carne, está muy buena.

Lolita sacó su lengua negra y a los niños les dio miedo. Entonces, abrió la caja y las carnitas brincaron afuera solitas. ¡Estaban muy podridas!

—¡No las vamos a comer! —gritó Vicente—. Después nos va a doler la barriga.

—¡Sí las van a comer! —dijo Lolita, echó las carnitas al suelo y después se fue.

Las carnitas corrieron por aquí y por allá como si fueran ratones. Olían horrible.

—¡Fuchi! —dijo Tomasina tapándose la nariz.

Lolita regresó poco después…

—¿Ya se comieron las carnitas, niños?

—¡Sí, sí! —contestaron los tres.

Pero no era verdad.

—¡Mentiritas! —dijo.

—Pero sí las comimos —respondieron los niños.

—¡Está bien! —contestó Lolita—. No importa, porque estas carnitas no solo saben correr, también saben… ¡HABLAR!

Entonces la vieja fea llamó a todas las carnitas para que se acercaran y les preguntó:

—Díganme, carnitas, ¿estos niños se han comido a algunas de ustedes?

—¡No y no! —gritaron las carnitas al mismo tiempo—. No comieron nada, ni siquiera la mitad.

Furiosa, Lolita los agarró a los tres:

—¡INGRATOS! Entonces, ¡los voy a cortar en pedazos!

Los niños lloraron mucho, pero ni así lograron convencer a Lolita de que los liberara. Los puso a todos en una jaula grande de perico (un perico que ya no vivía allí), y les cortó la cabeza. Solo entonces Lolita se puso contenta.

—¿Estos niños ya no tienen cabeza! —dijo, mientras colgaba las cabezas en su guardarropa.

Pero un día vino el Indio Verde y abrió el guardarropa de Lolita porque quería robarle su rebozo; al ver las tres cabezas de los niños que lloraban, exclamó:

—¡Pobrecitos! ¿Dónde están sus cuerpos?

—¡Están en la jaula del perico! —contestó Vicente.

Entonces, el Indio Verde tomó las cabezas, recuperó los cuerpos y las pegó, solo que era un poco tonto y no supo colocarlas bien. Así que Tomasina quedó con la cabeza pegada en la mano, el chiquito la tenía debajo de un pie, ¡y Vicente en el trasero! Pobre Vicente, cada vez que se sentaba, su cara gritaba «¡Ay!».

—No se ve mal —dijo el Indio Verde.

—¡Qué tonto! —rieron los niños.

Después, los tres regresaron a casa. Su papá los esperaba…

—¿Pero qué les pasó —preguntó.

Los niños sonrieron contentos a pesar de tener las cabezas pegadas en lugares tan raros.

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Cuento repugnante de las rosas

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Don Crescencio era carnicero y tenía un jardín donde nunca crecían flores, pues los conejos se las comían todas, incluso las rosas. Estaba triste porque quería tener flores en su jardín, pero también le gustaban los conejos.

—¿Qué hago? —se preguntaba.

Entonces, se le ocurrió hacer unas rosas con carne de chivo molido que pegó con manteca en los rosales.

—Ahora sí tengo rosas —dijo don Crescencio, satisfecho.

Pero vinieron unas moscas muy feas y jugaron con las rosas de chivo molido.

—¡Pero qué mal huele! —dijo la Señora.

Don Crescencio tomó unas tijeras y les cortó las alas a todas las moscas, que corrieron por el suelo y luego comenzaron a comer caquitas redondas de conejo.

—¿Son tortugas chiquitas? —preguntó el Niño.

—Son moscas —contestó don Crescencio—. Ya no pueden jugar con las rosas.

Luego vino el Tejón y se comió las moscas sin alas.

Don Crescencio hizo nuevas rosas con el chivo molido y con las viejas hizo chorizo.

El jardín olía a chivo.

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© Herederos de Leonora Carrington

Tomado de Leche del sueño. FCE. México DF. 2013

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