María de Francia. Lais

 

El ruiseñor

Una aventura os voy a contar de la que los bretones hicieron un lai. Se llama El ruiseñor, según me parece, y así le llaman en su tierra; es decir, russignol en francés y nihtegale en correcto inglés[1].

En la región de Saint-Malo había una famosa ciudad. Vivían allí dos caballeros que tenían sendas casas fortificadas. Por la bondad de los dos nobles era famosa la ciudad. Uno se había casado con una mujer discreta, cortés y agradable; se portaba muy bien según las costumbres y el uso[2]. El otro era un joven muy conocido entre sus iguales, por su valentía y por su gran valor, y con gusto llevaba a cabo acciones dignas de honra: participaba frecuentemente en torneos y era generoso y liberal con lo que tenía[3]. Amaba a la mujer de su vecino; tanto la requirió, tanto le suplicó y esta vio en él tanta virtud, que acabó amándolo sobre todas las cosas, por el bien que oía de él y porque estaba siempre cerca de ella. Se amaron con discreción y se ocultaron y escondieron para no ser descubiertos, sorprendidos o vistos; lo podían hacer sin dificultad, pues sus casas estaban cerca: muy cerca estaban sus casas, sus torres y sus salas; no había entre ellas barrera ni cerca, más que un alto muro de piedra gris[4]. Desde las habitaciones en la que dormía la dama, cuando se ponía a la ventana, podía hablar a su amigo que estaba a la otra parte, y él a ella, y cambiar regalos y echarse prendas y lanzárselas. No había nada que les desagradara, estaban los dos muy a gusto, aunque no podían estar juntos a su placer, pues la dama era estrechamente custodiada cuando aquél estaba en la región. Pero tenían al menos eso para ellos, fuera de noche o fuera de día: que podían estar hablando juntos. Nadie podía impedir que fueran a la ventana y se vieran desde allí.

Mucho tiempo se han amado de esta forma, hasta que llegó la primavera, cuando los matorrales y los prados ya reverdecen, y los jardines están en flor, cuando los pájaros con gran dulzura muestran su alegría sobre las flores, cuando quienes tienen amor a su gusto, no extraña que se entiendan[5].

Os diré la verdad sobre el caballero: se entregó con todas sus fuerzas y también la dama por su parte, tanto hablando como mirándose. Por la noche, cuando la luna lucía y su señor estaba acostado, se levantaba frecuentemente de su lado y se ponía el manto; venía a estar a la ventana, por su amigo, pues sabía que haría lo mismo, y la mayor parte de la noche velaba. Tenían deleite al verse, pues no podían tener más. Tantas veces estuvo allí, tantas se levantó, que su señor se enfadó y muchas veces le preguntó por qué se levantaba y a dónde iba.

—Señor —le responde la dama—, no tiene en este mundo alegría quien no oye cantar al ruiseñor[6]. Por eso voy a estar ahí; por la noche lo oigo con tanta dulzura que resulta muy agradable, tanto me deleito con él y tanto lo quiero que no puedo dormir con los ojos.

Cuando el señor oye lo que dice, de rabia y de desprecio se ríe. Pensó una cosa: hará que el ruiseñor caiga en una trampa. No hubo criado en su casa que no preparara trampas, redes y lazos, y luego los colocaron todos en el jardín. No hubo avellano ni castaño en el que no pusieran lazo o liga, hasta que lo cogen y lo atrapan. Cuando tuvieron al ruiseñor, se lo entregaron vivo al señor; este se puso muy contento al tenerlo. Va a las habitaciones de la dama:

—Señora —pregunta—, ¿dónde estáis? Venid a hablar con nos. He atrapado al ruiseñor por el que tanto habíais velado. A partir de ahora podéis dormir en paz: no os volverá a despertar nunca.

Cuando la dama lo oye, se pone triste y afligida. Se lo pide a su señor, que lo ha matado por maldad: le ha roto el cuello con las dos manos.

Obró muy mal. Le arroja el cuerpo a la dama de tal forma que le mancha de sangre la camisa, un poco por encima del pecho. Luego, sale de la habitación.

La dama toma el pequeño cuerpo y llora amargamente, maldiciendo a quienes traicionaron al ruiseñor, a los que hicieron trampas y lazos, pues le han quitado una gran alegría.

—¡Ay, desdichada —dice—, en mala hora! Ya no podré levantarme más por la noche, ni ir a estar a la ventana en la que veía a mi amigo. Una cosa sé en verdad: él pensará que lo abandono; tengo que tomar una decisión. Le haré llegar el ruiseñor, le contaré lo ocurrido.

En un trozo de jamete bordado de oro[7] y escrito por entero, envuelve al pajarillo; llama a un criado suyo y le entrega el mensaje, enviándolo a su amigo. El criado ha llegado ante el caballero; lo saluda de parte de su dama y le cuenta todo el mensaje, presentándole el ruiseñor. Cuando le hubo contado y dicho todo, que el caballero ha escuchado bien, este se entristece mucho por lo ocurrido; pero no fue villano ni lento. Mandó hacer un cofrecillo, en el que no había ni hierro ni acero, sino oro puro con buenas piedras, muy preciosas y muy caras; colocó una tapa bien sujeta. Metió al ruiseñor dentro y después hizo sellar la caja. Siempre hace que la lleven con él.

Este suceso fue contado, no pudo permanecer oculto mucho tiempo. Los bretones hicieron un lai: El ruiseñor se llama.

 

 

 

La madreselva

Bastante me agrada y bien lo deseo contaros la verdad del lai que se llama Madreselva, por qué fue hecho, cómo y dónde. Muchos me han contado y hablado, y yo lo he encontrado por escrito[8], de Tristán y la reina[9], de su amor que fue tan puro, por el que recibieron abundantes dolores y después murieron en un solo día.

El rey Marco estaba enfadado, encolerizado con Tristán, su sobrino; lo alejó de su tierra porque amaba a la reina. A su país ha vuelto, a Gales del Sur donde había nacido. Un año permaneció sin poder regresar; luego, se arriesgó a la muerte y a la destrucción. No os sorprendáis, pues el que ama lealmente está triste y afligido y meditabundo, por eso se marcha de su tierra. Entra a solas en el bosque: no quería que nadie lo viera. Por la tarde salía, cuando era hora de recogerse en casa. Con los campesinos, con gente pobre buscaba albergue por la noche y les preguntaba las nuevas del rey, cómo le iba.

Un día le dicen que han oído que los nobles habían sido convocado y que tenían que ir a Tintagel[10]: el rey quería tener corte allí; para Pentecostés estarán todos, habrá gran alegría y solaz, y la reina también estará. Tristán al oírlo se alegró mucho: ella no podrá ir sin que él la vea pasar.

El día en que el rey se puso en marcha, Tristán regresó al bosque. Sobre el camino por el que sabía que debía pasar el cortejo puso una rama de avellano cortada por la mitad y la partió de forma cuadrada[11]. Cuando hubo preparado esta vara, con su cuchillo escribió su mensaje en ella. Si la reina lo veía, que solía ir muy atenta y ya otra vez se había dado cuenta[12], reconocería la rama de su amigo al verla. El sentido de lo escrito era que le hacía saber y le decía que ya había estado, esperado y permanecido mucho tiempo allí, para espiar y saber cómo poder verla, pues no podía vivir sin ella. Entre ellos dos ocurría como con la madreselva, que se agarra al avellano: cuando está sujeta y prendida y se pone alrededor de la madera, juntos sobreviven sin dificultad; pero cuando luego se separan, el avellano muere rápidamente y la madreselva también[13].

—Bella amiga, así nos ocurre: ni vos sin mí, ni yo sin vos.

La reina iba cabalgando. Mira la pendiente alrededor y vio la vara, se dio cuenta, reconoció las letras. A los caballeros que la acompañaban y que cabalgaban junto a ella les dijo que se detuvieran: quiere desmontar y descansar. Cumplen sus órdenes. Se va lejos de su gente; llama a su lado a su criada, Brengaín[14], que era de toda confianza.

Se alejó un poco del camino, en el bosque encontró al que amaba más que a nada vivo: ambos tuvieron una gran alegría. Habló con él a su gusto y le dijo lo que le apeteció; luego le mostró de qué manera se reconciliaría con el rey, y que le había pesado mucho que lo alejara de aquella forma de su lado: lo hizo por las acusaciones.

Con esto se marcha, deja a su amigo; pero cuando llegó el momento de la separación, empezaron a llorar. Tristán volvió a Gales, hasta que su tío lo llamó.

Por la alegría que tuvo al haber visto a su amiga y por lo que escribió según dijo la reina, para recordar las palabras, Tristán, que sabía tañer el arpa muy bien, hizo un nuevo lai[15]; lo diré brevemente: Gotelef lo llaman los ingleses, Chievrefoil los franceses.

Ya os he dicho la verdad del lai que os acabo de contar.

 

 

© Carlos Alvar, de la edición castellana

de: Lais. Alianza Editorial. Madrid. 1994.

 

 

N O T A S

 

[1] El lai se titula Laustic, resultado de la aglutinación del artículo determinado y de un término bretón aostic, ‘ruiseñor’. Igual que en otras ocasiones, María de Francia da los equivalentes en otras lenguas, naturalmente, medievales. Para el tema del ruiseñor, en general, veáse W. Pfeffer, The Change of Philomel: The Nightingale in Medieval Literature, New York-Berna-Frankfurt, P. Lang, 1985. Los motivos narrativos que aparecen en este lai se recogen en A. Guerreau-Jalabert, Index des motifs narratifs dans les romans arthuriens en vers (XIIe-XIII siècles), Ginebra, Droz, 1992, p. 323.

[2] La dama es un dechado de virtudes que, en definitiva, encarna un ideal femenino en el que se incluyen aspectos abstractos, como el saber estar entre la gente de la corte (discreción, cortesía) o el tener buen comportamiento (que en María designa con la expresión «se teneit chiere»); tanto los adjetivos utilizados, como la expresión «se teneit chiere» forman parte del léxico técnico del amor cortés; chiere se corresponde con el provenzal cara y el sustantivo carestia, ‘reserva, castidad’. Para la interpretación de estos versos, véase L. Polack, «Two Lines form Marie de France’s Laüstic», French Studies, 34, 1980, pp. 657-658.

[3] La generosidad es una cualidad esencial de los nobles o de quienes son corteses. Véase M. de Riquer, Los trovadores. Historia literaria y textos, Barcelona, Planeta, 1975, § 77.

[4] Los colores que utiliza María de Francia son muy escasos, y, por tanto, cuando aparecen se les suele buscar un significado simbólico; es frecuente que el color gris se asocie a los malos presagios. Para otros aspectos, véase la nota correspondiente en Lanval (edición de C. Alvar), y la bibliografía allí citada.

[5] Se trata de un término procedente también del léxico del amor cortés y representa el grado más elevado en la relación amorosa, antes de llegar a la consumación.

[6] En Boccaccio (Decamerón, V, 4) el ruiseñor es un símbolo fálico. María de Francia no necesariamente participa de la misma simbología, pero no se puede rechazar en modo alguno debido al paralelismo con el relato del italiano. Entre las muchas interpretaciones simbólicas que puede sufrir el ruiseñor, más o menos ideales, más o menos reales, el pájaro podría representar una figura masculina (la del caballero enamorado) y el cofrecillo en el que es recogido sería un símbolo femenino. La riqueza de significados enriquece, también, la narración misma. Véase G. S. Burgués, «Symbolism in Marie de France’s Laustic», Bulletin Bibliographique de la Société Internationale Arthurienne, 33, 1981, pp. 258-268, en especial p. 259.

[7] El jamete era una tela de seda, de los más variados colores. Las letras a las que se refiere el texto deben ser —suponemos— la carta de la dama a su amigo escrita en el tejido mismo, en la que le explicaría todo lo ocurrido.

[8] Estas palabras de María de Francia indican no solo que la historia de Tristán tenía una amplia difusión oral, sino que también había versiones escritas (como las de Thomas y Béroul, por ejemplo, o la perdida de Chrétien). Es muy difícil saber en cuál de ellas se apoya nuestra autora. El texto escrito que cita se suele considerar como una versión primitiva de la leyenda de Tristán, hoy perdida, pero cuyo contenido se puede reconstruir gracias a las versiones medievales existentes en las más variadas lenguas. Un buen resumen de las dificultades de interpretación que plantea este lai se encontrará en R. Lejeune, «Le message d’amour de Tristant à Yseut (Encore un retour au Lai du Chèvrefoil de Marie de France)», en Mélanges de Langue et Littérature françaises offerts à Ch. Foulon, vol. I, Rennes, Université de Haute Bretagne, 1980, pp. 187-194; en las notas aprovechamos abundantes materiales procedentes del estudio de la sabia belga. Los motivos narrativos que aparecen en este lai se recogen en A. Guerreau-Jalabert, Index des motifs narratifs dans les romans arthuriens en vers (XIIe-XIII siècles), Ginebra, Droz, 1992, p. 222.

[9] Tristán de Leonís era hijo del rey Meliadús y de Elyabel, descendiente del bíblico rey David. En general —salvo María de Francia—, se le considera natural de Leonís; huérfano de madre desde su nacimiento, es educado por su escudero Governal que lo hace un excelente caballero y músico. A los 15 años pasa a la corte de su tío, el rey Marco de Cornualles, y vence al gigante Morholt. Gravemente herido, en una nave a la deriva, llega a Irlanda, donde Iseo la Rubia lo cura de su herida. Su tío le encarga que le lleve a la hija del rey de Irlanda (Iseo) para casarse con ella; en la travesía ambos beben accidentalmente un filtro amoroso: comienza así la historia de pasión de los dos jóvenes, perseguidos por la maledicencia de los cortesanos. Así, víctimas de la trampa del enano Frocín, Tristán es condenado a la hoguera, pero consigue escapar y rescata a Iseo, refugiándose ambos en el bosque de Morrois, donde un día los sorprende dormidos el rey Marco con una espada entre ellos que los dividía (lo que Marco interpreta como signo de la castidad mantenida). Por esto, el rey conmuta la pena de Tristán por el destierro y perdona a Iseo. Sería en este punto donde se inserta la narración de María de Francia. Véase C. Alvar, El rey Arturo y su mundo: diccionario de mitología artúrica, Madrid, Alianza Editorial, 1991, s.v. Tristán de Leonís, y bibliografía allí citada.

[10] Ciudad o fortaleza situada en Cornualles, junto al mar. Está vinculada a los orígenes del rey Arturo (en ella fue concebido) y es, también, corte del rey Marco, castillo encantado con torres construidas por gigantes y que desaparece dos veces al año. De este lugar parece ser originario Frocín, el malvado enano servidor de Marco. Véase C. Alvar, El rey Arturo y su mundo: diccionario de mitología artúrica, Madrid, Alianza Editorial, 1991, s.v. Tintagel, y bibliografía allí citada.

[11] La crítica ha tenido serias dificultades para la interpretación de estas palabras; parece claro que Tristán se dispone a tallar una vara de avellano para escribir en ella un mensaje. Las dificultades surgen cuando se considera la extensión del mensaje que Tristán ha podido escribir en la vara: a los más racionalistas les parece exagerado que haya más de una palabra, mientras que no les sorprende que Iseo descubra la vara en medio del bosque. A los menos racionalistas les preocupa dar una explicación racional, y justificar cómo ha sido posible que Tristán grabara todo lo que quería decir. La forma de tallar la rama podría estar emparentada con una costumbre todavía viva en una zona de Normandía (véase P. Durand-Monti, «Encore le bâton du Chievrefoil», Bulletin bibliographique de la Société Internationale Arthurienne, 12, 1960, pp. 117-118. Se encontrará, además, un buen resumen de los diferentes puntos de vista y de las soluciones propuestas, con abundante bibliografía en M. Cagnon, «Chievrefueil and the Ogamic Tradition», Romania, 91, 1970, pp. 238-255.

[12] Todo parece indicar que en el original seguido por Maria de Francia ya había habido otro encuentro de similares características: las versiones alemanas de la leyenda de Tristán (Eilhart von Oberge y Gottfried von Strassburg), además de la inglesa (Sir Tristrem) son las únicas que conservan este episodio, según el cual, Iseo descubre la presencia de Tristán por las astillas que flotan sobre un riachuelo.

[13] Las alusiones al avellano y a la madreselva han sido interpretadas, también, de las más variadas formas: como símbolo masculino y femenino, respectivamente (Ch. Martineau-Génieys, «Du Chievrefoil, encore et toujours», Le Moyen Age, 78, 1972, pp. 91-114); como integración armónica en la naturaleza, recuperando su «tiempo sagrado» (E. Dochy, «À propos du lai du Chievrefoil», PRIS-MA, II-2, 1986, pp. 67-71) ; como elemento de ritos paganos de magia y brujería (E. B. Savage, «Marie de France’s Chievrefoil as Drama and Image: a Study in Breton Oral Tradition», Cairo Studies in English, 1960, pp. 139-153), etc. Es posible, como indica Ph. Ménard (Les Lais de Marie de France, Paris, PUF, 1979, p. 234) que no haya que buscar más explicaciones: el amor de Tristán e Iseo es como una ley de la naturaleza.

[14] Es la fiel criada de Iseo, que suministra el filtro amoroso a los dos jóvenes y que sustituye a su señora en el lecho del rey Marco para evitar que se descubra la anterior relación de Iseo y Tristán, y, por tanto, para salvaguardar a la reina de la deshonra. Véase C. Alvar, El rey Arturo y su mundo: diccionario de mitología artúrica, Madrid, Alianza Editorial, 1991, s.v. Brengaín y Marco, y bibliografía allí citada.

[15] Es posible que el término lai designe en este caso la variedad de ‘lai lírico’, de los que se citan 32 en textos artúricos —y cuyo contenido no se copia— y que expresan las quejas amorosas o los anhelos de distintos personajes, como Perceval, Palamedes o el mismo Tristán. Véanse J. H. Marshall, The Razos de trobar of Raimon Vidal and associated texts, Londres, Oxford University Press (University of Durham Publications), 1972, pp. 95-98 y 136 (22-7) y 139-140 (81-6), y E. Köhler, «Descort und Lai», en Grundriss der Romanischen Literaturen des Mittelalters, vol. II-1 (fasc. 4), Heidelberg, Carl Winter, 1980, pp. 1-8. En la tradición de la Materia de Bretaña, Tristán es el gran compositor e Intérprete del arpa de lais.

 

 

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Historia de Antonio. Georges Bataille

bataille

(Billom, 1897 – París, 1962)

 

1

Pocas semanas más tarde, había llegado incluso a olvidar mi enfermedad. Me encontré con Michel en Barcelona. Súbitamente me hallé delante de él. Sentado en una mesa de La Criolla. Lazare le había dicho que me iba a morir. La frase de Michel me recordaba un pasado penoso.

Pedí una botella de coñac. Empecé a beber, llenando el vaso de Michel. No tardé demasiado en estar borracho. Hacía tiempo que conocía la atracción de La Criolla. Para mí no tenía ningún encanto. Un muchacho vestido de mujer hacía un número de baile en la pista: llevaba un traje de noche cuyo escote le llegaba hasta las nalgas. Los taconazos del baile español retumbaban sobre el suelo…

Experimenté un profundo malestar. Miraba a Michel. Él no estaba acostumbrado al vicio. Michel era tanto más torpe cuanto más borracho iba estando: se agitaba en su silla.

Yo estaba muy molesto. Le dije:

—Me gustaría que te viera Lazare… ¡en un tugurio!

 

Me interrumpió, sorprendido:

—Pero si Lazare venía con mucha frecuencia a La Criolla.

Me volví inocentemente hacia Michel, como desconcertado.

—Te digo que sí, el año pasado Lazare estuvo en Barcelona y a menudo solía pasar la noche en La Criolla. ¿Qué tiene eso de extraordinario?

Efectivamente, La Criolla es una de las curiosidades más conocidas de Barcelona.

Sin embargo, yo pensaba que Michel estaba bromeando. Se lo dije: aquella broma era absurda, la sola idea de Lazare me ponía enfermo. Sentí subir en mí la cólera insensata que contenía.

Grité, estaba loco, había cogido la botella en la mano:

—Michel, si Lazare estuviese delante mío, la mataría.

Otra bailarina —otro bailarín— hizo su aparición en la pista entre carcajadas y chillidos. Llevaba una peluca rubia. Era bello, repugnante, ridículo.

—Quiero pegarle, golpearla…

Era tan absurdo que Michel se levantó. Me cogió por el brazo. Tenía miedo: yo perdía toda compostura. Él también estaba borracho. Adoptó un aire extraviado al volver a derrumbarse sobre su silla.

 

Me tranquilicé mirando al bailarín de la cabellera solar.

—¡Lazare! No es ella la que se ha portado mal, gritó Michel. Por el contrario, ella me dijo que la habías maltratado violentamente; de palabra…

—Ella te lo ha dicho.

—Pero no te guarda rencor.

—No me vuelvas a decir que ha venido a La Criolla. ¡Lazare a La Criolla!…

—Ha venido aquí varias veces, conmigo: se interesó mucho por esto. No quería irse. Debía estar sofocada. Nunca me habló de las tonterías que le dijiste.

Yo casi me había calmado:

—Ya te lo contaré en otra ocasión. ¡Vino a verme en un momento en que yo estaba a punto de morir! ¿No me guarda rencor?… Pues yo no se lo perdonaré jamás. ¡Jamás! ¿Me oyes? Bueno, ¿vas a decirme ya lo que venía a hacer a La Criolla?… ¿Lazare?…

 

No me podía imaginar a Lazare sentada allí mismo donde yo estaba, ante un espectáculo escandaloso. Estaba embrutecido. Tenía la sensación de haber olvidado algo —que sin duda sabía en el instante anterior, que absolutamente hubiera debido recuperar. Habría deseado hablar, con mayor entereza, hablar más fuerte; tenía consciencia de una perfecta impotencia. Estaba acabando de emborracharme.

Michel, con la preocupación, se volvía aún más torpe. Sudaba copiosamente, era desgraciado. Cuanto más reflexionaba, más extraviado se sentía.

—Quise torcerle una muñeca —me dijo.

—…

—Un día… aquí mismo…

Yo sentía una gran opresión, habría estallado.

En medio de la barahunda. Michel prorrumpió en carcajadas:

—¡Tú no la conoces! ¡Me pedía que le clavase alfileres en la piel! ¡Tú no la conoces! Es intolerable…

—¿Por qué alfileres?

—Quería entrenarse…

Yo grité:

—¿Entrenarse a qué?

Michel se rió aún con más ganas.

—A soportar las torturas…

 

De pronto, recuperó la gravedad, torpemente, como podía. Quiso adoptar un aire apresurado, cobrando un aire estúpido. Al punto se puso a hablar. Se enrabiaba:

—Hay otra cosa que es absolutamnte necesario que sepas. Ya lo sabes, Lazare fascina a quienes la oyen. Les parece no ser de este mundo. Hay quienes aquí, obreros, a los que conseguía incomodar. Ellos la miraban. Luego, se la encontraban en La Criolla. Aquí, en La Criolla, parecía una aparición. Sus amigos, sentados a la misma mesa, estaban horrorizados. No podían comprender que se encontrase allí. Un día, uno de ellos, harto, se puso a beber… Estaba fuera de sí; hizo como tú, pidió una botella. Bebía vaso tras vaso. Yo pensé que se acostaría con ella. Ciertamente habría podido matarla, habría preferido que la matasen por ella, pero nunca le habría pedido que se acostase con él. Ella le seducía y nunca hubiese comprendido si yo hubiera hablado de su fealdad. Pero, a sus ojos, Lazare era una santa. Y, además, debía seguir siéndolo. Era un mecánico muy joven que se llamaba Antonio.

 

Yo le hice lo que había hecho el joven obrero; vacié mi vaso y Michel, que raramente bebía, se puso a mi altura. Entró en un estado de extrema agitación. Yo estaba ante el vacío, bajo una luz que me cegaba, ante una extravagancia que nos superaba.

Michel enjugó el sudor de sus sienes. Prosiguió:

—Lazare estaba irritada al ver cómo bebía. Le miró a los ojos y le dijo: «Esta mañana le he dado un papel para que lo firmase y usted lo ha firmado sin leerlo». Hablaba sin la menor ironía. Antonio repuso: «¿Qué más da?». Lazare replicó: «¿Pero, y si le hubiera dado una profesión de fe fascista?». Antonio, a su vez, miró fijamente a Lazare. Estaba fascinado, pero fuera de sí. Respondió lentamente: «La mataría». Lazare le dijo: «¿Lleva un revólver en el bolsillo?». Él contestó: «Sí». Lazare dijo: «Salgamos». Salimos. Quería un testigo.

Acabé por respirar mal. Le pedí a Michel, que perdía su ímpetu, que continuase de inmediato. De nuevo se secó el sudor en la frente:

 

—Fuimos a la orilla del mar, a ese lugar donde hay escalones para bajar. Despuntaba el alba. Andábamos sin decir ni una palabra. Yo estaba desconcertado, Antonio excitado hasta el límite, pero atontado por todo lo que había bebido, Lazare ausente, serena como una muerta…

—Pero, ¿se trataba de una broma?

—No era una broma. Yo los dejaba actuar. No sé por qué estaba angustiado. Al borde del mar, Lazare y Antonio descendieron hasta los escalones más bajos. Lazare le pidió a Antonio que tomase en la mano su revólver y que le pusiese el cañón en el pecho.

—¿Y Antonio lo hizo?

—Él también tenía un aire ausente, sacó un «browning» de su bolsillo, lo montó y colocó el cañón contra el pecho de Lazare.

—¿Y entonces?

—Lazare le preguntó: «¿No me dispara?». Él no contestó nada y se quedó dos minutos sin moverse. Por último dijo «no» y retiró el revólver…

—¿Eso fue todo?

—Antonio parecía agotado: estaba pálido y, como hacía fresco, se puso a temblar. Lazare cogió el revólver, sacó la primera bala. Aquella bala estaba en el cañón cuando ella lo tenía apoyado en el pecho, luego habló con Antonio. Le dijo: «Démela». Quería quedársela de recuerdo.

—¿Y Antonio se la dio?

—Antonio le dijo: «Como guste». Ella la metió en su bolso.

 

Michel se calló: parecía estar más a disgusto que nunca. Yo pensaba en la mosca en la leche. Ya no sabía si había que reírse o estallar. Verdaderamente se parecía a la mosca en la leche, o, también, al mal nadador que traga agua… No soportaba la bebida. Al final estaba a punto de llorar. Gesticulaba extrañamente a través de la música, como si tuviese que espantar a algún insecto:

—¿Podrías imaginarte una historia más absurda? —me dijo también.

El sudor, al correr por su frente, había sido el responsable de su gesticulación.

 

 

2

La historia me había dejado estupefacto.

Aún pude preguntarle a Michel —nos manteníamos lúcidos a pesar de todo— como si no estuviésemos borrachos, sino obligados a prestar una desesperada atención:

—¿Puedes decirme qué hombre era ese Antonio?

Michel me señaló a un muchacho en una mesa vecina, diciéndome que se le parecía.

—¿Antonio? Tenía un aspecto fogoso… Hace quince días, le detuvieron: es un agitador.

 

Pregunté de nuevo con la mayor gravedad que me era posible:

—¿Puedes decirme cuál es la situación política en Barcelona? No sé nada.

—Va a saltar todo…

—¿Por qué no viene entonces Lazare?

—La estamos esperando de un día para otro.

Lazare se disponía, pues, a venir a Barcelona, con objeto de participar en la agitación.

Mi estado de impotencia se volvió entonces tan penoso que, de no haber estado Michel, aquella noche podía haber acabado mal.

El propio Michel tenía la cabeza del revés, pero consiguió que me sentase de nuevo. Intentaba, no sin dificultad, recordar el tono de voz de Lazare, que, un año antes, había ocupado una de aquellas sillas.

Lazare hablaba siempre con sangre fría, pausadamente, con un tono de voz íntimo. Yo me reía al pensar en cualquiera de las frases lentas que pudiese haber oído. Hubiese deseado ser Antonio. La habría matado… La idea de que tal vez yo amaba a Lazare me arrancó un grito que se perdió en el tumulto. Habría podido morderme a mí mismo. Estaba obsesionado con el revólver —la necesidad de tirar, de vaciar el tambor… en su vientre… en su… Como si cayese en el vacío con una serie de gestos absurdos, como, en sueños, solemos hacer impotentes disparos.

Ya no podía más: para recuperarme, tuve que hacer un gran esfuerzo. Le dije a Michel:

—Odio a Lazare hasta un punto que a mí mismo me aterra.

 

Ante mí, Michel tenía el aspecto de un enfermo. Él también hacía esfuerzos sobrehumanos por sostenerse. Se echó las manos a la frente, sin poder evitar una risa a medias:

—Efectivamente, según ella, le habías manifestado un odio tan violento… Hasta ella pasó miedo. Yo también la detesto.

—¡La detestas! Hace dos meses vino a verme a mi cama cuando creyó que yo iba a morir. La hicieron pasar; se acercó hasta mi cama de puntillas. Cuando la vi en medio de la habitación, se quedó de puntillas, inmóvil: tenía la pinta de un espantapájaros inmóvil en medio de un sembrado…

—Estaba a tres pasos, tan pálida como si hubiera mirado a un muerto. Había sol en la habitación, pero ella, Lazare, era negra, era negra como lo son las cárceles. Era la muerte lo que le atraía, ¿me comprendes? Cuando de pronto lo vi, tuve tanto miedo que grité.

—¿Pero, y ella?

—Ella no dijo una palabra, no se movió. La insulté. La llamé sucia gilipollas. La llamé cura. Llegué incluso a decirle que estaba sereno, que tenía perfecta sangre fría, pero temblaba con todos mis miembros. Tartamudeaba, perdía la saliva. Le dije que morir era lamentable, pero que tener que morir viendo a un ser abyecto, era demasiado. Hubiera deseado que mi orinal estuviese lleno, le habría tirado la mierda a la cara.

—¿Y ella qué dijo?

—Le dijo a mi suegra que más valía que se fuese, sin alzar la voz.

 

Yo reía. Me reía. Veía doble y perdía la cabeza.

Michel, a su vez, rompió a reír:

—¿Y se fue?

—Se fue. Empapé las sábanas de sudor. Creí morir en aquel preciso momento. Pero, al final del día, sentí que estaba mejor, sentí que me había salvado… Entiéndeme bien, tuve que darle miedo. Si no, ¿no crees tú? ¡Estaría muerto!

Michel estaba postrado, se irguió de nuevo: sufría, pero, al propio tiempo, tenía el aspecto que habría tenido si acabase de saciar su venganza; deliraba:

—A Lazare le gustan los pajaritos: lo dice, pero miente. Miente, ¿me oyes? Huele a tumba. Lo sé: un día la cogí en mis brazos…

Michel se levantó. Estaba lívido. Dijo, con una expresión de profunda estupidez:

—Será mejor que me vaya a los servicios.

Yo también me levanté. Michel se alejó para ir a vomitar. Con todos los alaridos de La Criolla en la cabeza, yo estaba de pie, perdido en el tumulto. Ya no comprendía: de haber gritado, nadie me habría oído, incluso de haber gritado a voz sin cuello. No tenía nada que decir. Aún no había acabado de perderme. Me reía. Me hubiera gustado escupirles a los demás a la cara.

 

 

© Herederos de Georges Bataille.

© Ramón García Fernández, de la versión al castellano.

de: El azul del cielo. Tusquets editores. Barcelona. 2008.