Idea Vilariño. Verano

Idea-Vilariño

(Montevideo, 1920 – 2009)

 

Mediodía

Transparentes los aires, transparentes

la hoz de la mañana,

los blancos montes tibios, los gestos de las olas,

todo ese mar, todo ese mar que cumple

su profunda tarea,

el mar ensimismado,

el mar,

a esa hora de miel en que el instinto

zumba como una abeja somnolienta…

Sol, amor, azucenas dilatadas, marinas,

ramas rubias sensibles y tiernas como cuerpos,

vastas arenas pálidas.

Transparentes los aires, transparentes

las voces, el silencio.

A orillas del amor, del mar, de la mañana,

en la arena caliente, temblante de blancura,

cada uno es un fruto madurando su muerte.

 

 

Tarde

Cuerpos tendidos, cuerpos

infinitos, concretos, olvidados del frío

que los irá inundando, colmando poco a poco.

Cuerpos dorados, brazos, anudada tibieza

olvidando la sombra ahora estremecida,

detenida, espectante, pronta para emerger

que escuda la piel ciega.

Olvidados también los huesos blancos

que afirman que no es un sueño cada vida,

más fieles a la forma que la piel,

que la sangre, volubles, momentáneas.

Cuerpos tendidos, cuerpos

sometidos, felices, concretos,

infinitos…

Surgen niños alegres, húmedos y olorosos,

jóvenes victoriosos, de pie, como su instinto,

mujeres en el punto más alto de dulzura,

se tienden, se alzan, hablan,

habla su boca, esa un día disgregada,

se incorporan, se miran con miradas de eternos.

 

 

La noche

Es un oro imposible de comprender, un acabado

silencio que renace y se incorpora.

Las manos de la noche buscan el aire, el aire

se olvida sobre el mar,

el mar cerrado,

el mar,

solo en la noche, envuelto

en su gran soledad,

el hondo mar agonizando en vano…

El mar oliendo a algas moribundas y al sol,

la arena a musgo, a cielo, el cielo

a estrellas. La alta noche sin voces

deviniendo en sí misma, inagotada y plena,

es la mujer total con los ojos serenos

y el hombre silencioso olvidado en la playa,

el alto, el poderoso, el triste,

el que contempla,

conoce su poder que crea, ordena el mundo,

se vuelve a su conciencia que da fe de las cosas,

y el haz de los sentidos le limita la noche.

 

 

 

© herederos de Idea Vilariño

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Oda a un vino viejo. Henrik Nordbrandt

Henrik Nordbrandt

(Frederiksberg, 1945)

 

El vino que maduró en las laderas de las montañas

tardíamente aquel verano en que nos conocimos

está ya dorado y lleno de regustos

como los que siguen a una borrachera, evaporado como años al sol

y la brisa nocturna mira dentro de mí con su follaje de álamo:

Estoy cansado

como si mi corazón fuese un petromax encendido

derribado en un jardín ajeno

donde viajo a través de la melancolía manchada de tierra

de familias desaparecidas

como un circo ambulante, construido tan artísticamente

dentro de la botella que vacié

y tan inclinado que indefectiblemente tengo que confundirme

con mi primo segundo.

Pronto bailaré en la plaza, vestido de blanco

con un esqueleto fosforecente pintado en la tela

y susurraré palabras apasionadas al oído de las niñas de 16 años

que dándose el brazo dividen la oscuridad que gotea

aceite sexual

a través de los numerosos vinagres burbujeantes de finales de verano

que han contendio demasiado tiempo fuertes hierbas aromáticas.

 

Han pasado siete años, amor mío, y yo sigo aquí

aprendiendo los primeros pasos de baile

mientras el recuerdo de ti se marchita como el arce

en el patio del museo

y papeles con besos estampados que una vez fueron ardientes

son sacados por el viento de edificios en ruinas y arrastrados por

húmedos terraplenes de vías férreas

para ser recogidos por un hombre con un bastón

rematado en una punta de hierro.

Y tengo la sensación de que la oscuridad

ha empezado a utilizarme como a una esponja

que retira una triste capa de grasienta suciedad de todas

las brillantes superficies

mientras mis cuatro sentidos restantes se agarran entre sí

desesperadamente como las cuatro partes de una cruz:

una sombra de la ventana que da al umbroso valle

donde vuelve a ser primavera.

 

Te he engañado veinte veces, esta es

la vigésima primera.

Un hotel particularmente dudoso en una callejuela sucia

donde todas aquellas con las que te he engañado

están gimiendo en brazos de todos los muchos

con los que me has engañado.

Y camas de hierro con ruedas, citas de la Biblia bordadas

y pozales llenos de condones usados y desparramados a patadas

en el barro que verdece

me hacen estallar en gimoteos histéricos

como un cartero sobrecargado

mientras las sábanas, húmedas por una profusión de juegos sexuales,

definden la silueta de un río cuyas riberas

han sido arrastradas por la corriente

y donde flotan pálidos fetos en un oscuro torrente

a diez centímetros bajo la superficie.

—Pero nos vamos a una fiesta y damos la espalda al panorama

para vestirnos en la oscuridad con ruido de cucarachas.

 

¡Oh, Victoria! A pesar de lo poco que nos hemos visto

en los últimos tiempos

pronto podré dejarte entrar en la larga

fila de danzantes

y ponerte una rosa en el vestido sobre tu pecho izquierdo

y una gardenia blanca detrás de tu oreja derecha

mientras coloco el brazo en tu delgada cintura

y te beso ardientemente

seguido por incontables miradas admirativas procedentes

de la caseta de tiro, de la tómbola y de los carruseles:

Allí no hay nadie que haga una pareja tan fantástica

como nosotros, ni de lejos.

Tu cimbreante cuerpo es como la blanca melena del saúco

que palpita, sacudida por un tono azul e inaudible

en el viento de fines de verano

donde el mío es como garabatos de roble o de olivo

ramas endurecidas al fuego

y tengo que atravesarte como corta la seda una tijera

y desparramar tus miembros a lo largo de la línea de tu sonrisa.

Es lo que se exige aquí de nosotros, de estos extranjeros

con sus ridículas tradiciones

que devoran nuestro aspecto como la levadura a la miel, hasta que

haciendo eses, se tambalean y caen.

 

La resurrección y el triunfo de la carne sobre el alma

es lo que celebramos aquí:

Una vida, más vieja que nosotros, nos va cubriendo poco a poco

para vomitarnos en forma de sangre sobre muros sucios

y una vieja doncella que ha sobrevivido todas las decepciones

todas las pérdidas

empieza a acercarse a la superficie con torpes brazadas

hasta que estallamos en fina espuma.

Y lo que queda en las tinieblas de tu rostro

son solo los caminos bajo el follaje del álamo,

del verano solo la plaza vacía, donde los músicos

duermen roncando tumbados entre sus instrumentos,

del vino solo la botella

y de mí solo la mano que agarra el vaso vacío:

Mis dedos pintados en el vaso

las líneas que se ponen a escribir por su cuenta.

.

.

.

© Henrik Nordbrandt, del poema

© Francisco Uriz, de la versión al castellano

de: Nuestro amor es como Bizancio. Lumen. Barcelona. 2003.

 

William Carlos Williams. A Elsie

William-Carlos-Williams

(Rutherford, 1883 – 1963)

 

Los saludables productos de América

enloquecen:

montañeses de Kentucky

.

o del retorcido confín norte

de Jersey

con sus lagos y valles

.

aislados, sus sordomudos, sus viejos nombres

de malhechores

y su promiscuidad

.

entre desalmados que se dan

a la extorsión

por el mero deseo de aventura

.

y jóvenes pazpuercas que se bañan

en porquería

de lunes a sábado

.

para esa noche salir bien ataviadas

de fantasiosas

horteradas que carecen

.

de las costumbres locales que les den

carácter,

en cambio se pavonean y lucen

.

puros andrajos y sucumben

sin más emoción

que un aturdido pavor

.

bajo algún seto de cerezos

o viburnos

—cuyos nombres ignoran…

.

A menos que unas nupcias,

quizás con una pizca

de sangre india,

.

vomiten a una hija tan desolada,

tan acorralada

por la enfermedad y el crimen

.

que sea rescatada

por la beneficencia,

que la instruya el estado y la pongan

.

a los quince a trabajar

en cierta casa

con aprietos de las afueras

.

en la familia de cierto doctor, cierta Elsie,

—voluptuosa agua

que con su cerebro cascado

.

representa la verdad sobre nosotros—

sus caderas torpes y anchas

y sus pechos caídos,

.

dedicada a baratijas

y a ricos

jóvenes de ojos bellos

.

como si la tierra bajo nuestros

pies fuera

el excremento de algún cielo

.

y nosotros prisioneros degradados,

sentenciados a pasar hambre

hasta que nos comamos la mugre

.

en tanto que la imaginación se esfuerza

en pos de ciervos

que van por campos de solidago

.

bajo el sofocante calor de septiembre.

De algún modo

esto parece destruirnos.

.

Solo en copos separados puede

revelarse

algo.

.

No hay quien dé fe

o haga los ajustes,

no hay quien conduzca el coche.

.

.

.

© Juan Miguel López Merino, de la versión al castellano

de: Antología bilingüe. Alianza editorial. Madrid. 2009.

.

Franz Baermann Steiner. Recuerdos

(Karlín, 1909 – Oxford, 1952)

Recuerdos: suave verde de colina,

ensamblados,

casi incoloros en su inquietud.

el rojo polvoriento

 

Ahí está, fragmentada, la infancia, endulzada por un frío sol.

Tres magros abetos en el jardín del tosco suburbio;

chimeneas sobre pendenciera pasión de ciegas ventanas;

un lento llanto atrapaba las tardes,

el rojo polvoriento

de las flores de las ventanas limitaba afligido con

el hambriento revoloteo de los pájaros

y con la tibia seguridad de las habitaciones susurrantes.

 

A ambos lado de un libro abierto

pasaban cayendo las horas del día.

 

Al mástil atado el capitán estaba,

la pálida frente sangrando,

y ante su presencia de destronado

se trajo de la solitaria playa a quien había encontrado

que mucho contó a continuación:

cómo muchos años atrás, las negras tormentas

hacia un temido país lo arrojaron

que luego suyo fue.

¡Cuán unido a la tierra salvaje creció él!

«aquel árbol plumado, por ejemplo,

es un amigo verdadero.

Ambos amábamos a los ruidosos monos en el ramaje».

Y suspiró el sufridor:

«No viajé en vano.

Tú piadoso me haces».

 

A amos lados de un libro abierto,

pasaban,

cayendo las horas del día…

Luego las horas junto al estanque:

cantos azules, separados del inicio de las voces,

envolvían las soledades.

Oh soledades, las primeras, tanteantes.

En lentas barcas llegaban sofocados gritos,

sobre el agua alargaban la mano, exigían,

llegaban gritos.

De vuelta en la abundante luz,

con qué rapidez tuvo lugar el cambio:

era una «mirada hacia allí y luego hacia acá»… y fácil era, al caminar, el giro.

 

Caminar sin aliento a lo largo de la calcinada linde del campo:

arriba, revoloteando, el verde cazamariposas.

Y todas las mariposas llevaban sobre sus extendidas alas

lunares multicolores, los cálidos ojos de la vida.

 

Los amantes, brillantes y ligeros,

flotan en silencio, boca en boca sumergida,

en oscura pared entrelazados

tras ellos los árboles del parque;

y sollozando un beodo se arrodilla

delante de la caseta de los cisnes junto al estanque.

Pero los cisnes

tiempo hace ya que descansan en su sueño.

Si dijeron palabras, oh las muchas palabras de los amantes.

Cautelosas y nítidas eran las voces.

Todo lo oyó un muchacho, solitario, casi acobardado,

un muchacho, obediente, callado y temeroso.

 

Más adelante, como las antiguas sagas,

una canción que empieza:

«los albos pies de la amada

en el límpido arroyo estaban…»

Deliciosas ondas hacia dentro de los juncos

aumentaban el resplandor, hierba de azules ojos.

… los pies de la amada… y quién puede decir,

si era mía, bastante extraña, si fraternal

(caída de fragmentos de los otros, sin nombre,

que había penetrado tal vez por la amplia abertura

de una aterrorizante noche…)

y nadie había tomado parte…

 

En argentinas cámaras crece el sol de la mañana,

una blanca risa se desprende del sueño.

Oh lentas horas que se deslizan suaves y sin contricción

hacia un día sin sombras.

Situado en la cercanía que no permite ninguna pérdida más,

descansa el rostro de la novia.

 

Aquí está el final. Muro del recuerdo.

Hundidas calles.

 

¿Es un final?

En efecto, las calles se han hundido,

vías del indolente

que se alzó hacia soledades más severas:

 

El solitario cerró su corazón a la esperanza.

El moribundo cerró su corazón a la aflicción.

.

.

.

© Herederos de Franz Baermann Steiner

© Ela Fernández-Palacios de la versión al castellano

de: Poemas selectos. Pre-Textos. Valencia. 2011.

 

Elena Garro. El día que fuimos perros

(Puebla, 1916 – Cuernavaca, 1998)

El día que fuimos perros no fue un día cualquiera, aunque empezó como todos los días. Despertamos a las seis de la mañana y supimos que era un día con dos días adentro. Echada boca arriba, Eva abrió los ojos y, sin cambiar de postura, miró a un día y miró al otro. Hacía ya rato que yo los había abierto y que, para no ver la inmensidad de la casa vacía, la miraba a ella. ¿Por qué no nos habíamos ido a México? Todavía no lo sé. Pedimos quedarnos y nadie se opuso a nuestro deseo. La víspera, el corredor se llenó de maletas: todos huían del calor de agosto. Muy temprano las maletas se fueron en un carricoche de caballos; sobre la mesa quedaron las tasas de café con leche a medio beber y la avena cuajada en los platos. Cayeron sobre las losas del corredor los consejos y las recomendaciones. Eva y yo los miramos desdeñosas. Éramos dueñas de los patios, los jardines y los cuartos. Cuando tomamos posesión de la casa, nos cayó encima un gran peso. ¿Qué podíamos hacer con los arcos, las ventanas, las puertas y los muebles? El día se volvió sólido, el cielo violeta se cargó de papelones oscuros y el miedo se instaló en los pilares y las plantas. En silencio deambulamos por la casa y vimos nuestros pelos convertirse en harapos. No teníamos nada que hacer, ni a nadie a quién preguntar qué hacer. En la cocina, los sirvientes se acurrucaban alrededor del brasero para comer y dormitar. No se tendieron las camas; nadie regó los helechos ni levantó las tazas sucias de la mesa del comedor. Al oscurecer, los cantos de los criados nos llegaron cargados de crímenes y penas y la casa se hundió en ese día, como una piedra en una barranca muy honda.

Despertamos decididas a no repetir la víspera. El nuevo día brillaba doble e intacto. Eva miró los dos días paralelos que brillaban como dos rayas escritas en el agua. Después, contempló el muro, en donde estaba Cristo con su túnica blanca. Pasó luego los ojos al otro cuadro, que mostraba la imagen de Buda envuelto en su túnica naranja, pensativo, en medio de un paisaje amarillento. Entre los dos cuadros que vigilaban su cabeza Eva había colocado un recorte de periódico con una fotografía en la que una señora de boina se paseaba en una lancha. «La Krupskaia en el Neva» decía el pie de la fotografía.

—Me gustan los rusos —dijo Eva y en seguida palmoteó para llamar a los criados. Nadie acudió a su llamado. Nos miramos sin sorpresa. Eva palmoteaba desde uno de los días y sus palmadas no llegaban al día de la cocina.

—Vamos a husmear —me dijo.

Y saltó a mi cama para mirarme de cerca. El pelo rubio le cubría la frente. De mi cama salió al suelo, se puso un dedo en los labios y penetró con cautela por el día que avanzaba paralelo al otro. Yo la seguí. Nadie. El día estaba solo y era tan temible como el otro. Los árboles quietos, el cielo redondo, verde como una pradera tierna, sin nadie también, sin un caballo, sin un jinete, abandonado. Del pozo salía el calor de agosto, que había provocado la huída a México. Echado junto al árbol estaba Toni. Ya le habían puesto la cadena. Nos miró atento y vimos que él estaba en nuestro día.

—Es bueno Toni —dijo Eva y le acarició la boca abierta.

Después se echó junto a él y yo me eché del otro lado.

—¿Ya desayunaste, Toni?

Toni no conestó, solo nos miró con tristeza. Eva se levantó y desapareció entre las plantas. Volvió corriendo y se echó otra vez junto a Toni.

—Ya les dije que preparen la comida para tres perros y ninguna gente.

Yo no pregunté nada. Junto a Toni la casa había perdido peso. Por el suelo del día caminaban dos hormigas; una lombriz se asomó por un agujerito, la toqué con la punta de un dedo y se volvió un anillo rojo. Había pedazos de hojas, trocitos de ramas, piedras minúsculas y la tierra negra olía a agua de magnolia. El otro día estaba a un lado. Toni, Eva y yo, mirábamos sin miedo sus torres gigantescas y sus vientos fijos de color morado.

—Tú, ¿cómo vas a llamarte? Busca tu nombre de perro, yo estoy buscando el mío.

—¿Soy perro?

—Sí, somos perros.

Acepté y me acerqué más a Toni, que movió la cabeza disgustado. Recordé que él no se iría al cielo: yo correría su misma suerte. «Los animales no van al cielo». Nuestro Señor Jesucristo no había puesto en el cielo un lugar para los perros. El señor Buda tampoco había puesto un lugar en el Nirvana para perros. En la casa era muy importante ser bueno para ganar un lugar en el cielo. No podíamos ahorrar, ni matar animales; éramos vegetarianos y los domingos tirábamos el domingo por el balcón, para que lo recogiera alguien y aprendiéramos a no guardar nada. Vivíamos al día. La gente del pueblo husmeaba por los balcones de la casa: «Son españoles», decían y nos miraban de soslayo. Nosotros no sabíamos que no éramos de allí porque allí estábamos ganando el cielo, cualquiera de los dos: el azul y blanco o el naranja y amarillo. Ahora en ninguno de los dos había lugar para nosotros tres. Los alquimistas, los griegos, los anarquistas, los románticos, los ocultistas, los franciscanos y los romanos ocupaban los anaqueles de la biblioteca y las conversaciones de la mesa. Tenían un lugar aparte los Evangelios, los Vedas y los poetas. Para los perros no había más lugar que el pie del árbol. ¿Y después? Después estaríamos tirados en cualquier llano.

—Ya encontré mi nombre.

—¿Ya? —Eva se enderezó curiosa.

—Sí: Cristo.

Eva me miró con envidia.

—¿Cristo? Es un buen nombre de perro.

Eva acomodó la cabeza sobre las patas delanteras y cerró los ojos.

—También yo encontré el mío —dijo enderezándose de pronto.

—¿Cuál?

—¡Buda!

—Es muy buen nombre para perro.

Y el Buda se echó junto al Toni y empezó a gruñir de gusto.

Nadie vino a visitar el día de Toni, del Cristo y del Buda. La casa estaba lejos, metida en su otro día. Las campanadas del reloj de la iglesia no indicaban nada. El suelo empezó a volverse muy caliente: las lombrices entraron en los agujeros, los pinacates buscaron los lugares húmedos debajo de las piedras, las hormigas cortaron hojas de acacia, que les servían de sombrillas verdes. En el lugar de los perros había sed. El Buda ladró con impaciencia para pedir agua, el Toni lo imitó y en seguida el Cristo se unió a los ladridos. Por un caminito lejano aparecieron los pies de Rutilio calzados con huaraches. Traía tres jarros llenos de agua. Indiferente, le puso un jarro a Toni, miró al Cristo y al Buda y les colocó un jarro cerca del hocico. Rutilio acarició las cabezas de los perros y ellos agradecidos movieron los rabos. Fue difícil beber agua con la lengua. Más tarde el criado viejo trajo la comida en una olla y la sirvió en una cazuela grande. El arroz de los perros tenía huesos y carne. El Cristo y el Buda se miraron atónitos: ¿los perros no son vegetarianos? El Toni levantó el labio superior, gruñó feroz desde sus colmillos blancos y cogió  con presteza los pedazos de carne. El Cristo y el Buda metieron el hocico en la cazuela y comieron el arroz mojado como engrudo. Toni terminó y soñoliento miró a sus compañeros que comían a lengüetadas. Después, también ellos se recostaron sobre sus patas delanteras. El sol quemaba, el suelo quemaba y la comida de los perros pesaba como una bolsa de piedras. Se quedaron dormidos en su día, apartados del día de la casa. Los despertó un cohete que venía del otro día. Siguió un gran silencio. Alertas, escucharon la otra tarde. Estalló otro cohete y los tres perros echaron a correr en dirección al ruido. El Toni no pudo avanzar en la carrera porque la cadena lo retuvo junto al árbol. El Cristo y el Buda saltaron por encima de las matas rumbo al portón.

—¿Dónde van, mocosas desagradecidas? —les gritó Rutilio desde el otro día.

Los perros llegaron al zaguán; les fue difícil abrir el portón, los cerrojos estaban muy altos. Al fin, salieron a la calle iluminada por el sol de las cuatro de la tarde. La calle brillaba esplendorosa como una imagen fija. Las piedras relucían en el polvo. No había nadie. Nadie, sino los dos hombres bañados en sangre, abrazados en su lucha. El Buda se sentó en el filo de la acera y los miró con los ojos muy abiertos. El Cristo se acomodó muy cerca del Buda y también los miró con asombro. Los hombres se quejaban en el otro día: «Ya vas a ver»… «¡Ajay! ¡Hijo de la chingada!»… Sus voces sofocadas venían desde muy lejos. Uno detuvo la mano del que llevaba la pistola y con la mano libre le tatuó el pecho con su cuchillo. Estaba abrazado al cuerpo del otro y, como si las fuerzas no le alcanzaran, se deslizaba hacia el suelo en el abrazo. El hombre de la pistola aguantaba firme, de pie en la tarde esplendorosa. Su camisa y sus pantalones blancos se llenaban de sangre. Con un movimiento liberó su mano presa y puso la pistola en la mitad de la frente de su enemigo arrodillado. Un ruido seco partió en dos a la otra tarde, y abrió un agujero en la frente del hombre arrodillado. El hombre cayó boca arriba y miró al cielo con fijeza.

—¡Cabrón! —exclamó el hombre de pie sobre las piedras, mientras sus piernas seguían lloviendo sangre. Luego también él levantó los ojos para mirar al mismo cielo y al cabo de un rato los volvió hacia los perros, que a dos metros de distancia, sentados en el borde de la acera, lo miraban boquiabiertos.

Todo quedó quieto. La otra tarde se volvió tan alta, que abajo la calle quedó fuera de ella. A lo lejos aparecieron varios hombres con fusiles. Venían como todos los hombres, de blanco, con los sombreros de palma sobre la cabeza. Caminaban con lentitud. El golpe de sus huaraches resonaba desde muy lejos. En la calle no había árboles para amortiguar el ruido de los pasos; solo muros blancos, contra los cuales retumbaban cada vez más cerca las pisadas, como redoble de tambores en día de fiesta. El estruendo se detuvo de golpe, cuando llegaron junto al hombre herido.

—¿Tú lo mataste?

—Yo mismo, pregúntenle a las niñas.

Los hombres miraron a los perros.

—¿Ustedes lo vieron?

—¡Guau! ¡Guau! —contestó el Buda.

—¡Guau! ¡Guau! —contestó el Cristo.

—Pues llévenselo.

Se llevaron al hombre y de él no quedaron más rastros que la sangre sobre las piedras de la calle. Iba escribiendo su final, los perros leyeron su destino de sangre y se volvieron a mirar al muerto.

Pasó un tiempo, el portón de la casa seguía abierto, y los perros absortos, sentados en el borde de la acera,  seguían mirando al muerto. Una mosca se asomó a la herida de su frente, después se limpió las patas y se fue a los cabellos. Al cabo de un instante volvió a la frente, miró la herida y se limpió las patas otra vez. Cuando la mosca volvió a la herida, llegó una mujer y se tiró sobre el muerto. Pero a él no le importó ni la mosca ni la mujer. Impávido siguió mirando al cielo. Vinieron otras gentes y se inclinaron a mirar sus ojos. Empezó a oscurecer y el Buda y el Cristo siguieron allí, sin moverse y sin ladrar. Parecían dos perros callejeros y nadie se ocupaba de ellos.

—¡Eva! ¡Leli! —gritaron desde muy arriba. Los perros se sobresaltaron.

—¡Ya van a ver cuando lleguen sus padres! ¡Ya van a ver!

Rutilio los metió a la casa. Colocó una silla en el corredor, muy cerca de la pared y se sentó solemne a ver a los perros, que, echados a sus pies, lo miraban atentos. Candelaria trajo un quinqué encendido y pavoneándose se volvió a la cocina. Al poco rato los cantos inundaron la casa de tristeza.

—¡Por su culpa yo no puedo ir a cantar…! ¡Maldosas! —se quejó Rutilio.

El Cristo y el Buda lo escucharon desde el otro día. Rutilio, su silla, el quinqué y el  muerto, estaban en el día paralelo, separado del otro por una raya invisible.

—Ya van a ver, vendrán las brujas a chuparles la sangre. Dicen que les gusta mucho la sangre de los «güeros». Le voy a decir a Candelaria que deje las cenizas encendidas, para que ellas se calienten las canillas. Del brasero irán a su cama a deleitarse. ¡Eso merecen por canijas!

El fogón con las cenizas encendidas, Candelaria, Rutilio, los cantos y las brujas, pasaban delante de los ojos de los perros como figuras proyectadas en un tiempo ajeno. Las palabras de Rutilio circulaban por el corredor sin fondo de la casa y no los tocaban. En el suelo del día de los perros había cochinillas que se iban a dormir. El sueño de las cochinillas era contagioso y el Cristo y el Buda, acurrucados sobre sus patas delanteras, cabecearon.

—¡Vengan a cenar!

Los sentaron en el suelo de la cocina, en el círculo de criados que bebían alcohol, y les dieron un plato de frijoles con longaniza. Los perros se caían de sueño. Antes de ayer todavía cenaban avena con leche y el gusto de la longaniza les produjo náuseas.

—¡Llévatelas a la cama, parecen borrachas!

Los pusieron en la misma cama, apagaron el quinqué y se fueron. Los perros se durmieron en el otro día, al pie del árbol, con la cadena al cuello, cerca de las hormigas de sombrilla verde y las lombrices rojas.  Al cabo de un rato despertaron sobresaltados. El día paralelo estaba allí, sentado en la mitad del cuarto. Los muros respiraban ceniza ardiente, por las rendijas las brujas espiaban las venas azules de sus cienes. Estaba todo muy oscuro. En una de las camas estaba el muerto con la frente abierta; a su lado, de pie, el hombre tatuado chorreaba sangre. Muy lejos, en el fondo del jardín, dormían los criados; la ciudad de México, con sus padres y con sus hermanos, quién sabe dónde estaba. En cambio, el otro día estaba allí, muy cerca de ellas, sin un ladrido, con sus muertos fijos, en la tarde fija,  con la mosca enorme asomándose a la herida enorme y limpiándose las patas. En el sueño, sin darnos cuenta, pasamos de un día al otro y perdimos al día en que fuimos perros.

—No te asustes, somos perros…

Pero Eva sabía que ya no era verdad. Habíamos descubierto que el cielo de los hombre no era el mismo cielo que los perros.

Los perros no compartían el crimen con nosotros.

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© herederos de Elena Garro

Dos cadáveres exquisitos. Clase de los Bomberos

(Remedios Varo. Simpatía [detalle], 1955)

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Mi familia se quemó

Me comí una cabra que sabía a arroz

El perro es negro y marrón

Y de repente, le disparo en la frente

A la playa me fui y el bañador y la pelota cogí

El mundo que se leía

Un gato con su pañal juega en el parque

Estaba en mi casa comiendo pasas

Y tiró al mar

Mejor reciclar que arruinar

.

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Los bomberos apagaron el incendio

Un gato tiene cuatro patas verdes

A mi planta le ha salido una flor y a la flor le ha salido un pétalo de oro

El niño no come carne

Mi padre se comió una pata de conejo

Había en mí la profunda melancolía

Bajo un precioso y gran mar

El gato negro ladró muy fuerte y la gente se asustó

Explotó y reventó como una bomba

Tengo tres gatitas muy guapitas

La electricidad es un niño con la edad

.

 

Clase de los Bomberos