Los santos anárquicos. Edoardo Sanguineti

Edoardo Sanguineti (Génova, 1930 - Génova, 2010)

En 1951 publiqué, en una revista florentina de arte figurativo, mis primeros poemas. Entonces tenía veinte años. En este largo intervalo de tiempo el mundo ha cambiado profundamente y, con el mundo, también la poesía. En todo caso, también ha cambiado profundamente mi poesía. Sin embargo, algunos de mis rasgos han permanecido constantes y son quizá los rasgos esenciales. Aquí quiero indicar la convicción duradera de que la poesía cambia con el mundo. Es una convicción que yo apoyaba citazionalmente en 1951, junto al pensamiento de un poeta que me gusta, Foscolo, para quien los poetas importaban mucho, en tanto que elaboran, digámoslo de este modo, el verdadero lenguaje de su época y dibujan su perfil ideológico: “Nosotros –escribía yo– que recibimos la cualidad de los tiempos”. Y también decía: “Noi les objects a réaction poétique«. Y también ,con una remisión a Artaud: “Imposible hablar de dos cosas (de una c’est avoir le sens de l’anarchie). Y finalmente: “nosotros mismos los santos anarquistas”.

Aquel “nosotros”, que utilizaba entonces con insistencia, no era solamente un “plurales humilitatis”, si así es correcto decir. Era un “nosotros” que apelaba a una comunidad poética que no existía más que en la forma de deseo, más bien por necesidad y que, para bien o para mal, encontró una realización, diez años más tarde, en el 61, con la conformación del grupo de cinco poetas Novísimos para quienes, me incluyo, naturalmente, propuse esa declaración bautismal, extremista y catastróficamente apocalíptica.

Sin embargo, aquel “nosotros” apelaba también a una minúscula comunidad de lectores de mis poemas a inicios de los años cincuenta, conformada por pocos coetáneos míos, fieles y fanáticos. No es una cábala, pero éramos cinco. Y mis cuatro lectores eran: una muchacha que amaba y que perdí de vista algunas años después; un aspirante a filólogo que estaba por laurearse sobre Aldo Gellio, y que murió precozmente alcoholizado; y otros dos estudiantes, uno de farmacia y uno de medicina y que se convirtieron, en efecto, en farmacéutico y en médico. Cuento estas cosas no por un gusto de confesión o de evocación autobiográfica, no por ofrecerles un bocado de mi souvenir de egotismo, incluso si son un tanto stendhalianos y quizá también un poco egotistas. Pienso, más bien, que todo lo que he dicho puede ser el pequeño emblema de cada poesía, o al menos de su génesis. Al inicio se comunica con un restringido círculo de cómplices. Después el auditorio se amplía, y el horizonte de los destinatarios se dilata y se convierte en un público verdadero. Pero, en cierto modo,  han sido señalados por aquellos primeros lectores sectarios, que forman una microsociedad de favorables. Porque quien escribe, escribe, en resumen, por la sencilla razón de que no encuentra disponibles y prefabricados aquellos poemas, aquella escritura en general, que desearía precisamente leer, y entonces debe construírselas solo. La poesía es un auténtico hazlo-tú-mismo que encuentra aprobación inicial, si uno tiene suerte, en un limitado círculo de receptores, insatisfechos de los productos literarios que circulan en el mercado de los versos y de los libros.

Muchos años más tarde, en el 76, he escrito un poema sobre el hacer poesía. Está organizada como una receta de cocina. Seguí el consejo de tomar, como Stendhal, “un pequeño hecho verdadero (con la frescura de lo cotidiano)”, y de tratarlo en su espacio y tiempo, con datos precisos, con lugares definidos, con personajes objetivamente reconocibles, con vista a la preparación de una pietanza gustosamente comestible. Y, como quería Brecht, “verificable”. La poesía, escribía en ese texto, es una particular “forma de trabajo: colocar palabras como /  en cursivas y entre comillas: y esforzarse en hacerlas memorables, como tantas batidas sutilezas / y breves: (que se graban en la cabeza, con algún contorno de adecuadas señales / socializadas /): (como son los capítulos, las aliteraciones y, colocamos, las solitarias metáforas): / que toman sentido después, en el conjunto: / atento, oh tú que lees, y piensa)”.

Pero quiero regresar, para finalizar, a aquellos “santos anárquicos” y a ese “sens de l’anarchia”, a quienes me refería al principio. Porque si hoy yo debería decir, brevemente, cuál es la pulsión profunda, sin importar si es consciente o inconsciente, de donde nace toda la poesía moderna, esta modernidad que vivimos aún en la forma de una inagotable anarquía, diré que esa pulsión es aquella de la anarquía. Entiendo esta palabra, esta idea, no con un sentido riguroso pero limitadamente político, más bien en una forma lo más radical posible: en sentido etimológico.

Es este impulso que una  vez me ha hecho escribir en 1976 como conclusión de otro poema mío, como una propuesta de autoepitafio: “No he creído en nada”.

Para mí, en la actualidad, el problema de un poeta y el de sus lectores es el de transformar el impulso a la revuelta en una propuesta revolucionaria y hacer de sus propias creencias un proyecto factible. En Tiempos modernos de Chaplin, sucede que Charlot recoge en la calle un pedazo de trapo rojo de señalización que ha caído de un autocarro que pasaba. Con candidez, persigue el autocarro, agitando de manera frenética ese trapo para entregárselo a quien lo perdió. Pero de una calle transversal, sin que él se dé cuenta, aparece un grupo de manifestantes, y Charlot se encuentra de esta manera al frente de una masa de subversivos y su trapo funciona como una bandera. Y será, catastróficamente, víctima de la represión policial. Desde mi punto de vista, esta secuencia puede ser interpretada como una admirable alegoría del feliz destino del poeta. Él agita un trapo de palabras, ignorante y cortés, no importa, pero encuentra después a sus espaldas una turba que lo sigue y que transforma en acción el sentido de sus pobres operaciones verbales y les da un valor colectivo; una  turba de desconocidos que quiere, como se dice a veces y como se sueña siempre, modificar el mundo y cambiar la vida.

© Miguel Bances, de la traducción.

© Pasquale Palmieri, de la fotografía.


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Wislawa Szymborska. Poemas

Wislawa Szymborska (Kórnik, Polonia. 1923)

Wislawa Szymborska (Kórnik, Polonia. 1923)

Fotografía del 11 de setiembre

Saltaron de pisos ardientes hacia abajo—

uno, dos, todavía unos más,

más arriba, más abajo.

La fotografía los retuvo en vida

y ahora los conserva

sobre la tierra, hacia la tierra.

Cada uno se muestra íntegro

con su rostro particular

y la sangre oculta.

Todavía alcanza el tiempo

para que se esparzan los cabellos

y de los bolsillos caigan

las llaves y el dinero.

Aún están al alcance del aire,

lugares que

justamente ya se abrieron.

Solo hay dos cosas que puedo hacer por ellos-

describir aquel vuelo

y obviar la última palabra.

Un encuentro inesperado

Somos muy amables entre nosotros,

afirmamos que es agradable encontrarnos después de años.

Nuestros tigres beben leche.

Nuestros halcones van caminando.

Nuestros tiburones s ahogan en el agua.

Nuestros lobos bostezan a través de una jaula abierta.

Nuestras serpientes se sacudieron de los relámpagos,

los monos de la inspiración, y los pavos de reales de sus plumas.

Los murciélagos —como antaño— despojáronse de nuestros cabellos.

Silentes a mitad de la frase,

sonriendo sin socorro.

Nuestra gente

no sabe hablar consigo misma.

Prospecto

Soy un tranquilizante.

Eficaz en el hogar y

efectivo también en la oficina,

me siento en los exámenes

y me levanto en los tribunales.

Esmeradamente arreglo artefactos rotos-

solo tómame,

disuélveme bajo de tu lengua,

solo trágame,

solo bébeme con un poco de agua.

Yo sé que hacer con la mala suerte,

cómo echar abajo una mala nueva,

aminorar la injusticia,

iluminar la falta de Dios,

elegir un sombrero para la viuda.

Qué esperas,

confía en la compasión química.

Eres joven aún,

deberías resolver tu situación de alguna manera.

¿Quién dijo

que la vida has de afrontarla con valentía?

Devuélveme a tu abismo,

que lo llenaré con el sueño,

me estarás agradecido

por el aterrizaje en cuatro patas.

Véndeme tu alma,

no encontrarás otro comprador.

No hay otro diablo.

Las tres palabras más extrañas

Cuado pronuncio la palabra Futuro

ya la primera sílaba va al pasado.

Cuando pronuncio la palabra Silencio

la echo a perder.

Cuando digo la palabra Nada

creo algo que no se ajusta a ninguna inexistencia.

Vietnam

Mujer, ¿cuál es tu nombre? –No lo sé.

¿Cuándo naciste, de donde eres? —No lo sé.

¿Por qué has cavado un hoyo en la tierra? —No lo sé.

¿Desde cuando es este tu escondite? —No lo sé.

¿Por qué mordiste mi dedo? —No lo sé.

¿Sabes que nosotros no buscamos hacerte daño? –No lo sé.

¿De lado de quién estás? —No lo sé.

Es una guerra, debes elegir. —No lo sé.

¿Existe tu pueblo todavía? —No lo sé.

¿Son esos tus hijos? —Sí.

El primer amor

Dicen,

que el primer amor es el más importante.

Eso es muy romántico

pero no en mi caso.

Algo sucedía entre nosotros pero a la vez no,

ocurrió y acabó.

No se estremecen mis manos

con el encuentro de pequeños recuerdos,

un rollo de cartas enlazadas con una cuerda

—ni siquiera con una cinta.

Nuestro único encuentro luego de muchos años

es una conversación en dos sillas

alrededor de una gélida mesita.

Otros amores

respiran profundamente en mí.

A este le falta el aliento para poder suspirar.

Sin embargo, es así como se

consigue lo que otros todavía:

olvidarlo,

ni siquiera soñarlo,

me acostumbré a la muerte.

Nacido

Y ella es su madre,

esa pequeña mujer

causante de los ojos grises.

La barca en la cual hubo de

navegar por años hasta la orilla.

Del que apareció

en el mundo,

en la no eternidad.

Progenitora del hombre

con quien saltó a través del fuego.

Entonces es la única

que dentro de sí no lo eligió

ya hecho, completado.

Fue ella misma quien le asió

de la piel que conozco,

ató los huesos ocultos en mí.

Buscaba con la mirada

sus ojos grises

con los que hubo de mirarme.

Y es ella, su alfa

¿por qué me la enseñó?

Nacido.

Así es aquel, nacido.

Nacido como todos.

como yo que moriré.

Hijo de una verdadera mujer.

Un recién llegado de las profundidades del cuerpo.

Un vagabundo hasta el omega.

Amenazado

por su inexistencia

desde todos los lados,

en cada momento.

Y su cabeza es una contra el muro

condescendiente con el tiempo.

Y sus movimientos

intentos por evadir

la sentencia universal.

Entendí

que él ya recorrió la mitad del camino.

No, pero no me dijo nada.

—Esa es mi madre— solo eso.

Autora: Wislawa Szymborska

Versión al castellano: Marta Sowa & Aníbal Canchaya Kralewska

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Allí donde cae la flecha. Yves Bonnefoy

Yves Bonnefoy

Yves Bonnefoy

 

II

Perdido, sin embargo. Tiene que decidir casi a cada instante, y ahora no puede hacerlo. Nada le habla, nada le sirve de indicio. Incluso la idea de indicio se disipa. En la huella dejada por la palabra, en lo que es, ha llegado el agua de la desierta apariencia, y es lo único que brilla.

Cada palabra: algo cerrado, una superficie mate sin nada que vibre, una piedra.

Puede articularla, puede decir: el roble.

Pero cuando ha dicho: el roble —¿y por qué en voz alta?— la palabra permanece en su espíritu, como la llave inútil que se vuelve pesada en la mano. Y la imagen de árbol se corta, se fragmenta y se reúne más arriba, en lo absoluto, igual a cuando miramos las abolladuras del vidrio en los ventanales antiguos.

El color arrojado fuera de la imagen por la hinchazón en el vidrio. Lo que se dice una forma perforada de un falso arrebato. Como si se hubiera abierto la mano que empuña colores y formas.

 

 

V

¿Pero por qué sube ahora por esta pendiente casi escarpada, aunque los árboles estén tan tupidos como abajo, a lo largo de la estrecha encañada? Seguro que el camino no pasa por ahí.

Y desde arriba tampoco conseguirá verlo.

Y ni siquiera podrá lanzar su llamada.

Lo veo no obstante subiendo entre los troncos, por las piedras.

Ayudándose con un palo corto cuando siente el suelo resbaloso por las hojas secas entre las que siempre hay cascajo rodando entre los guijarros: con forma de rombos, filos acerados, grises, manchados de rojo.

Lo estoy viendo —e imagino la cima. Hay algunos metros planos pero tan diferentes pues los breñales llegan a veces a la altura de las ramas. La misma confusión, la misma suerte que en cualquier parte del bosque, pero aquí es así entre todo lo que vive. Un pájaro alza vuelo y no me ve. Un pino caído en noche de viento bloquea la cuesta que otra vez comienza.

Y escucho dentro de mí la voz que emerge del fondo de la infancia: Ya estuve por aquí —decía ella antaño—, conozco este lugar, aquí viví, pero fue antes de la existencia del tiempo, fue antes de mí en la tierra.

Yo soy el cielo y la tierra.

Soy el rey. Soy ese montón de bellotas que el viento ha arrastrado hacia el hueco que aún perdura entre estas raíces.

 

VI

Tiene diez años. Edad en la que uno mira el desplazamiento de las sombras, ¿o eso viene por sacudimientos? y el desgarramiento en el papel de las paredes, y el clavo plantado en el yeso, metal oxidado con ínfimos desconchados alrededor de la incomprensible materia. ¿Estará perdido? Por cierto, avanza desde hace tiempo entre los grandes enigmas. Siempre ha estado solo. Se ha sentado en el tronco del árbol caído, y llora.

¡Perdido! Es como si el más allá, que obtura la línea de fuga, viniera a inclinarse ante él y le tocara los hombros.

Levantar pues los ojos. Cuando dos direcciones se solicitan de una misma manera, en un cruce de caminos, el corazón late más fuerte y más sordo, pero los ojos son libres. Esta noche, en casa, cuando ponga los leños en el fuego como a su antojo se lo permiten: los verá arder en otro mundo.

Cuando habla para él mismo: las palabras resonarán en otro mundo.

Y más tarde, mucho más tarde, largos años después, solo, siempre solo en su habitación con el libro que ha escrito: lo cogerá entre sus manos, mirará las letras negras del título en la cartulina teñida de azul. Separará algunas páginas para que permanezcan de pie en la mesa.

Después acercará un cerillo encendido, una mancha marrón y luego negra surgirá en el color, se ampliará, se perforará, un ribete de fuego claro morderá los bordes que él aplastará con los dedos antes de levantar el folleto para volver a inscribir el signo en otro lugar de la tapa. Y ahora todo un ángulo de ésta se ha caído. El papel glaseado, blanquísimo, de la primera página, apareció abajo, afectado, amarillento por el calor.

Deja el libro. Guardará en su espíritu, no sabe aún por qué, unión de frases y ceniza.

 

VII

El ladrido de un perro acabó con sus temores. Un punto de sol entre las nubes, por la tarde. Los charcos que el escolar ve brillar en las palabras, en el horizonte de su vida, cuando introduce su pluma áspera en la confusión del precipitado dictado.

Y cualquier rama ante el cielo, debido al ensanche, a la opresión de su masa. Lo invisible borbotea, como las nacientes en los deshielos, con violencia. Y las bahías rojas, entre las hojas.

Y la luz que vuelve; la flama en la que todo comienza y todo llega a su fin.

 

Autor: Yves Bonnefoy

Versión al castellano: Jorge Nájar

Fotografía: Lucy Bonnefoy

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Poemas. Rossella di Paolo

Rossella di Paolo

Rossella di Paolo

 

Cuadrivio

¿oyes ese ruido?
son ellos
ellos que no dejan de llegar interminables
por los cuatro costados
ojo descolgado   babas   el pie en el aire
y el ruido feroz que salta de sus manos
y los envuelve como fuego
puertas cerradas    ventanas cerradas   nadie en la calle
son la cohorte de los apestados   los mendicantes
los que hacen sonar entre sus dedos
poemas de amor no atendido
tablillas de San Lázaro

 

 
Limbo

Un día puse una piedra encima de tu nombre
y me dije: iré cantando hasta mi casa.
Y canté
como una loca sobre sus piernas fuertes
como río loco canté.
Hasta que el canto empezó a hacerse agüita rala
(ni para regar guisantes)
y entre paso y paso
se me fue perdiendo un pie.
No acierto a ver el tejado de mi casa ni el árbol
más alto
¿será que me dejé el corazón bajo la piedra?
¿mi tonto corazón junto a tu nombre?

Sé que ya no llegaré a mi casa.
Sé que tampoco puedo volver.

 

 
Amor de verdura

El rey tiene barbas amarillas como los choclos
y una risa apretujada como los choclos
y tiernas sábanas verdes como los choclos
ah, y a mí cómo me gusta, como los choclos, el rey.

 

 
Loca de basural

Soy la loca que revuelve en la basura
y estoy aquí gritando tu nombre
tu nombre que aviento contra latas descartadas
(yo la descartada) y que revienta y me salpica
porque soy la loca que tú sabes
acaba de llevarse una botella al ojo
y te observa arriba entre las moscas
la loca bien trajeada con sus cáscaras
de naranja al cuello y gritando
que el sol es verde y pica
como pulga, como las mil pulgas
y qué rico es rascarse y hasta que vengas
con tus manos de policía a ordenarme la cabeza
a revisarme por todas partes como Dios manda
y a seguir el ritmo suelto del tornillo
que me está bailando
como un trompo aterrado
como un trompo.

 

 
Profesora de lengua y literatura —Ex

          Sepan que estoy viviendo, nubes,
          sepan que canto
          Javier Sologuren

Nunca más pararme frente a la pizarra —ecce femina—
con un cucharón
para meter en los platos vacíos de sus cabezas
el engrudo homérico, la berenjena eglógica
el acento esdrújulo y miserable, ni más
tizas de colores, salsas de tomate,
para abrirles las bocas
ojalá el entendimiento.
Ya no la tarjeta en la tostadora horaria
saltando con su tardanza al rojo vivo
ni exámenes para probar cuánto resisten
mis nalgas en el pupitre y cuántas tildes
puede gotear un cárdeno Faber Castell 031.
Se acabó la clase, la ilusión de mango,
todos al recreo, yo al recreo (pero sin vuelta)
al recreo de desclavarme de la pizarra
y saltar por la escalera al fin resucitada.
Último día, las rejas se levantan,
y en este valle ameno
nubes, sepan que canto
sepan que canto, bestias.

 

 
Vietato

Cierro puertas
y ventanas
de mi casa
como un puño
en mitad
de la calle
mi casa cerrada
mi boca cerrada
nadie sabrá
que estuviste aquí
desordenando
los papeles de mi mesa
los dedos de mi mano
mi corazón
ya por fin cerrado.

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Philippe Jaccottet. Cuatro poemas suizos

Philippe Jaccottet

Philippe Jaccottet

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La voz

¿Quién canta allí cuando todos callan? ¿Quién canta
con pura y apagada voz ese canto tan hermoso?
¿Será en las afueras de la ciudad, en Robinson,
en un jardín cubierto de nieve? ¿O aquí cerca
alguien que no esperaba que pudiéramos escucharlo?
No nos impacientemos
ya que el día no viene precedido, ni mucho menos,
por el pájaro invisible. Pero permanezcamos
en silencio. Una voz sube, y como el viento de marzo
le otorga fuerza a la envejecida madera, nos llega
sin lágrimas, más bien sonriendo ante la muerte.
¿Quién cantaba allí cuando se apagó nuestra lámpara?
Nadie lo sabe. Sólo al corazón que no busca
ni la posesión ni la victoria le será dado oírlo.

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El ignorante

A medida que envejezco, crezco en ignorancia;
a medida que más vivo, menos poseo y menos reino.
Un espacio a veces de nieve o a veces brillante,
mas nunca habitado, es todo lo que tengo.
¿Dónde se halla el que lo legó, el guía, el guardián?
Permanezco en mi habitación y al principio callo
[silencio doméstico, instalador de un poco de orden]
escuchando las mentiras que se alejan una a una:
¿qué queda de todo eso?¿qué le impide al moribundo
dejarse llevar por la buena muerte? ¿Qué fuerza
le hace hablar aún entre sus cuatro paredes?
Yo el ignorante, el inquieto, ¿llegaré a saberlo?
Pero ya sé realmente quién es el que habla,
y su palabra penetra con el día, aunque algo vaga:

«Como el fuego, el amor sólo establece su claridad
sobre el error y la belleza de los leños en ceniza…»

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Caminata al final del verano

Avanzamos sobre peñascos cubiertos de conchas,
placas hechas de libélulas y arena,
caminantes enamorados, sorprendidos de su propio viaje,
cuerpos provisorios, reencuentros sin fortuna.

Una hora de descanso en las terrazas bajas del litoral.
Palabras sin demasiado eco. Destellos de hiedra.
Caminamos rodeados por los últimos pájaros del otoño
y bordonea la flama invisible de los años en el madero
de nuestros cuerpos. Agradecimientos sin embargo
al viento que entre las encinas no sabe callar.

Abajo se amontona la bastedad de los muertos antiguos,
la precipitación del polvo que antaño fuera claro,
la petrificación de las mariposas y los enjambres,
y en la parte baja del cementerio semilla y piedra,
las bases de nuestro amor, de nuestras miradas y quejas,
lecho profundo del que se aleja de noche cualquier temor.

Arriba tiembla lo que aún se resiste a la derrota,
arriba brillan las hojas y los ecos de alguna fiesta;
antes de hundirse a su vez en los cimientos
los vencejos fulguran encima de nuestras casas.

Luego llega por fin lo que podría vencer nuestro infortunio,
el aire más ligero que el aire y en las cimas la luz,
tal vez las palabras de un hombre evocando su juventud,
oídos cuando la noche se acerca y que un vano ruido de guerra
por décima vez viene a molestar la exhalación de los campos.

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El poeta tardío

El poeta tardío escribe:

«Mi espíritu se deshilacha poco a poco.

Incluso la malva rosa y el pinzón me parecen lejanos
y lejanos cada vez con menor seguridad.

Llegaré incluso a solicitar
que me descarguen de este saco de luz:
¡gloria extravagante!»

¿Quién entre estas bellezas responderá?
¿No habrá alguien entre ustedes,
incluso sin decir nada, para venir en pos de él?

Vaya, como se dispersa, la manada de fuentes
que creímos haber conducido alguna vez por estas praderas…

He aquí que a partir de entonces
cualquier música de antaño se le sube a los ojos
convertida en gruesas lágrimas:

«Vuelven los alhelíes y las peonías,
la hierba y el mirlo también,
pero la que esperamos ¿dónde? ¿dónde las esperadas?
¿Acaso nunca más volveremos a tener sed?
¿Ya no habrá más cascadas
para que aprieten en sus manos la fresca cintura?

Cualquier música te aflige desde entonces
con el peso de las lágrimas».

El hombre sigue hablando,
y su rumor avanza como un arroyo de enero
con ese temblor de hojas cada vez que un pájaro
asustado huye gritando hacia allí donde la lluvia escampa.

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Autor: Philippe Jaccottet
Versión al castellano: Jorge Nájar