Ricardo Sumalavia. La ofrenda

Ricardo Ricardo Sumalavia (Lima, 1968)

Olenka estaba preparando sus maletas cuando recibió la carta. Despegó los bordes del sobre y lo abrió con cuidado, sin romperlo, y extrajo una hoja delgada de papel, de esas donde se copian moldes de manualidades o se envuelven chocolates o galletas de la suerte. La letra del texto era irregular: a veces inclinada a la izquierda, ancha y moldeada, otras a la derecha, con prisa, y algunas caprichosamente verticales. A ella no le costó descubrir que la cambiante caligrafía se determinaba por el propio mensaje que se había trazado. Después de tanto dato trivial y formulismos que anteceden a las desgracias, llegó a las letras verticales. En ellas leyó que su padre, o Javier, como aparecía en el papel, se hallaba muy enfermo. No continuó leyendo. Se dijo que aquello era una patética ironía. Esa misma mañana había recibido una llamada telefónica desde Lima que le informaba que su padre había muerto. Se llevó la carta al rostro y se cubrió con ella como si fuera un pañuelo. No quiso pensar ni decir nada; solamente aspiraba el recién percibido olor a canela que emanaba del papel.

Recién en el avión rumbo a Lima pudo darse cuenta de que había dejado olvidada la carta sobre la consola, en la sala de su departamento. Y por más que intentó, no consiguió recordar una sola palabra, ni siquiera aquella caligrafía tan curiosa que finalizaba con la rúbrica de Marina, la mujer de su padre. Lo único que permaneció en ella era el olor a canela. «Debe ser de Marina», pensó. «Supongo que es un olor perfecto para una mujer de su edad». Sonrió por esa ocurrencia. Solo la había visto un par de veces: en el momento que le fue presentada por su padre y el día en que ellos se casaron. «En aquella ceremonia estuve cerca de él por última vez», recordó.

Luego del entierro, Olenka se obligó a pensar que todo había terminado. Las condolencias, los saludos, los abrazos y despedidas de los amigos y familiares que dejó de ver por muchos años se habían sucedido apaciblemente. Fueron pocos los que trataron de indagar por la estadía de ella en el extranjero. Y gracias a las formalidades como respuesta, pronto Marina y Olenka consiguieron estar a solas. Regresaron juntas a casa y se quedaron en la sala, descansando sobre unos mullidos sillones con muchos cojines de plumas. Ellas, a su manera, estaban rendidas. Marina inclinó su cabeza, la apoyó en el respaldar del sillón y se durmió rápidamente. «Estará muy cansada», pensó Olenka, arrebujándose en su sitio, abrazando uno de los cojines, también cediendo al sueño con facilidad. Cuando despertó, no pudo evitar que sus movimientos también despertaran a la esposa de su padre. Ambas se asombraron de lo tarde que era. «Pronto anochecerá», dijo Marina.

—¿Por qué no vamos al café Los Montes? —propuso Olenka, sorprendiéndose ella misma de hacer aquella invitación y de recordar tan fácilmente el nombre de ese lugar.

Al principio Marina no supo qué decir, pero terminó aceptando. Fueron a la cochera y en medio de risas nerviosas aceptaron que ninguna de ellas se atrevería a conducir el auto de Javier (Olenka se incomodó de llamar a su padre por su nombre delante de Marina, pero era una costumbre que no abandonaría). Marina cerró las puertas del auto, no sin un ligero estremecimiento ante cada portazo: echó las llaves sobre una mesa y salió con Olenka hacia la calle, dispuesta a tomar un taxi. Durante el camino charlaron sobre los procedimientos que le continúan a los entierros. Se pusieron de acuerdo en que era necesario que Olenka se quedara unos días en la casa, hasta encaminar los trámites de la repartición de los bienes de su padre. Después permanecieron en silencio hasta llegar al café.

Ocuparon una mesa en el segundo nivel del establecimiento por sugerencia de Olenka: un espacio pequeño y cálido. Marina tomó la iniciativa y habló con soltura. Mencionó diversos nombres, personas que se vinculaban directamente con Javier. Aunque le costaba cada vez más prestarle atención, Olenka trataba de escucharla. Tenía la impresión de que algún conocido en su infancia, sin idea alguna de lo sucedido a su padre, entraría al café y le haría muchas preguntas sobre el actual estado de su familia. Para evitar esta distracción, captó un nombre al azar, Miguel, y preguntó:

—¿Quién es Miguel?

—Fue el secretario de tu padre…, de Javier —corrigió Marina—. Lo conoció hace tres años en la universidad. Era su alumno. Al parecer no era el mejor de la clase, pero Javier siempre lo vio tan metódico y convincente en sus apreciaciones que pronto se hicieron amigos. No fue de extrañarse esa amistad, era natural que a su edad Javier se proyectara en aquel muchacho.

—Parece que lo sacaste de un tratado de psicología —Olenka intentó una broma, una pésima broma—.

—Lo sé.

—¿Se lo dijiste a Javier en algún momento?

—No. No fue necesario. —Marina se acomodó en su asiento, tomó un sorbo de café y prosiguió: —Lo cierto es que se convirtió en su secretario. Yo ya no estaba para esas cosas y necesitaba más tiempo para mi trabajo en la revista. La idea me pareció perfecta. Miguel iba a la casa por las tardes, de tres a seis, y se encargaba de los archivos. Siempre fue muy meticuloso y no permitió que ningún papel se quedara sin catalogar ni fichar. Con su ayuda, Javier consiguió en un año recopilar y corregir muchos ensayos dispersos y decenas de conferencias, que se publicaron en ediciones impecables, también al cuidado de Miguel.

—Por lo que me cuentas, ya podría detestar a ese joven —interrumpió Olenka—1.

—Celos de hija única —dijo Marina, con poco convencimiento—.

—Cosas que se aprenden, ¿qué le voy a hacer?

—Es curioso, Javier una vez también dijo que podía aprender ciertos sentimientos.

—¿Y cuándo lo dijo?

—Después de que aparecieran sus publicaciones; cuando Miguel empezó a frecuentar la casa acompañado de una chica, Estela.

—No me digas más. ¿Tuviste celos de esa Estela?

—Algo que aprendí de tu padre.

—Vaya, estamos a mano.

—No tan rápido, cariño. No tan rápido.

—…

—Estela es una muchacha realmente disparatada. Siempre anda en líos increíbles. Hasta ahora no sé cómo se le ocurrió a Miguel llevar a esa chica a la casa y menos a Javier aceptarla. Bueno, en realidad, sí sé la razón. Ella es muy simpática —Marina se calló para aclarar la imagen que estaba recordando.— Eso, tiene mucha simpatía.

—¿Acaso no es bonita?

—Fíjate que no. Pero tiene a todos de vuelta y media. En la casa le dictaba a Miguel los informes y apuntes que Javier garrapateaba horas antes. Parecía que entre ellos había un acuerdo de adolescentes para mantener a esa muchacha leyendo aquellos papeles con una dicción de primariosa. Yo los miraba hacer esas chiquilladas desde mi escritorio. Y cuando ellos terminaban sus trabajos, los tres se ofrecían para llevar y recoger mi correspondencia de la casilla postal. Solo Javier regresaba. Digamos que esa fue su rutina durante mucho tiempo. Sin embargo, por esos mismos días, hubo otro cambio; la salud de Javier se quebrantó y le empezaron a sobrevenir una serie de malestares que lo anularon muy pronto en su trabajo. Visitamos muchos médicos, pero no conseguimos un diagnóstico preciso y su deterioro fue irreversible. Su único momento favorable era en el estudio, con la presencia de Miguel y Estela. Ni siquiera daba sus clases en la universidad.

—¿Fue entonces cuando murió?

—Así es. Ese día yo estaba en mi escritorio terminando de cerrar algunos sobres mientras Javier me observaba, contemplativo, sin escribir una sola línea. Miguel y Estela aún no habían llegado y todo parecía mantenerse en quietud. Terminé de sellar el último sobre y, al levantar la mirada, descubrí a Javier desfallecido al pie de su mesa de trabajo. Me levanté temblorosa y avancé con torpeza. Quise llegar hasta él pero me desmayé de pronto. Cuando recobré el conocimiento había mucha gente desconocida en el estudio. Pregunté por Javier y me contestaron de la peor manera que habían querido llevarlo a una clínica, pero que había muerto en el camino. Otra vez sentí desvanecerme y, recién entonces, me di cuenta de que Miguel y Estela me sostenían de los brazos.

Al salir del Café Los Montes caminaron unas cuantas calles. Llegaron hasta muy cerca de la universidad donde Javier había sido profesor y Marina dijo que era probable que Miguel se encontrara por ahí. Y, en efecto, él apareció en su auto por una avenida principal. Olenka reconoció haberlo visto en el velorio y el entierro, a una prudente distancia de los familiares. Se acercó a ellas y se ofreció a llevarlas. Olenka, sin embargo, se negó instintivamente y dijo con amabilidad que prefería caminar un poco más.

—Ve tú —le dijo a Marina, y continuó caminando sin esperar una respuesta.

Olenka bajó por las escaleras y se dirigió directamente al estudio. Recién había despertado de una siesta y quiso leer un poco, sentada en el sillón que solía ocupar su padre. A través del vidrio de la puerta pudo ver que Miguel se encontraba en el estudio y de nuevo experimentó aquella sensación del día anterior al salir del café, cuando descubrió que él no era ningún muchacho, como lo calificaba Marina. Era un hombre delgado, alto y sumamente atractivo. También resaltaba una ligera inclinación de su cuerpo hacia delante que se pronunciaba por un cigarro siempre en los labios.

—Hola —dijo Olenka con voz muy baja, tratando de no sorprenderlo. Él estaba colocando unos libros en el estante.

Miguel volteó e hizo una exagerada reverencia. «Hola», escuchó ella; pero no era la voz de él, era Estela. Estaba hundida en el sillón de su padre, jugando con sus dedos en un rítmico traqueteo sobre el escritorio.

—Ella es Estela, mi amiga.

—¿Cómo estás? —Olenka supo muy bien que con la presencia de esa muchacha nada marcharía adecuadamente. Decidió salir de ahí de inmediato y agregó: solo quería escoger un libro.

—Toma uno de estos. Son muy buenos —dijo Estela, mostrando varios libros apilados sobre el escritorio cerca de ella—. Olenka se aproximó, tomó un título cualquiera y salió del estudio. Al llegar a las escaleras, un repentino vértigo la obligó a sostenerse de la baranda. Enseguida le sobrevinieron arcadas que difícilmente pudo contener. Aspiró una gran cantidad de aire y solo entonces pudo librarse del intenso olor a canela que había brotado de Estela.

Uno de los días en los que Olenka se pasaba gran parte de la tarde leyendo en el estudio, llegaron Miguel y Estela. Ella, en un impulso, salió por la puerta que da al jardín y se recostó en la pared, ocultándose cerca del marco de aquella puerta. Estuvo allí lo suficiente para escucharlos hablar de trivialidades, quedarse en silencio mientras Miguel ordenaba unas fichas, discutir, forcejear un poco, oír los resoplidos de él y las canciones que Estela tarareaba. En el momento que Olenka por fin optó por rodear la casa para poder entrar nuevamente, se detuvo en un rapto de curiosidad y echó una mirada al estudio. Entonces los pudo ver haciendo el amor sobre la tupida alfombra, acompasadamente. El atisbo solo duró unos segundos; no obstante, en ellos Olenka descubrió, entre la redondez y firmeza de los pechos de Estela, una insólita protuberancia callosa. Era un corpúsculo turgente que de modo extraño armonizaba con los movimientos de Estela e imantaba los deseos de Miguel, atrayéndolo embriagado hacia una inusitada ofrenda.

Esta visión obligó a Olenka a retroceder unos pasos. Todavía perturbada tuvo que sujetarse del alféizar para evitar un traspié. En este intento dio media vuelta y halló a Marina en un extremo del amplio jardín, recostada en una tumbona, viendo con calma la escena. Marina solo atinó a agitar el brazo, como cuando se saluda o despide.

El teléfono timbró repetidas veces antes de que Marina levantara el auricular.

—Es para ti, Olenka. Miguel quiere hablar contigo —dijo mientras tapaba la bocina con una mano—.

—¿Conmigo? ¿Y qué quiere?

—¿Cómo voy a saberlo? Toma, habla.

—¿Sí? Hola… Dime… Claro, cómo no… ¿a las cinco te parece bien?… perfecto entonces… ¿Y Estela?…Ya, entiendo… Hasta luego, pues —dijo Olenka y colgó—.

—Miguel vendrá a las cinco. Quiere charlar un rato.

Aunque Marina no le dio importancia a lo que ella le decía, Olenka se sintió algo estúpida por haberle dado explicaciones.

—Marina.

—Dime.

—¿Tú escribiste la carta para comunicarme que Javier había enfermado?

—No. Javier no quiso que te enteraras, pero Miguel y Estela me dijeron que no me preocupara, que ellos se encargarían de avisarte.

A continuación, Marina abrió un cuaderno, anotó algunas frases, después unas cifras y se detuvo a examinarlas con detenimiento. Olenka la dejó en lo suyo y subió a su cuarto.

Olenka y Miguel fueron hasta la terraza para sentarse en unas sillas de mimbre que circundaban una frágil mesa redonda. Allí encontraron una jarra de limonada muy fría y un recipiente con galletas. Sonrieron, pues sabían que se trataba de un detalle de Marina.

—No podía esperar nada menos de Marina —dijo él.

—Yo tampoco. Aunque, la verdad, todavía no sé cuánto pueda esperar de ella; yo la he tratado muy poco.

—Ocho años fuera de Lima es demasiado, ¿no crees?

Ella se admiró por la impertinencia del comentario, pero no quiso hacer notar su malestar.

—Tienes razón. Es mucho tiempo y creo que me lamento de ello— respondió mientras intentaba coger una galleta del recipiente—.

Miguel movió la cabeza aprobando todo lo que ella decía e inmediatamente dirigió el rumbo de la charla hacia otros temas. A Olenka le pareció una treta muy obvia, pero prefirió continuar con esta. Se dijo a sí misma que disfrutaba la compañía de este hombre.

Hablaron varias horas. Al entrar la noche se habían terminado las galletas y la limonada. Ella fue a la cocina en busca de una botella de vino que luego bebieron entre anécdotas risibles y maledicencias sobre personajes públicos de la televisión. Olenka lo escuchaba atenta a la desmedida gestualidad con que Miguel acompañaba sus palabras. No obstante, entre copa y copa, cuando él echaba su extenso cuerpo hacia atrás para reírse y después lo retornaba a su habitual inclinación, Olenka no pudo evitar que se presentaran ante ella fugaces imágenes obscenas de él, manipulando y disfrutando la deformidad de Estela.

Miguel le propuso ir a un restaurante concurrido y cercano. «Conviene cambiar de ambiente», le precisó. Ella solo aceptó con la condición de descorchar otra botella de vino y beber unas copas.

—Es un trato —aseveró él—. Voy a la cocina a traerlo de inmediato. No olvides que yo conozco esta casa mejor que tú.

Se puso de pie y se mostró descomunal y cómico ante aquella mesa tan pequeña. Él dijo algo gracioso y, moviendo sus hombros en un paródico baile, fue a la cocina. Olenka, movida por un arrebato de ansiedad, no quiso esperarlo y resolvió darle el alcance. Las luces de la casa aún no habían sido encendidas y ella tropezó con todo. A cada tropiezo daba pequeños gritos nerviosos que intentó ahogar tapándose la boca.

—Por aquí— gritó Miguel desde la cocina.

Ella llegó hasta la puerta y se apoyó en el quicio. Buscó el interruptor y, apenas se iluminó el lugar, dio una rápida mirada dentro. No logró encontrarlo. Tampoco se inquietó; ni siquiera al dar unos cuantos pasos y advertir de inmediato que las pisadas de Miguel se detenían detrás de ella. Se mantuvo quieta, alerta y divertida; aguardando ser tomada. Intempestivamente él la sujetó de los brazos, la llevó hacia una pared blanca y lisa y la obligó a apoyar la mejilla, los pechos y el vientre en aquella superficie fría. La mantuvo cercada con su cuerpo. Ella sentía que le restaba el aire, que la iba hundiendo en un sopor que solo se iría disipando mientras él se frotaba en ella. Luego él le permitió girar y pronto, sin dejar de besarse, entre las ansias y la agitación, se libraron de algunas prendas. Él, siempre sosteniéndola de las nalgas, la levantó hasta su altura y le permitió a ella encaramarse, separando las piernas y acoplándose con furor, consiguiendo su deseada posición entre la pared y el cuerpo de Miguel. Solo entonces Olenka empezó a morderse los labios y presionarlos a cada movimiento brusco de sus caderas, disfrutando del ritmo que le proponía.

De repente, en medio de las turbulencias de su cuerpo, Olenka consiguió percatarse de que alguien entraba a la cocina. Ella no mostró ningún azoramiento al descubrir que era Estela quien se les aproximaba pausadamente, sosteniendo un cuchillo en una de sus manos. Prefirió continuar sus movimientos con el mismo goce, con esa oscura furia contenida, y no alertó a Miguel. Ambas se observaron. Olenka, ya sin control de sí, separó los labios y bajó la mirada con debilidad, hasta detenerla en el punto donde debía estar la turgencia en Estela, en medio de ese pecho agitado. Luego la vio levantar el brazo, tomar impulso y dejar caer todo su peso sobre el cuchillo que se iba enterrando en la espalda de Miguel, con aparente lentitud y seguridad. Él parecía no entender lo que sucedía, ni aceptar el creciente dolor. Todavía quieto, sus ojos permanecieron interrogantes hacia una Olenka extasiada. Él quiso decirle algo, pero su cuerpo quedó suspendido. Ni siquiera pretendió voltear; tan solo se exigió un último intento para concentrar sus fuerzas y sostenerse en pie unos cuantos segundos más. Finalmente, sus ojos se entornaron y empezó a desvanecerse. Estela no se detuvo a contemplarlos; se marchó con naturalidad, sabiéndose observada por Olenka, que aún embriagada se dejaba arrastrar hasta el suelo por el inmenso cuerpo del hombre; prefiriendo quedarse inmóvil y sin voluntad, como abrigada por la piel de un gran oso.

© Ricardo Sumalavia


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Tres pequeñas historias. Gonzalo Málaga

Gonazalo Málaga (Puno, 1968)

Gonazalo Málaga (Puno, 1968)

 

Lima, 6:00 p.m. I

Regreso a casa mientras se encienden luces en las calles. Una mujer camina por la vereda del frente, la veo, va envuelta en ropas anchas, en un abrigo y una larga falda de lana; avanza encogida por el frío, con la cabeza cubierta por una pañoleta; en los brazos sostiene algo que cubre del viento con una frazadita blanca. Alguien aparece corriendo detrás de ella; alguien que grita: ¡agárrenla! ¡está loca! Ella empieza a correr, rápidamente cruza la pista a unos metros de mi. Otra persona grita: ¡quítenle el bebé! Y otra más: ¡Está loca! ¡Se lleva un bebé que no es suyo! Un borracho saca un cuchillo de entre las ropas e intenta clavárselo cuando ella pasa, rápidamente, a su lado. La mujer sigue corriendo, pero dos personas más la interceptan: no puede zafarse, por más que lo intenta. Nos acercamos, la rodeamos. Alguien le quita la pañoleta, descubriendo su rostro: vemos que ella es en realidad un hombre. La sorpresa nos dura poco, ¡hay que quitarle el bebé!, pensamos todos. Se resiste; y en el forcejeo la cabeza del bebé se desprende: es una piedra que cae y agrieta el cemento del piso; el cuerpo descabezado es un fardo de ropa. Nos quedamos inmóviles: testigos inútiles de una escena absurda. Volvemos a caminar en silencio. Atrás queda el hombre vestido de mujer, que llora acariciando una piedra.

 

5

María, soy Felipe… vas a despertar dentro de poco; ¿crees que estás soñando? Amelie está en el hospital, esperando que la operen, ¿lo sabías? Ni Lucía ni yo iremos a visitarla. ¿Recuerdas nuestras salidas cada quince días? ¿…y las largas caminatas en que nos separábamos y cada grupo competía por llegar antes a algún lado? Tienes ojeras grandes, María, aunque no lo creas eso te hace más bella. ¿Sabes que tus compañeros de trabajo hablan muy bien de ti?, a pesar de que te encuentran un poco extraña. Me gustaste mucho la primera vez que te vi, en el carro que nos llevaba a Marcahuasi; pero luego vi a Lucía y eso cambió mi vida. ¿Sabes que desde que apareció ella no estuve con nadie más? A pesar de Amelie, que nos hacía bromas y nos seguía a todos lados. Lucía empezó a pensar que Amelie quería separarnos… ¿te lo dijo alguna vez? Ese día entró dos veces a nuestra carpa, sin avisar, dijo que para ver si queríamos cigarrillos. No le hicimos caso, la segunda vez creo que nos reímos, nos reímos muy fuerte, luego Lucía me dio un beso larguísimo. Lo que ocurrió después, a la puesta del sol, no fue un accidente, estábamos a un metro del borde, fue Amelie, ella nos empujó. No le hemos dicho nada, no hemos ido a buscarla; pero si vas al hospital dile que la estamos esperando, que ya no falta nada.

 

7

Seguramente me recuerdas, yo estaba en el último año de la Escuela de Bellas Artes cuando tú recién ingresabas; yo era el que recubría de pintura a sus modelos para luego estamparlas en posturas forzadas sobre los lienzos. Lo hice porque sabía que no tenía las habilidades que vi en muchos desde mi primer año, por eso decidí hacer algo distinto, y a todos les pareció original… me gradué con honores, lo sabes. Calificaron mis obras de esculturas sobre tela, las equipararon a libros que guardaban la dicotomía de la luz y la oscuridad; mis cuadros eran como las hojas del libro del bien y del mal, decían, al ver los cuerpos, dolorosamente flexionados, de mis modelos desnudas. Pero después de salir me avergoncé de mis obras, sentía que eran una farsa, y yo el farsante más grande. Me deprimí mucho. Creo que quise matarme… Empecé a enseñar en la escuela, y apareció Tomás; él me hizo sentir nuevamente como un artista; verlo, ver cómo me veía con tanta atención en las clases, era como si alguien me agarrara a mordisquitos e hiciera sentir vivo cada centímetro de mi cuerpo. Pero había algo que no me decía, que tuve que preguntarle muchas veces, porque me veía y no me decía nada. ¿Qué quieres? ¿qué quieres?, le insistía mientras salían los demás. Él callaba y me veía y se iba… hasta el día en que nos citamos cerca de su casa… él me vio nuevamente, de esa misma manera, se me acercó más y, sosteniendo una cuerda en ambas manos, me dijo: “siempre he deseado matar a alguien”.

 

Autor: Gonzalo Málaga

Enrique Prochazka. Golpe de timón

Enrique Prochazka

Enrique Prochazka

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Era un ciclista salvaje, pero no estaba interesado en los paseítos que se daban sus colegas en sus bicicletas de tres mil dólares. Para Víctor la suya era un medio de transporte, no un lujo: y por eso una inmensa fuente de placer. Ninguno de sus triunfos en la selva financiera, ninguno de sus cartones valía sin esos feroces quince minutos nocturnos, de regreso hacia su departamento. Atravesaba los cruces de semáforo en rojo, su celular microscópico saltando en el bolsillo del pantalón deportivo, los automovilistas asegurando en voz alta cosas sumamente profanas sobre su linaje. Llegaba al edificio rebosando de adrenalina, para ducharse, poner algo de música y cenar ligeramente.

Jamás salía. Usaba las noches para considerar su día, atender largamente el correo electrónico y ver algo en el cable. Las mujeres no lo desvelaban. Alguna vez tuvo un conflicto amoroso, que le pareció fantasmal en contraste con la nitidez de su dosis diaria de trabajo en la Corporación. Se enamoró sin ser correspondido y sufrió su porción; pero le hubiera gustado ensanchar la escasa magnitud del laberinto en su pecho sólo para poder hacerse cargo de algo complicado. Olvidó a la niña, y nunca dijo una palabra para defender que lo que todos creyeron despecho había sido en verdad aburrimiento. Convertir a su equipo de trabajo en un sistema experto y optimizar todos los procesos de la Corporación era satisfactoriamente difícil y harto más apasionante.

Lo habían contratado para una gerencia hacía medio año apenas, y ya su oficina lideraba las actividades de la mitad de las empresas del grupo. No es que tuviera mando alguno en lo que hicieran, pero Víctor no podía dejar de ser quien era, de trabajar cada día tres horas más que las doce que dedicaban los otros gerentes, de meterse en todo, de solucionarlo todo, de avanzar en direcciones novedosas cuando a nadie se le ocurría siquiera que esas direcciones pudieran existir.

Ahora, la Corporación enfrentaba tal retahíla de dificultades que las soluciones no podían provenir de un solo frente. Las exportaciones a Europa decaían, un competidor tradicional estaba subiendo demasiado en el mercado local, y desde hacía unas semanas los amigos de la banca los trataban con una cortesía escalofriante.

Pero él era Víctor, el Víctor que había empezado su aventura empresarial mientras todavía no terminaba la universidad, importando maquinaria textil a un tercio de su valor y vendiéndola al doble. El Víctor que después de terminar dos MBA’s hizo una pequeña fortuna con una firma consultora en la que empleó a sus ex profesores. El Víctor que, cuando estuvo con los japoneses, los desconcertó salvando sucesivamente de la quiebra a dos empresas que le dieron para llevarlas al matadero; la segunda terminó el año dando utilidades nada desdeñables. Cuando la crisis alejó a los nipones le llovieron ofertas de trabajo. Fue él quien eligió a la Corporación, no al revés.

En esa trayectoria de diez años de eficacia había profesionalizado el estrés y había adquirido algunas malas costumbres. La primera era la de salirse siempre con la suya. Perder no era una opción y nadie que sobreviviera a una semana de trabajo a su lado iba a olvidarlo nunca. La segunda era un pesado juguete que esperaba en un cajón, y al que llamaba cariñosamente «Plan B». Feliz con el tinte dramático que daba al asunto, lo consideraba su opción cuando perdiera. Nunca le había hecho falta; siempre estaba el arrebato de ese regreso a casa dándole alternativas a la muerte sobre el agresivo asfalto de la ciudad.

Como su ruta de retorno —como todos los demás procesos de su vida— el ascenso al departamento estaba optimizado al límite. El arribo a casa y la carrera vertical de treinta y cuatro escalones (le disgustaba esperar el ascensor para solo dos pisos) eran la diaria culminación de una existencia tensada por la eficacia.

Ahora, sin embargo, algo lo perturbaba. Uno de esos detalles en los que normalmente no se repara pero que, una vez que se los ha observado, no dejan de molestar. Era una nimiedad, una estupidez. Descubrió que siempre que —ya a pie— atravesaba la gran puerta metálica del edificio, mientras sujetaba el asiento con la mano derecha para dejar que la reja automática cerrara tras de sí, el timón viraba incontrolablemente hacia el lado derecho. Ahora bien, las escaleras que conducían a su departamento estaban a la izquierda. Perdía torpes segundos en acomodar otra vez el manubrio y llevar la bicicleta en la dirección correcta. Quizá le había venido ocurriendo desde siempre, pero ahora que lo notaba debía corregirlo. Desde hacía días sus intentos eran inútiles; su habilidad no prevalecía contra la obcecación del timón. Que un proceso fuera indócil, podía comprenderlo; que aquello pudiera deberse a su desmaño era intolerable.

Pero esta había sido la noche de su más grande triunfo. Había logrado la fusión por la que había venido presionando durante tres meses. Gracias a su maniobra, la Corporación liquidaba a su competidor más fuerte, se hacía de muchos amigos en el sudeste asiático y él obtenía una participación en una empresa subsidiaria. Y esta noche, precisamente, había redondeado su triunfo acertándole a una solución para el enojoso asunto del timón. Todo consistía en inclinar la bicicleta hacia la izquierda durante un segundo. Todo consistía —precisó mientras derrapaba entre dos combis a la entrada del Óvalo Higuereta— en girar la muñeca y dar una mínima sacudida al asiento. «Ahora sí —se dijo— giro, sacudo… y el timón se inclinará hacia el lado izquierdo».

Dejó que el cálido flujo de la adrenalina al frenar profetizara la culminación de sus esfuerzos. Como en los días previos a la fusión, la ferocidad del estrés se compensaba con la enorme satisfacción de planear algo astuto y obtenerlo, con el orgullo de poder predecir un buen desempeño. Un orgullo que siempre tenía asidero.

Confortable con su garantía, con la tranquilidad de ser él su propio valedor, se apeó y abrió la reja del edificio. Giró la muñeca experta y sacudió el asiento; el timón dio un nítido, indubitable giro hacia la derecha, hacia el lado contrario de la puerta, como siempre.

Sin entender lo que le acababa de suceder, o acaso comprendiéndolo demasiado a fondo, Víctor se congeló allí durante unos instantes y apretó los puños. Pacientemente enderezó el timón y cargó la bicicleta los treinta y cuatro escalones, sin pensar, más despacio que de costumbre. Entre sus jadeos, un hondo suspiro le hizo recordar el «Plan B».

No encendió la luz al llegar a su departamento. Arrojó la bicicleta a un lado y marchó de frente al cajón de su mesa de noche. La pericia de diez años de gerencia proactiva se impuso sobre cualquier prudencia, cualquier temor. Él no sería el obstáculo para la aplicación de soluciones drásticas. La .38 Smith & Wesson no iba a tener que esperarlo nunca más.

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Autor: Enrique Prochazka

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Santiago Roncagliolo. El pasajero de al lado

Santiago Roncagliolo

Santiago Roncagliolo

     Fue solo un susto.

El frenazo y el golpe. Los golpes. Estás un poco aturdido, pero puedes moverte. No te duele nada. Abres la portezuela y te bajas sin mirar al taxista. Eres un turista. Tu única obligación es pasarlo bien.

Para tu suerte, un autobús frena en la plaza. Te subes sin ver a dónde va. Caminas hacia el fondo. Aparte del mendigo que duerme, no hay nadie más ahí. Te sientas. Miras por la ventanilla. La ciudad y la mañana se extienden ante tus ojos. Respiras hondo. Te relajas.

     En la primera parada, sube una chica. Tiene unos veinte años y es muy atractiva. Rubia. Todos aquí son rubios. Es la chica que siempre has querido que se siente a tu costado. Va vestida informalmente, con jeans ajustados y zapatillas. Su abrigo está cerrado, pero sugiere su rebosante camiseta blanca. Se sienta a tu lado. No puedes evitar mirarla.

     Notas que te mira.

     Al principio es imperceptible. Pero lo notas. Voltea a verte rápidamente con el rabillo del ojo durante solo un instante. Cuando le devuelves la mirada, vuelve a bajar los ojos. Se ruboriza. Trata de disimular una sonrisa. Finalmente, como venciendo la timidez, dice coqueta:

     ¿Qué estás mirando? ¡No me mires!

     Vuelve a apartar la vista de ti, pero ahora no puede dejar de sonreír. Hace un gesto, como cediendo a su impulso:

     ¿Por qué me miras tanto? ¿Ah? Ya sé Ahora se entristece. Se me nota ¿No? ¿Se me nota? Pensaba que no -Sonríe pícara. ¿Te la enseño? Si se me nota, ya no tengo que esconderla. ¿Quieres verla? Se da aires de interesante, pone una mirada cómplice y habla en voz baja, como si transmitiese un secreto. Está bien, mira.

Se abre el abrigo y deja ver una enorme herida de bala en su corazón. El resto del pecho está bañado en sangre.

Ríe pícaramente y se pone repentinamente seria para anunciar:

     ¿Ves? Estoy muerta.

     ¿Verdad que no se nota a primera vista? Nunca se nota a primera vista. No lo noté ni yo. Será porque es la primera vez que muero. No estoy acostumbrada a ese cambio. En un momento estás ahí y lo de siempre: una bala perdida, un asalto, quizá un tiroteo entre policías y narcos, pasa todos los días. Y luego ya no estás. Sabes a qué me refiero ¿Verdad?

     A mí, además, me dispararon por ser demasiado sensible. De verdad. Por solidarizarme. Íbamos Niki y yo a una pelea de perros. Niki es mi novio y es héroe de guerra. Sí. De una guerra que hubo hace poco… No. No recuerdo dónde. Niki tiene un perrito que se llama Buba y una pistola que se llama Umarex CPSport. Pero al que más quiere es a Buba. Es un perro muy profesional. Ya ha despedazado a otros tres perros y a un gato. No deja ni los pellejos. Increíble. A Niki le encanta. Es su mejor amigo, de hecho. Entonces, íbamos en el auto, y Niki y Buba iban delante. Yo iba en el asiento trasero. A Niki le gusta que nos sentemos así, dice que es el orden natural de las cosas. Niki es muy ordenado con sus cosas. Y muy natural.

     Saliendo de la ciudad hacia el… ¿perródromo? No, eso es para carreras ¿Cómo se llama donde hay peleas de perros? Bueno, íbamos para allá y paramos en una gasolinera para que Niki fuese al baño. Aparte de una pistola y un perro, Niki tiene problemas de incontinencia, pero no se lo digas nunca en voz alta, de verdad, por tu bien. O sea que Buba y yo nos quedamos a solas en el auto. Perdona que me interrumpa, pero no me mires demasiado la herida, por favor. Odio a los hombres que no pueden levantar la vista del pecho de una. Y a las mujeres también. Si no estuviera muerta, llamaría a Niki para que me haga respetar. ¿OK? OK.

     Bueno, sigo: estamos en el auto, ¿no? Buba y yo. Y Buba me empieza a mirar con esa carita de que quiere ir al baño. O sea, no al baño, porque es un animal, ¿no? Pero a lo más cercano a un baño que pueda ir, ¿OK? Y me mira para que lo lleve. De verdad, no creerías que es un perro asesino si vieras la cara que pone cuando quiere ir al baño. Se le chorrean los mofletes, se le caen los ojos y hace gemiditos liiindis. Así que lo miro con carita de pena, lo comprendo, ¿me entiendes? y le abro la puerta para que pueda desahogarse.
Buba baja y yo lo acompaño unos pasos, pero luego veo que en la tienda de la gasolinera hay una oferta de acondicionadores Revlon, así que me detengo porque es algo importante y él sigue. Y entonces, aparece el otro perro. O sea, una mierda de perro, perdón por la palabra, ¿no?, un chucho callejero y chusco con la cola sin cortar y las orejas caídas ¿Has visto a los perros sin corte de orejas y cola? Aj, horribles. Pues peor.
Bueno, te imaginarás, ¿no? El chusco se pone a ladrar, Buba se pone a ladrar, se caldean los ánimos, los acondicionadores Revlon solo están de oferta si te llevas un champú, Niki no termina nunca de hacer pila y, de repente, la persecución de Buba al otro, los ladridos, los mordiscos. Lo de siempre, excepto el camión. Lo del camión si que no había cómo preverlo porque, o sea, no es que una pueda adivinar el futuro. Sabes a qué me refiero, ¿verdad? Yo llegué a escuchar el frenazo y el quejido perruno. Francamente, por esa mariconada de quejido, yo pensé que había chancado al chusco.

     Pero no fue así.

     Cuando Niki salió del baño y vio a su perro, yo ya estaba buscando protectores solares. Niki se arrodilló junto a Buba, le besó las heridas, se puso de pie y vino directamente hacia mí. Yo lo recibí con una sonrisa, pensando, mira, qué bien, ¿no? Nosotros estamos vivos, o sea, ha podido ser peor. Y él me recibió con cuatro disparos de la Umarex CPSport. Es amarilla la Umarex CPSport ¿Alguna ves has visto una pistola amarilla? Niki tiene una.

     Lo demás de estar muerto es rutinario. Sabes a qué me refiero, ¿verdad? Es aburrido, porque ya nadie que esté vivo te escucha. Eso sí, vienen por ti, te llevan en una camilla, o sea, ya estás muerta pero igual te llevan en una camilla y en una ambulancia. Qué fuerte, ¿no? Como si estuvieras viva. Eso te hace sentir bien, ¿no? Valorada. Te llevan a una clínica privada, llenan unos papeles y ahí te guardan. Hace frío ahí.

     Hace mucho frío.

     Ya ahí conoces otros cadáveres, te comparas con ellos, te das cuenta de que estás mucho mejor que ellos, o sea, te ves bien a pesar de las dificultades ¿No? Y eso es importante para sentirte bien contigo misma. Claro, la herida no ayuda, pero no te imaginas cómo está la gente ahí ¿Ah? O sea, no se cuidan nada. Y eso que son gente bien, ¿ah? No creas que a cualquier muerto lo llevan a una clínica de esas.

     Al principio sobre todo te sientes bien insegura. Es como si te diera la regla pero sin parar y por el pecho. Entonces, es bien incómodo. Pero luego llega un doctor guapísimo, de verdad. Sabes a lo que me refiero, ¿no? Entonces, están tú y él a solas, pero no como con Buba en el auto, sino distinto, porque tú estás muerta y él no es un perro, es como más íntimo, ¿no? Y él empieza a tocarte, a acariciarte, masajearte, pasa sus manos por tu cuerpo. Y están calientes sus manos. La mayoría de las cosas vivas están calientes. Y luego te abre en canal para buscar cosas en tu interior. Y, ¿sabes qué? Sientes… no sé… sientes que es la primera vez que un hombre tiene interés en tu interior. No sé. Es como muy personal. Pero te dejas, permites que sus manos recorran tu anatomía, te parece que nadie te había tocado antes en serio. Y te da un poco de penita, de verdad. Hay cosas que yo no sabía que tenía, que en toda mi vida nunca lo supe, como el duodeno, la aorta, el esternocleidomastoideo, ¿no? El tríceps si sabía, por el gimnasio. Y te dices, pucha, me habría gustado saber que tenía todo esto porque, no sé, ¿no? Es parte de ti y tienes que vivir con eso y este hombre las descubre para ti. No sé cómo explicarlo. Es algo supersuperpersonal. De haber tenido fluidos, creo que hasta habría tenido un orgasmo. ¿Y sabes por qué hace eso el forense? ¿Por qué me lo hizo a mí con ese cariño? No sé, lo he estado pensando un montón, no creas, y… creo que lo hace porque a mí no se me nota. Claro, si me miras bien, sí. Pero a primera vista no se me nota lo muerta. Yo creo que al forense le gustan las muertas poco ostentosas. Yo soy muy sencilla. Y tú también, de verdad. Si no hubiera visto tu accidente en el taxi, hasta pensaría que estás vivo. Uno te tiene que mirar bien para darse cuenta, pero al final, un ojo con experiencia puede percibirlo.

     Es por tu mirada, creo.

     Tienes ojos de muerto.


Autor: Santiago Roncagliolo
Fotografía: Archivo
El País