Blanca Varela. Camino a Babel

blanca varela

(Lima, 1926 – 2009)

 

I

 

un alma sí un alma que anduvo por las ciudades

vestida de perro y de hombre

un alma de gaznápiro

 

pájaro errante que acostumbra anidar

a la intemperie a la hora precisa de

las catástrofes y de las grandes migraciones

 

pájaro de la urbe

pájaro de la cocina

escoria azul de la mañana que interrumpe

nuestras meditaciones nocturnas

 

un súbito un impensado un imperioso cacareo

de pajarraco solar encaramado en el árbol mañanero

que destila café instantáneo

y angustia

hiel áurea amarga conciencia ausencia

automática de dios inminencia de la mirada

extraña y delimitadora

orfandad amorosa

 

 

 

II

 

si yo encontrara un alma como la mía

eso no existe

pero sí la musiquilla dulzona y apocalíptica

anunciadora del contoneo atávico

sobre el hueco y el tembladeral

 

y la carne dormida

sobresaltada

mar perseguido mar aprisionado mar calzado

con botas de 7 leguas

7 colores 7 colores 7

cuerpo arco iris

cuerpo de 7 días y 7 noches

que son uno

camaleón blanco consumido en el fuego

de 7 lenguas capitales

 

mar settimana

 

cuerpo orilla de todo cuerpo

 

pentagrama de 7 notas exactas

 

repetidas constantes invariables

 

hasta la consumación del propio tiempo

 

ergo

1     detén la barca florida

 

2     hunde tu mano en la corriente

 

3     pregúntate a ti mismo

 

4     responde por los otros

 

5     muestra tu pecho

 

6     da de tu mar sediento

 

7     olvida

 

amén

 

 

 

III

 

pero sucede que llegó la primavera y decidimos echar

abajo techos y paredes sitio sitio para el cielo para

sus designios dormidos con los animales a campo raso

juntos el uno sobre el otro el uno en el otro.

soledad infinita del amor bajo toda luz.

 

y desperté a la mañana siguiente con su cabeza sobre mis

hombros ciega por sus ojos       bianca alucinatta tutta.

 

a césar lo que le pertenece y al cielo la espalda sacudida

por el amor y el temor y el tedio y la esperanza, etc.

pasó a toda máquina la primavera    pintando

 

la casa estaba intacta ordenada por sus fantasmas habituales.

 

el padre en el sitio del padre la madre en el sitio de la madre

y el caos bullendo en la blanca y rajada sopera familiar

hasta nuevo mandato

 

 

 

IV

 

y sucedió también que

fatigados los comediantes

se retiraron hasta la muerte

y las carpas del circo se abatieron ante el viento

implacable

de la realidad cotidiana.

 

y si me preguntan diré que he olvidado todo

que jamás estuve allí

que no tengo patria ni recuerdos

ni tiempo disponible para el tiempo.

 

que a veces

me despierta una mirada

que ávidamente se traga la oscuridad

y que esos ojos azules son restos de alguna luz

restos de algún naufragio

signos del deseo

y de la agonía del deseo.

 

y que nosotros

los poetas los amnésicos los tristes

los sobrevivientes de la vida

no caemos tan fácilmente en la trampa

y que pasado presente y futuro

son nuestro cuerpo

una cruz sin el éxtasis gratificante del calvario

y que no hay otra salida

sino la puerta de escape que nos entrega

a la enloquecedora jauría de nuestros sueños

nosotros o ellos

acertijo joker moneda perdida en el aire.

tibios temblorosos nonatos

sin estirpe ni prole

dispuestos siempre.

 

 

 

V

 

aquí un alto en la jornada al escoger una marcha militar

un sorbo de cualquier bebida gaseosa de preferencia

cerveza cualquier necesidad física al aire libre      cigarrillos

abandono y goma de mascar

 

 

VI

 

y cuando ya

en el piso del vértigo como una tórtola de ojos dulces y rojos

empollas

meciéndote en el andamio que cruje

qué puede importarte.

nada te toca

ni la nube cargada de eléctrica primavera

que envidiabas no hace mucho

ni el recuerdo satinado obsesivo

del pecho que te hechizaba desde lejos

ni los pregones callejeros

de la putañera fortuna

que te invitaba a bailar

algunas noches de ronda.

harta de timo y de milagros

de ensayar el trapecio hasta la parálisis

de la iniciación de cada día

de haberte tragado el sapo con la sopa

el sapo de la náusea pura

y el sapo de la náusea práctica

et alors.

ya no te queda nada

de los dones de las hadas

sino tu hipo melancólico

y tu ombligo pequeño y negro

que todavía no se borra

centro del mundo     centro del caos y de la eternidad

como las líneas de tu mano

por donde corren ríos inmemoriales

y cataratas de tus ojos al firmamento

como única urdimbre de la realidad

oro de lágrimas

y grima de oro

y tu lengua de mil traiciones

cerrada y dulcísima

como un dátil o una aceituna

como en las coplas de los ciegos

hay un relente obcecado de eternidad y miseria.

 

 

 

VII

 

ayúdame mantra purísima

divinidad del estómago y el píloro.

 

si golpeas infinitas veces tu cabeza

contra lo imposible

eres el imposible

el otro lado

el que llega

el que parte

el que entiende lo indecible

el santo del desierto que se traga la lengua

el que vuelve a nacer forzando a la madre

de su madre

el nadador contra la corriente

el que asciende de mar a río

de río a cielo

de cielo a luz

de luz a nada.

 

 

 

© herederos de Blanca Varela

de: El libro de barro y otros poemas. Instituto Nacional de Cultura. Lima. 2005

 

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Antonio Gálvez Ronceros. Ñito

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(Chincha Alta [Perú], 1932)

Un negrito de seis años a quien sus padres llamaban Ñito paseaba la tarde de un domingo por la plaza del poblado en compañía de su padre, que lo llevaba de la mano. De pronto a Ñito le pareció que se desataban truenos en la plaza. Miró hacia el lugar de donde parecían provenir los truenos y se dio cuenta de que eran gritos: en el espacio circular del centro de la plaza un negro corpulento le estaba gritando en la cara a un negro de cuerpo menudo. Por encima de los árboles más lejanos del inmenso campo que rodeaba el pequeño poblado, bandadas de pájaros se elevaban en alboroto y quebraban de continuo el rumbo como si no encontraran por dónde escapar.

Ñito tiró de la mano del padre para volver hacia atrás, pero este lo contuvo apretándole la suya.

—¿Qué te pasa, Ñito?— le dijo muy extrañado.

Señalando con espanto el centro de la plaza, Ñito exclamó:

—¡Ese hombe gandazo va a matá a ese hombe chiquito!

—No, Ñito —dijo el padre—, no lo va a matá.

—¡Sí lo va a matá! ¡Horita mimo lo va a matá! —Y Ñito se resistía a seguir avanzando.

—Cálmate, muchacho, cálmate. Te digo que no lo va a matá.

—¡Sí lo va a matá! ¡El hombe gandazo le ta guitando pa matalo! ¡Vámono pa la casa, tata, que yo no quiedo ve matá a una gente!

—Pero si naa va a pasá, Ñito.

Entretanto, el negro de cuerpo menudo permanecía sin inmutarse frente al otro, como si fuera sordo, y las demás personas que se hallaban en la plaza —tanto las que discurrían por la vereda que circundaba la plaza como las que lo hacían por las veredas que entre jardines marchitos convergían en el espacio circular del centro— no daban muestra de que la espantosa voz llamara su atención, como si tuvieran un tapón en los oídos.

—Vámono pa la casa, tata —rogaba Ñito, a punto de llorar.

—Te digo que naa va a pasá, muchacho.

De pronto el negro corpulento comenzó a carcajear. Eran carcajadas increíblemente poderosas, como escalonados estampidos, que retumbaban en la plaza y estremecían las casas alineadas en los cuatro lados. El de cuerpo menudo también había comenzado a reír y, a pesar de que la risa del otro impedía oír la suya, se sabía que estaba riendo por la mueca con que exhibía los dientes. Los perros que husmeaban por la plaza dieron un brinco como si hubieran pisado ascuas, retrocedieron un breve trecho y, con los pelos del lomo erizados, se desataron en ladridos. Luego, como ante un peligro cuya naturaleza no lograran entender, dejaron de ladrar y huyeron a la carrera, gimiendo como si los persiguieran a pedradas. Pero la gente de la plaza continuaba paseando indiferente.

—¡Horita ya lo mata, tata! —gritó Ñito.

—¿Mata? —dijo el padre— Pero si se tan riendo.

—Se tan riyendo poque al hombe gandazo seguro que le guta matá, y al hombe chiquito seguro que le guta que lo maten.

—No, no. No e así, Ñito. A naide le guta que lo maten.

—No, tata, el hombe chiquito ta contento poque sabe que ya va a morí. Fíjate cómo se riye.

La plaza dejó de retumbar y las casas de estremecerse: el negro corpulento había dejado de reír. El otro dejó de hacerlo unos segundos después. Ñito y su padre vieron entonces que los dos hombres, abrazados, se alejaron del centro, atravesaron la vereda circundante y luego la polvorienta calzada y entraron en una tienda de bebidas y comestibles de un lado de la plaza.

—¿Vite, Ñito, cómo no lo mató?

—E que seguro quial hombe gandazo no le guta matá gente al aire sino dento diuna casa. Y al hombe chiquito seguro que tampoco le guta que lo maten al aire sino metío en una casa. Po eso sian abrazao y han entrao ahi —Y mirando con insistencia hacia la tienda, los labios pálidos y temblorosos, rogó: —Vámono ya, tata, que horita nomá va a salí desa casa un hombe meto.

—¿Qué tas diciendo, muchacho? No, Ñito. Tú tuavía ere muy chiquito y no compriendes mucha cosas ni conoces a la gente que vive acá ni a toa la que vive en el campo. Ese hombe gandazo e don Filemón Lirio, el único que tiene su casa al oto lao: dede ariba viene bajando al lao del río una culeirba e cerros que son purita roca. Y entre lo cerros y esa oría baja tamién una lonja e tierra llena e pieras. Con mucho taibajo don Filemón Lirio ha limpiao una partecita desa lonja y ahi siembra. Y a un laíto ha hecho su casa y ahi vive solo poque e un hombe solo. Y cuando alguien quiede hablá algún asunto con él, tiene quiacelo dede la oría dete lao poque nue faci cruzá el agua del río. Y puel mimo motivo don Filemón Lirio contesta dede la oría del oto lao. Y po la ditancia y puel ruido delagua, la convesación tiene quiacese guitando. Y en el verano comuel ruido se vuerve loco po la cargazón diagua, se tiene que guitá como siel gañote quisieda salise del pecuezo. Nuay día que a don FIlemón Lirio le fartre con quién ponese a guitá de oría a oría. Y ete modo diablá ya se le quedó prendío en el gañote. Po eso, aunque no se encuente en su oría, ya no puee hablá diotro modo. En cualquié lugá onde eté convesando, don Filemón Lirio habla con vo de trueno como sietuviera en la oría del oto lao del río. Se le nota, sobe too, los domingos cuando viene al pueblo y se pone a convesá en la plaza con alguno e sus amigos. Ya too saben quiasí habla, hata lo muchachos con do o tre añitos má que tú. Po eso ya no llama la atención. Pero tú no lo sabías poque e la pirmera ve que te taigo a pasiá en la plaza, y a mí no se me ocurió quial oílo hablá podías pensá lo que pensate… que le guitaba al oto poque luiba a matá. Don Filemón Lirio solo taba convesando. Y si depué rieron ha sido pualgo gracioso quél debe de habé dicho. Y sian abrazao poque son amigos que deben de habé etao muy contentos. Y de contentos han entrao a esa pulpería a remojá el gargüero con uno vasos de vino. Así, pue, que diay no va a salí ningún hombe mueto. lo que va a salí van a sé do hombes posirbemente mariados… Po esa bullaza que le sale del gañote, a don FIlemón Lirio lian pueto un sobenombe: Vo de Buro. Perfiero que lo sepas po mí y no pualgún muchacho, que entre muchachos nace la tentación malcriá de queré guitá el sobenombe a su dueño. Que no setiocura, pue, Ñito, decile algún día Vo de Buro, poque entonce iría a nuetra casa a dame la queja y yo no quiedo enemitame con naide po malcriadece de hijos.

Ñito se había calmado.

Dieron todavía una vuelta alrededor de la plaza y en seguida atravesaron la polvorienta calzada y salieron del ámbito de la plaza por una estrecha calle que iba directamente a las afueras. La calle, como las demás, era un terral con modestas casas de fachadas arruinadas por el polvo, y pronto la dejaron atrás y con ello el pequeño poblado y entraron en un ancho camino orillado de árboles frondosos que se internaba en línea recta en el campo. Por su trazo recto el camino ofrecía a la vista toda su profundidad: tenía apariencia de interminable, pues en su lejanía era solo un puntito que parecía estar en el otro lado del mundo. Iban de regreso a casa.

La marcha por aquel camino no tenía cuándo acabar, pero se hacía menos fatigosa gracias a la sombra que brindaban con generosidad las dos hileras de árboles y gracias también a la hojarasca que impedía que la arenisca del suelo retuviera las pisadas. Ñito y su padre se desviaron por un angosto sendero cercado de arbustos, y el ancho y recto camino siguió adelante, quién sabe hasta dónde.

Desde que habían salido de la plaza caminaban en silencio. Al fin uno de ellos habló. Fue Ñito:

—Tata…

—¿Sí?

—¿Si yo le guitara Vo de Buro a don Filemón Lirio…

—¡Cómo, Ñito! —lo interrumpió el padre, sorprendido—. ¿Acaso no entendite lo que te dije?

—Sí, tata, sí entendí.

—¿Y entonce po qué se lo vas a guitá?

—No se lo vua guitá, sino que yo quiedo sabé.

—Sabé qué.

Hablaban sin detener el paso.

—Si yo le guitara Vo de Buro —dijo Ñito— y él juera a nuetra casa a darte la queja, ¿su vo tumbaría la casa?

—No —dijo el padre. Pero luego, dudando de que Ñito hubiera quedado convencido del motivo por el que no debía gritarle a don Filemón Lirio su sobrenombre, creyó que esta era la oportunidad de ser más persuasivo—. Güeno… —agregó— Creo que sí… Sí, su vo tumbaría la casa.

De nuevo el silencio.

Tras largo trecho, Ñito volvió a hablar:

—Tata…

—¿Sí?

—Yo no quiseda viví nunca al oto lao de riyo.

—No te peorcupes que no vivirás allá.

—Poque si yo vivo allá, cuando seya gande se cayerá esa casa po cuadquié cosa que yo diga.

—No te peorcupes que no vivirás allá.

—Poque yo no quiedo que cuando seya gande y un domingo me ponga a convesá en la plaza, se asuten lo niños y se epanten lo perros.

—No te peorcupes, Ñito, que no vivirás allá.

—¿Entonce, tata, nunca iremo a viví al oto lao del riyo?

—Así e, Ñito. Siempe seguidemo viviendo en la casa que ahoda ocupamo.

—¿Y entonce cuando yo seya gande seguidé con mi vo chiquita y degadita?

—Sí, clado que sí. Seguidás con tu vo chiquita y degadita.

—¡Ta güeno, tata! —dijo Ñito, feliz.

Ya estaban llegando a casa y el perro que criaban les salió al encuentro, agitando la cola y haciendo piruetas. Era un perro de tamaño mediano. Mientras el padre entraba en la casa, Ñito se agachó, abrazó al animal y se sintió inundado de dicha con el contacto de ese cuerpo tibio y palpitante. Luego le cogió las patas delanteras y se irguió. El perro quedó sobre las patas traseras, con la cabeza a la altura de la de Ñito.

—Yando —le habló, mirándolo a los ojos—, tú no te epanta de mí poque mi vo e chiquita y degadita, ¿verdá? —El perro, moviendo de modo persistente el cuerpo y la cola, le lamía las manos y a veces la cara. Ñito, de lo dichoso que se sentía, decidió hacer de la voz de don Filemón Lirio un juego divertido mediante un remedo de esa voz. Sabía que nadie podía alcanzar su potencia terrible. Por eso se propuso no gritar: simplemente, decir algo engrosando la voz. Entonces, entrando en simulación, arrugó el ceño, puso en el perro una mirada torva y agregó: —Pero si mi vo juera como la del hombe del oto lao del riyo… —La voz le brotó tan disonante que nadie hubiera podido reconocer en ella su habitual voz infantil. Al instante el perró alzó las orejas, fijó una mirada de perplejidad en los ojos de Ñito e inmovilizó el cuerpo, como si tuviera la certeza de que en lugar de Ñito hubiera un extraño. Luego pareció dudar porque, inclinando repetidas veces a uno y otro lado la cabeza, le fue recorriendo con la mirada diversas zonas del rostro, y acabó por volver a fijar la mirada en los ojos de Ñito y quedarse enteramente quieto. Pero ahora la mirada no era de perplejidad: en su lugar se había clavado el temor, como si luego de examinarle el rostro hubiera llegado a la conclusión de quien estaba frente a él era un Ñito diferente, un Ñito que él nunca había conocido: un Ñito malvado. Y como si el instinto le advirtiera que se hallaba ante un peligro cuya causa fuera para él inexplicable, dio un tirón para desprenderse de las manos que lo sujetaban. No lo logró. En seguida hizo un brusco y desesperado movimiento hacia atrás con todo el cuerpo. Tampoco pudo desasirse. Entonces apartó la cabeza a un lado, como si no pudiera soportar la mirada que tenía encima y emitió un gemido lastimero. Ñito, que acabó por advertir el injusto sufrimiento que su inocente broma había inflingido a ese pobre animal que tanto quería, sintió una pena tan grande que, abatido por el remordimiento, se apresuró a decirle: —Mentira, Yando. Mentira, mentira, Yandito. Esa vo era de a mentira. No te asutes, Yandito —Al oír de nuevo la voz que conocía y amaba, el perro se reanimó y pronto comenzó a agitar el cuerpo y a mover la cola. Entonces Ñito, que aún lo tenía asido de las patas delanteras, hizo que estas reposaran sobre sus hombros y en seguida estrechó al animal entre sus brazos, al punto que le decía: —No tengas ñiedo, Yandito, que mi vo siempe será chiquita y degadita poque nunca iré a viví al oto lao del riyo.

 

 

 

© Antonio Gálvez Ronceros, del texto.

de: Monólogo desde las tinieblas. Peisa. Lima. 2009.

Julio Ramón Ribeyro. Dichos de Luder

ribeyro

(Lima, 1929 – 1994)

 

*

—Una cualidad que te envidiamos es haber logrado siempre evitar las discusiones —le dicen a Luder.

—No veo por qué. Entrar en una discusión es admitir por anticipado que tu contrincante puede tener la razón.

 

 

*

—Es curioso —dice Luder—. En el fondo de los ojos de las personas extremadamente bellas hay siempre un remanente de imbecilidad.

 

 

*

—Un libro magistral —dice Luder— puede ser un agregado de frases banales, del mismo modo que con una sucesión de frases geniales no se hace un libro magistral. En el arte literario, curiosamente, el todo no es la suma de las partes.

 

 

*

—Grandes artistas son los que dan origen a una escuela —dice Luder—. Pero prefiero a los que desalientan con su obra toda tentativa de imitación.

 

 

*

Encuentran a Luder abatido ante una revista abierta.

—¡Dicen aquí que mi estilo se acerca a la perfección!

—¿Y eso te molesta?

—¡Naturalmente! El gran arte consiste no en el perfeccionamiento de un estilo, sino en la irrupción de un nuevo estilo.

 

 

*

Le muestran un artículo en el que se habla de todos los escritores de su generación menos de él.

—Me libré de la redada —dice Luder.

 

 

*

—Hay tantas universidades ahora —dice Luder— que en ellas se distribuye más la ignorancia que el conocimiento. Los educadores olvidan que el saber es como la riqueza: mientras más se reparte, menos le toca a uno.

 

 

*

—Literatura es impostura —dice Luder—. Por algo riman.

 

 

 

© herederos de Julio Ramón Ribeyro

de Dichos de Luder. Jaime Campodónico Editor. Lima. 1992.

El «paisaje infinito» de la costa del Perú. Jorge Eduardo Eielson

(Lima, 1924 - Milán, 2006)

(Lima, 1924 – Milán, 2006)

 

Durante mi juventud, siempre me intrigó la visión del espacio árido que circunda la ciudad de Lima, que es la ciudad en donde nací. Siempre pensé que semejante geografía nunca habría podido generar ningún entusiasmo óptico, ninguna efusión anímica y, por ende, ningún pensamiento plástico. Y si además esta extensión inmutable aparecía cubierta por esa enorme sábana sucia que los limeños llaman cielo, el dilema se volvía aun más impenetrable.

 

Sin embargo —y esto lo debo sin duda a mi larga vida europea— lentamente filtrado, dolorosamente pensado, este puro paisaje —porque perfectamente abstracto— terminó por instalarse en mi espíritu como un imperativo pictórico vital. Ello sucedió hacia fines de los años 50. O sea después de haber digerido —en la medida de mis alcances— las mayores enseñanzas del pensamiento visual europeo, desde la gran pintura italiana y flamenca de los siglos XV y XVI, hasta las fundamentales innovaciones del Bauhaus de Weimar y el neoplasticismo de Mondrian. Sin olvidar Dadá, el surrealismo, Picasso. Ni la gran eclosión del expresionismo abstracto europeo y americano, ni la primera arremetida del «nouveau réalisme«, suerte de pop art francés anti-litteram [1]. Fue como si yo mismo —o quizás el momento histórico y cultural— estuvieran finalmente maduros para la recuperación de semejante entidad visual y táctil.

 

Comencé a sentir una falta angustiosa de territorio bajo mis pies. Como si todas mis anteriores invenciones —las primeras de las cuales fueron presentadas en Lima, en 1948, antes de mi viaje a Europa, conjuntamente con las primeras telas de Fernando de Szyszlo, en la Galería de Lima— hubieran nacido del aire, es decir, de oídas, a partir de otras invenciones, ajenas a mi propia realidad sensible y cultural. Yo no podía —ningún peruano o latinoamericano podía— trabajar a partir de la extremas posturas de un pensamiento pictórico, como el europeo. Tenía que excavar por mí mismo en esa dimensión hostil que la naturaleza y la historia me habían deparado y en la que —volente, nolente— había abierto los ojos. Este imperativo se impuso paulatinamente a través de una serie de experiencias en las que el recuerdo mismo comenzó a plasmarse de manera casi primordial y en armonía con su propia mecánica interna: cubriendo la tela de materiales y proviocando en los mismos los accidentes que la naturaleza —la erosión, el viento, el calor, la humedad, etc.— provoca en el gran lienzo del desierto. Por entonces vivía en Roma, y recuerdo que a un amigo que viajaba a Lima le encargué que me llevara, a su regreso, un pequeño saco de arena de nuestras playas. Mi necesidad de «verdad» había llegado al paroxismo. Pero creo que no había en ello nada de obsesivo. Cierto es que tras un período de varios años de trabajo sobre el mismo tema, el «paisaje» dio origen a la figura humana, rescatada igualmente a través de sus despojos —tales como estos restos de un paisaje vivido en una antigua, imborrable secuencia—, es decir a través de sus vestidos, camisas, corbatas, trajes de noche, overoles, etc. Para enseguida quedarme solo con sus elementos más significativos —tensiones de materias textiles sobre espacios desnudos, que más tarde denominé «quipus».

 

Pero, para mí, lo importante era sin duda encontrar un método que me acercara lo más estrechamente posible a la vivencia, digamos casi al ensimismamiento con el material. No manipularlo. No violentar su propia estructura, sino dejarlo actuar, apenas dispuesto en grandes superficies. Me imponía a mí mismo una actitud reflexiva sobre los derechos de la naturaleza y la precariedad de cualquier técnica artística. Y, además, si la técnica es algo que se aprende, ¿por qué no utilizar otros procedimientos, aún más antiguos que los europeos, como pueden ser los de la pintura china o japonesa, africana o precolombina? ¿Por qué acatar siempre, servilmente, la hegemonía espiritual de Europa? ¿Y sobre todo si se trataba de una tierra sembrada de algunas de las más brillantes y enigmáticas culturas del planeta? Poco a poco, el arcaico paisaje de la costa del Perú comenzó a configurarse, a llenarse de sentido a medida que mi propia visión del mismo maduraba en mi recuerdo. Pero, ¿cómo evitar que semejante transposición no arrastrara restos de otros paisajes afincados en la memoria? ¿Cómo evitar el verde de la «montaña» [2], visitada durante la adolescencia? ¿Y cómo borrar ciertos cielos mediterráneos, ciertas secretas vivencias nacidas de la contemplación y el saber? ¿Y cómo borrar viejos sentimientos unidos al recuerdo de la juventud, de la poesía, del amor? He aquí entonces que la materia se transfigura y —por virtud de la memoria— deviene paisaje interior, paisaje cultural, paisaje total. El paisaje primigenio —en su flagrante desmesura geográfica y anímica— se convierte en un «paisaje infinito». La dimensión total conduce al inevitable cero de la meditación trascendente. Quizás algo de los jardines zen aparece en estos solemnes espacios dispuestos al borde del Océano Pacífico. Como si nuestros más confusos orígenes orientales hubieran resurgido por virtud de un procedimiento quizás exacto en su motivación.

 

La presencia de la materia —en su calidad de despojo— nos recuerda nuestra propia condición carnal y su ineludible epílogo. El desierto sigue siendo —así como lo fue para nuestros antepasados— cuna y tumba de nuestro acontecer histórico. Paracas en donde se urde el misterioso tejido de nuestro destino. Ninguna técnica artística aprendida habría podido capturar este paisaje-cementerio repleto de una cuantiosa vida subterránea. Aunque la crítica pretende adjudicar a estas texturas la receta informalista, nada habría podido servir mejor al autor que su propia identidad con la arena, el mar, el cielo y su juventud pasada junto a ellos, teatro de sus primeros goces. (La mano que hoy escribe sobre esa arena, sigue siendo la misma que entonces escribía sus primeros versos sobre una hoja de papel). Y los mismos hechizos de la luz entre las dunas, las mismas olas de arena, las mismas eclosiones de rocas, las mismas huellas, el mismo hervor de la materia terrestre afloran a la memoria puntualmente, como ante un espejo. El mito del eterno retorno se ilumina una vez más. Así, el «paisaje infinito» se sucede en el tiempo y en la secuencia espacial y —cuadro tras cuadro, imagen tras imagen, fragmentos, detalles— van conformando esa geografía del alma que cada uno de nosotros lleva escondida en el fondo de la propia existencia. Escrita, pintada, filmada o vivida, ella es el escenario y el personaje central de una absoluta, perfecta representación.

 

El «paisaje infinito» es también para el autor —y seguirá siéndolo hasta sus extremas consecuencias— una exploración que se prolongará sin cesar (paralelamente a sus más variadas experiencias), como demostración de que una sola vez abrimos los ojos ante el mundo que nos rodea, y una sola vez, inexorablemente, los cerramos ante el mismo.

 

 

 

 

Notas

[1] Anti-litteram. El autor parece usar este término latino en el sentido de algo ubicado en el lado opuesto de la «literalidad» o «alfabetismo» de la formación artística académica. Cabe, sin embargo, la posibilidad de que esta palabra sea producto de una errata y que el término usado sea «ante-litteram», usado para subrayar que la existencia de este movimiento (ya en los años cincuenta) antecede de manera significativa su manifiesto formal (de 1960).

[2] La expresión «montaña», tal como la usa el autor en este texto, se aplica en el Perú a la región selvática del este del país.

 

 

© Herederos de Jorge Eduardo Eielson

Tomado de Ceremonia comentada. Textos sobre arte, estética y cultura. Fondo editorial del Congreso del Perú. Lima. 2010.

Oquendo sobre Luis Loayza

Luis Loayza y Abelardo Oquendo en Ginebra

Luis Loayza y Abelardo Oquendo en Ginebra

Cuadernos de Composición

El avaro apareció en una colección de libritos, folletitos, un proyecto editorial que se llamó Cuadernos de composición, y también la primera edición de la obra de Loayza sale bajo el nombre de este sello. Después, no me acuerdo si fue antes o después. Fue antes, antes de El avaro apareció una publicación que hicimos con Loayza que también se llamaba Cuadernos de Composición, cuya idea era convocar escritores, cuatro por vez, que escribieran sobre un mismo tema [como las composiciones de colegio]. Entonces, el asunto era darles un tema a los escritores para que escribieran sobre eso. Hicimos uno nada más, uno con el tema de la estatua, y claro, uno de los textos de El avaro aparece titulado “La estatua”. En el primer “Cuaderno” colaboramos Loayza, Sebastián Salazar Bondy, Alejandro Romualdo y yo. Después la cosa fracasó porque la gente no se animaba, ya que no quería que los comparáramos con los otros, como una especie de competencia para ver quién había escrito mejor, entonces no les interesó mucho el tema. Y hubo solamente ese par de publicaciones con el sello de Cuadernos de composición. Este relato que aparece en los “Cuadernos” es el mismo que luego aparece en El avaro, porque además hubo muy poca diferencia de tiempo entre una cosa y otra. Él ya tenía esos textos escritos. Sí, además él, tramposamente, o ventajosamente, mejor, fue el que propuso el tema, ya lo tenía listo.

Carácter

Lo peculiar en él es que parece una persona asocial, ¿no es cierto?, pero no es nada asocial. Es una persona como cualquier otra, muy sociable, muy buen conversador, gentil, muy amable con las personas. Lo que pasa es que no le gusta, no le gustan grupos grandes, no le gusta aparecer, no le gusta ser el centro de atención, y es más bien retraído, de pocos amigos. No impopular, porque no lo es, no lo era tampoco. Esto lleva a que nunca haya dado una entrevista, a que no le interese absolutamente si hablan o no hablan de él. Le tiene completamente sin cuidado. No se ha promocionado nunca, el ejercicio de la literatura para él es realmente una vocación a la que responde cuando le provoca. Nunca se ha forzado a escribir, o sea, si a él le provoca escribe. Ahora lleva varios años sin escribir, le pregunté últimamente en París si tenía algún proyecto y me dijo tener allí unas cosas pero que todavía no se había animado a ponerse a trabajar. Yo espero que lo haga porque no está trabajando absolutamente en nada. Ya se jubiló de las Naciones Unidas, él trabajaba en Ginebra en la ONU, pero ha seguido trabajando por contratas, hasta que decidió irse a París; se compró un departamento allí y ha abandonado Ginebra y no va a recibir más contratos.

Clases de derecho

Sus textos circularon mucho en manuscritos entre el círculo de amigos. Yo conocía El avaro antes de que se publicara, y también lo conocían algunos condiscípulos suyos de la Facultad de Derecho de la Católica. En varios de esos textos, casi todo el “Vocabulario”, por ejemplo, fueron escritos durante las clases de derecho. Luego él nos enseñaba lo que había escrito entre las clases.

Lima

Él venía a Lima hasta que murieron sus padres. Después de muertos sus padres no ha vuelto y no piensa venir; hace como 20 años que no viene. Es muy apegado, eso se puede ver en sus textos, muy apegado al recuerdo. Sus placeres, más que los placeres de la vida, son los placeres de la memoria. Él tiene un profundo afecto, una vinculación muy afectiva a la Lima, a la Miraflores que conoció, sobre todo en la que vivió, y también a ciertas personas. Lo que veía en sus continuas visitas bienales a Lima, era, bajo algunos aspectos, una decadencia; bajo otros aspectos, el paso arrollador de lo que llaman progreso. Entonces, Miraflores empezaba a cambiar y no precisamente para mejora. Por ejemplo, la avenida Pardo era una preciosa avenida con ficus y con casas grandes. Pero claro, las pistas eran muy estrechas y el tránsito se hacía absolutamente imposible. Fue creciendo el parque automotor, como le dicen, y además a raíz de los ficus, que son árboles muy poderosos, malograban las pistas y las veredas, empezaban a quebrarlas, a empujarlas y les hacían ondulaciones y eso era insostenible, por ello había que cortar. La avenida Benavides, ahora llena de edificios, estaba con esos ranchos miraflorinos tan bonitos, con sus jardines adelante, tenía una doble vereda, luego se tiraron los árboles abajo, se amplió la pista para satisfacer las necesidades del tránsito, empezaron a desaparecer las casas y a aparecer los edificios. Lima se convirtió en una cochinada. Lima era el lugar al que uno iba en corbata al centro. Entonces, todo eso lo afectaba realmente y en un momento dijo “para qué voy a volver a Lima si lo único que hago es dejar que devaste mi memoria”. Es un rasgo de profunda afectividad que tiene, pero se cuida mucho de demostrarlo, es muy íntimo.

Revistas

La colección Cuadernos de composición la inventamos Loayza y yo. Nosotros fuimos y le pedimos a Romualdo y a Sebastián y apareció este único número. Quisimos seguir haciéndolo, pero no encontró acogida, además queríamos una cosa barata, que tenga pocas páginas y la financiábamos nosotros. Lo mismo la revista, ese primer número lo financió Loayza. Invirtió el sueldo que le acababan de pagar y publicamos el primer número de Literatura. Después hicimos otra revista que tiene el record en el Perú, ya que por lo general mueren en el número uno. Esta murió en el número cero. Sacamos un número de prueba que se llamó Proceso, y esa revista la sacamos Mario Vargas, Loayza, Sebastián, Hugo Neyra y yo. La significación no estaba en una cosa gradual, que es un proceso, sino en el proceso judicial. Pensábamos procesar aquí a la literatura peruana, pero se murió en el número cero.

[Lima, 09 de diciembre de 2004]

Fotografía: Archivo diario El Peruano