
(Chincha Alta [Perú], 1932)
Un negrito de seis años a quien sus padres llamaban Ñito paseaba la tarde de un domingo por la plaza del poblado en compañía de su padre, que lo llevaba de la mano. De pronto a Ñito le pareció que se desataban truenos en la plaza. Miró hacia el lugar de donde parecían provenir los truenos y se dio cuenta de que eran gritos: en el espacio circular del centro de la plaza un negro corpulento le estaba gritando en la cara a un negro de cuerpo menudo. Por encima de los árboles más lejanos del inmenso campo que rodeaba el pequeño poblado, bandadas de pájaros se elevaban en alboroto y quebraban de continuo el rumbo como si no encontraran por dónde escapar.
Ñito tiró de la mano del padre para volver hacia atrás, pero este lo contuvo apretándole la suya.
—¿Qué te pasa, Ñito?— le dijo muy extrañado.
Señalando con espanto el centro de la plaza, Ñito exclamó:
—¡Ese hombe gandazo va a matá a ese hombe chiquito!
—No, Ñito —dijo el padre—, no lo va a matá.
—¡Sí lo va a matá! ¡Horita mimo lo va a matá! —Y Ñito se resistía a seguir avanzando.
—Cálmate, muchacho, cálmate. Te digo que no lo va a matá.
—¡Sí lo va a matá! ¡El hombe gandazo le ta guitando pa matalo! ¡Vámono pa la casa, tata, que yo no quiedo ve matá a una gente!
—Pero si naa va a pasá, Ñito.
Entretanto, el negro de cuerpo menudo permanecía sin inmutarse frente al otro, como si fuera sordo, y las demás personas que se hallaban en la plaza —tanto las que discurrían por la vereda que circundaba la plaza como las que lo hacían por las veredas que entre jardines marchitos convergían en el espacio circular del centro— no daban muestra de que la espantosa voz llamara su atención, como si tuvieran un tapón en los oídos.
—Vámono pa la casa, tata —rogaba Ñito, a punto de llorar.
—Te digo que naa va a pasá, muchacho.
De pronto el negro corpulento comenzó a carcajear. Eran carcajadas increíblemente poderosas, como escalonados estampidos, que retumbaban en la plaza y estremecían las casas alineadas en los cuatro lados. El de cuerpo menudo también había comenzado a reír y, a pesar de que la risa del otro impedía oír la suya, se sabía que estaba riendo por la mueca con que exhibía los dientes. Los perros que husmeaban por la plaza dieron un brinco como si hubieran pisado ascuas, retrocedieron un breve trecho y, con los pelos del lomo erizados, se desataron en ladridos. Luego, como ante un peligro cuya naturaleza no lograran entender, dejaron de ladrar y huyeron a la carrera, gimiendo como si los persiguieran a pedradas. Pero la gente de la plaza continuaba paseando indiferente.
—¡Horita ya lo mata, tata! —gritó Ñito.
—¿Mata? —dijo el padre— Pero si se tan riendo.
—Se tan riyendo poque al hombe gandazo seguro que le guta matá, y al hombe chiquito seguro que le guta que lo maten.
—No, no. No e así, Ñito. A naide le guta que lo maten.
—No, tata, el hombe chiquito ta contento poque sabe que ya va a morí. Fíjate cómo se riye.
La plaza dejó de retumbar y las casas de estremecerse: el negro corpulento había dejado de reír. El otro dejó de hacerlo unos segundos después. Ñito y su padre vieron entonces que los dos hombres, abrazados, se alejaron del centro, atravesaron la vereda circundante y luego la polvorienta calzada y entraron en una tienda de bebidas y comestibles de un lado de la plaza.
—¿Vite, Ñito, cómo no lo mató?
—E que seguro quial hombe gandazo no le guta matá gente al aire sino dento diuna casa. Y al hombe chiquito seguro que tampoco le guta que lo maten al aire sino metío en una casa. Po eso sian abrazao y han entrao ahi —Y mirando con insistencia hacia la tienda, los labios pálidos y temblorosos, rogó: —Vámono ya, tata, que horita nomá va a salí desa casa un hombe meto.
—¿Qué tas diciendo, muchacho? No, Ñito. Tú tuavía ere muy chiquito y no compriendes mucha cosas ni conoces a la gente que vive acá ni a toa la que vive en el campo. Ese hombe gandazo e don Filemón Lirio, el único que tiene su casa al oto lao: dede ariba viene bajando al lao del río una culeirba e cerros que son purita roca. Y entre lo cerros y esa oría baja tamién una lonja e tierra llena e pieras. Con mucho taibajo don Filemón Lirio ha limpiao una partecita desa lonja y ahi siembra. Y a un laíto ha hecho su casa y ahi vive solo poque e un hombe solo. Y cuando alguien quiede hablá algún asunto con él, tiene quiacelo dede la oría dete lao poque nue faci cruzá el agua del río. Y puel mimo motivo don Filemón Lirio contesta dede la oría del oto lao. Y po la ditancia y puel ruido delagua, la convesación tiene quiacese guitando. Y en el verano comuel ruido se vuerve loco po la cargazón diagua, se tiene que guitá como siel gañote quisieda salise del pecuezo. Nuay día que a don FIlemón Lirio le fartre con quién ponese a guitá de oría a oría. Y ete modo diablá ya se le quedó prendío en el gañote. Po eso, aunque no se encuente en su oría, ya no puee hablá diotro modo. En cualquié lugá onde eté convesando, don Filemón Lirio habla con vo de trueno como sietuviera en la oría del oto lao del río. Se le nota, sobe too, los domingos cuando viene al pueblo y se pone a convesá en la plaza con alguno e sus amigos. Ya too saben quiasí habla, hata lo muchachos con do o tre añitos má que tú. Po eso ya no llama la atención. Pero tú no lo sabías poque e la pirmera ve que te taigo a pasiá en la plaza, y a mí no se me ocurió quial oílo hablá podías pensá lo que pensate… que le guitaba al oto poque luiba a matá. Don Filemón Lirio solo taba convesando. Y si depué rieron ha sido pualgo gracioso quél debe de habé dicho. Y sian abrazao poque son amigos que deben de habé etao muy contentos. Y de contentos han entrao a esa pulpería a remojá el gargüero con uno vasos de vino. Así, pue, que diay no va a salí ningún hombe mueto. lo que va a salí van a sé do hombes posirbemente mariados… Po esa bullaza que le sale del gañote, a don FIlemón Lirio lian pueto un sobenombe: Vo de Buro. Perfiero que lo sepas po mí y no pualgún muchacho, que entre muchachos nace la tentación malcriá de queré guitá el sobenombe a su dueño. Que no setiocura, pue, Ñito, decile algún día Vo de Buro, poque entonce iría a nuetra casa a dame la queja y yo no quiedo enemitame con naide po malcriadece de hijos.
Ñito se había calmado.
Dieron todavía una vuelta alrededor de la plaza y en seguida atravesaron la polvorienta calzada y salieron del ámbito de la plaza por una estrecha calle que iba directamente a las afueras. La calle, como las demás, era un terral con modestas casas de fachadas arruinadas por el polvo, y pronto la dejaron atrás y con ello el pequeño poblado y entraron en un ancho camino orillado de árboles frondosos que se internaba en línea recta en el campo. Por su trazo recto el camino ofrecía a la vista toda su profundidad: tenía apariencia de interminable, pues en su lejanía era solo un puntito que parecía estar en el otro lado del mundo. Iban de regreso a casa.
La marcha por aquel camino no tenía cuándo acabar, pero se hacía menos fatigosa gracias a la sombra que brindaban con generosidad las dos hileras de árboles y gracias también a la hojarasca que impedía que la arenisca del suelo retuviera las pisadas. Ñito y su padre se desviaron por un angosto sendero cercado de arbustos, y el ancho y recto camino siguió adelante, quién sabe hasta dónde.
Desde que habían salido de la plaza caminaban en silencio. Al fin uno de ellos habló. Fue Ñito:
—Tata…
—¿Sí?
—¿Si yo le guitara Vo de Buro a don Filemón Lirio…
—¡Cómo, Ñito! —lo interrumpió el padre, sorprendido—. ¿Acaso no entendite lo que te dije?
—Sí, tata, sí entendí.
—¿Y entonce po qué se lo vas a guitá?
—No se lo vua guitá, sino que yo quiedo sabé.
—Sabé qué.
Hablaban sin detener el paso.
—Si yo le guitara Vo de Buro —dijo Ñito— y él juera a nuetra casa a darte la queja, ¿su vo tumbaría la casa?
—No —dijo el padre. Pero luego, dudando de que Ñito hubiera quedado convencido del motivo por el que no debía gritarle a don Filemón Lirio su sobrenombre, creyó que esta era la oportunidad de ser más persuasivo—. Güeno… —agregó— Creo que sí… Sí, su vo tumbaría la casa.
De nuevo el silencio.
Tras largo trecho, Ñito volvió a hablar:
—Tata…
—¿Sí?
—Yo no quiseda viví nunca al oto lao de riyo.
—No te peorcupes que no vivirás allá.
—Poque si yo vivo allá, cuando seya gande se cayerá esa casa po cuadquié cosa que yo diga.
—No te peorcupes que no vivirás allá.
—Poque yo no quiedo que cuando seya gande y un domingo me ponga a convesá en la plaza, se asuten lo niños y se epanten lo perros.
—No te peorcupes, Ñito, que no vivirás allá.
—¿Entonce, tata, nunca iremo a viví al oto lao del riyo?
—Así e, Ñito. Siempe seguidemo viviendo en la casa que ahoda ocupamo.
—¿Y entonce cuando yo seya gande seguidé con mi vo chiquita y degadita?
—Sí, clado que sí. Seguidás con tu vo chiquita y degadita.
—¡Ta güeno, tata! —dijo Ñito, feliz.
Ya estaban llegando a casa y el perro que criaban les salió al encuentro, agitando la cola y haciendo piruetas. Era un perro de tamaño mediano. Mientras el padre entraba en la casa, Ñito se agachó, abrazó al animal y se sintió inundado de dicha con el contacto de ese cuerpo tibio y palpitante. Luego le cogió las patas delanteras y se irguió. El perro quedó sobre las patas traseras, con la cabeza a la altura de la de Ñito.
—Yando —le habló, mirándolo a los ojos—, tú no te epanta de mí poque mi vo e chiquita y degadita, ¿verdá? —El perro, moviendo de modo persistente el cuerpo y la cola, le lamía las manos y a veces la cara. Ñito, de lo dichoso que se sentía, decidió hacer de la voz de don Filemón Lirio un juego divertido mediante un remedo de esa voz. Sabía que nadie podía alcanzar su potencia terrible. Por eso se propuso no gritar: simplemente, decir algo engrosando la voz. Entonces, entrando en simulación, arrugó el ceño, puso en el perro una mirada torva y agregó: —Pero si mi vo juera como la del hombe del oto lao del riyo… —La voz le brotó tan disonante que nadie hubiera podido reconocer en ella su habitual voz infantil. Al instante el perró alzó las orejas, fijó una mirada de perplejidad en los ojos de Ñito e inmovilizó el cuerpo, como si tuviera la certeza de que en lugar de Ñito hubiera un extraño. Luego pareció dudar porque, inclinando repetidas veces a uno y otro lado la cabeza, le fue recorriendo con la mirada diversas zonas del rostro, y acabó por volver a fijar la mirada en los ojos de Ñito y quedarse enteramente quieto. Pero ahora la mirada no era de perplejidad: en su lugar se había clavado el temor, como si luego de examinarle el rostro hubiera llegado a la conclusión de quien estaba frente a él era un Ñito diferente, un Ñito que él nunca había conocido: un Ñito malvado. Y como si el instinto le advirtiera que se hallaba ante un peligro cuya causa fuera para él inexplicable, dio un tirón para desprenderse de las manos que lo sujetaban. No lo logró. En seguida hizo un brusco y desesperado movimiento hacia atrás con todo el cuerpo. Tampoco pudo desasirse. Entonces apartó la cabeza a un lado, como si no pudiera soportar la mirada que tenía encima y emitió un gemido lastimero. Ñito, que acabó por advertir el injusto sufrimiento que su inocente broma había inflingido a ese pobre animal que tanto quería, sintió una pena tan grande que, abatido por el remordimiento, se apresuró a decirle: —Mentira, Yando. Mentira, mentira, Yandito. Esa vo era de a mentira. No te asutes, Yandito —Al oír de nuevo la voz que conocía y amaba, el perro se reanimó y pronto comenzó a agitar el cuerpo y a mover la cola. Entonces Ñito, que aún lo tenía asido de las patas delanteras, hizo que estas reposaran sobre sus hombros y en seguida estrechó al animal entre sus brazos, al punto que le decía: —No tengas ñiedo, Yandito, que mi vo siempe será chiquita y degadita poque nunca iré a viví al oto lao del riyo.
© Antonio Gálvez Ronceros, del texto.
de: Monólogo desde las tinieblas. Peisa. Lima. 2009.
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