Ciento y una noches. Ennio Flaiano

ennio flaiano

(Pescara, 1910 – Roma, 1972)

 

Nos habíamos quedado en aquella plaza tras el cierre de los cafés, sentados en las sillas que se dejan al aire libre en las noches serenas. El aire era suave, cálido por el siroco; y nosotros hablábamos de la próxima guerra y de la certeza de que no estallaría. Sandro, el escritor, nos había expuesto sus ideas decididas y tranquilizadoras y muy pronto, considerando la plaza, por fin vacía de los automóviles que durante el día la convierten en un enorme garaje en desorden, la conversación se desvió hacia la arquitectura, inagotable tema nocturno.

En efecto, el dibujo de la plaza reaparecía ahora en toda su perfección, puesto de relieve por la masa oscura del Pincio, dominado por las cúpulas negras, dulcificado por los dos golfos y completado, como en un telón surrealista, por el obelisco, verdadero triunfo de aquella tabla neoclásica. En el silencio llegaba el confortante rumor de las fuentes. Un hombre no muy joven merodeaba a nuestro alrededor, inclinándose bajo las mesas e incluso entre nuestras piernas para recoger colillas de cigarrillos, sin sentirse humillado, e incluso agradeciéndonos con una torva sonrisa cuando le indicábamos con el pie alguna colilla oculta entre los intersticios de los adoquines. Después se sentó en una silla y me miraba fijamente, siguiendo el gesto de mi mano que se llevaba el cigarrillo a los labios. Esperaba a que lo tirara para irse, pero no tenía prisa; y cuando le ofrecí un cigarrillo entero lo aceptó sin entusiasmo, porque este ofrecimiento envilecía de golpe su trabajo y lo trasladaba a una dimensión, a un clima que ya no le eran familiares y que mi cigarrillo podía, por un instante, hacerle añorar. Se lo metió en el bolsillo y dejó de mirarme, más aún, se volvió hacia el obelisco, atraído por algo que allí sucedía.

Se había parado un camión y bajaban de él, saltando, algunas personas.

No se trataba de esos obreros nocturnos que abren zanjas en el empedrado para reparar algún conducto subterráneo; parecían turistas. Un poco retrasados, dada la temporada, pensamos, pero turistas, sí. La forma de su camión, larga y cuadrada, recordaba los coches usados en las sábanas o en los desiertos de África; y estaba lleno hasta el capot de depósitos suplementarios, ruedas y maletas. Incluso había una tienda que los turistas, en rápida maniobra, plantaron en el suelo, clavando los palitroques con pocos y secos mazazos. Entre tanto uno de los turistas, una mujer, había encendido un hornillo de petróleo, poniendo encima de él una cafetera.

—Vayamos a ver —dijo el escritor Sandro.

Por otra parte, ya un grupo de jóvenes noctámbulos —conocíamos a algunos— estaba rodeando admirado a los turistas. Discutían sobre la potencia de su camión, descifraban la marca en el capot, querían ser útiles, y no bastaba para desarmarlos el silencioso desprecio con que se acogían sus tentativas.

Nos mantuvimos apartados al principio; después, convencidos de que la lección de despreocupación de los turistas valía también para nosotros, ciudadanos y huéspedes, fuimos a sentarnos en la base del obelisco y desde allí seguimos lo que ya era uno de los muchos espectáculos que Roma puede ofrecer de noche.

Nos sorprendió que el cutis de los turistas fuera muy claro, desde luego no tostado por el sol de un largo viaje. Todos eran jóvenes y se movían con la ligereza y el silencio de animales prudentes, lanzándose con precisión y aferrando al vuelo ora un martillo, ora una pala, dando a sus gestos casi un ritmo de danza, que revelaba un largo hábito de vida ambulante. Cuando hirvió el agua del hornillo, la mujer preparó una bebida, la completó con un aguardiente fortísimo cuyo olor nos llegó y la sirvió en vasos de metal, tendiéndoselos a los hombres —cuatro en total—, que bebieron juntos.

Los jóvenes los contemplaban admirados.

El jefe de los turistas, un hombre enorme que llevaba anudado al cuello un pañuelo rojo, empezó entonces a dar órdenes que fueron cumplidas con un aire militar que no nos desagradó. Pensábamos en una acampada hecha por nosotros, en los miles de incidentes que habríamos provocado, negándonos a hacer algo que nos ordenara otro (¿con qué derecho?), entonando en seguida canciones, aceptando por último la propuesta, lanzada alegremente, de abandonar el camión y de emprender la caza de placeres.

Un turista que había subido al camión tiró los fusiles a sus compañeros. Eran pesados fusiles automáticos, de enormes cañones, pero los turistas los atraparon al vuelo, manejándolos como juguetes. El jefe dio otra orden y todos se pusieron cascos de acero. Dos turistas se apartaron del grupo en direcciones opuestas. Caminaban con la cabeza erguida, el fusil embrazado y con el cañón dirigido al suelo, y cuando estuvieron junto a las dos fuentes de los semicírculos se detuvieron al unísono, dieron media vuelta y un segundo después estaban en el suelo, apuntando con los fusiles hacia la entrada del Corso.

—¿Qué querrán hacer? —preguntó Sandro, inquieto.

Yo no sabía qué contestarle, esperaba una explicación suya. Convinimos en que nuestra única tarea, en vista del desarrollo de los acontecimientos, era no atraer sobre nosotros la atención de los turistas. Pero sentía que su corazón latía con violencia, como el mío.

El hombre que recogía colillas, ganado al fin por aquella escena, venía ahora hacia el obelisco, andando un poco de través, como ciertos perros vagabundos y desconfiados. Pero acabó sentándose en el estribo del camión, y a la luz del farol que brillaba sobre él nos pareció alegremente intrigado. En cuanto a los jóvenes, admiraban un cañoncito que había asomado por el techo del camión y que estaba ahora limpiando el turista destinado a los servicios. Trataban de adivinar el calibre, burlándose cada uno de las hipótesis de los demás.

El jefe dio una breve orden y el joven turista que se había quedado a su lado, junto con la mujer, vino hacia nosotros y se acurrucó a nuestros pies, dándonos la espalda y teniendo el arma con la culata en el suelo, dispuesto a embrazarla. Sentíamos su olor, un intenso olor de calor y de cansancio, aunque de animal joven. Al moverse tropezó con una pierna del escritor Sandro y se volvió a mirarlo en silencio.

—Perdone —dijo Sandro, con una sonrisa humilde, retirando la pierna.

Ahora el jefe, sentado junto a la joven, había empezado a hablarle al oído. Le decía palabras de amor, seguro, porque la joven se reía, escondiendo el rostro en el amplio pecho de él, y por último se dejó besar castamente.

El lejano ruido de una motocicleta que venía por el Corso interrumpió este idilio, que nos había tranquilizado un poco. El hombre embrazó el fusil y se tiró al suelo, imitado por su compañera. Cuando la motocicleta apareció en la entrada del Corso, la plaza retumbó con su petulante estruendo.  Un instante después oímos un seco disparo y vimos al motociclista volar al suelo como un fantoche, mientras el vehículo se daba la vuelta y quedaba funcionando con las ruedas libres y el motor encendido.

Estalló el aplauso sincero de los jóvenes simpatizantes. El jefe se puso de pie y corrió hacia el motociclista caído, un vigilante nocturno, nos pareció. Con un cuchillo de caza le cortaba ahora la garganta, para acelerar su muerte. La mujer, regocijada, se reunió con el jefe y oímos que reían, contentos. Después la mujer se acurrucó junto al cadáver del motociclista, apoyándole una rodilla en el pecho y se dejó fotografiar así por el jefe. El grupo de jóvenes simpatizantes había acudido y aplaudía, y alguno trataba de entrar en el encuadre de la fotografía, para ser eternizado. Todos felicitaban al jefe por su excelente puntería y la calidad del fusil.

El hombre que recogía colillas no pareció inmutarse demasiado, e incluso aprovechó aquel momento de felicidad para hacer su trabajo de búsqueda en torno al camión.

Como en ese mismo instante se anunciaba, con amables canciones, la llegada de la vía del Babuino de una comitiva de jóvenes y muchachas, de vuelta de algún baile, el jefe y su compañera regresaron a toda prisa a sus puestos, seguidos desordenadamente por los jóvenes espectadores, que se agazaparon riendo detrás de la tienda.

El escritor Sandro y yo nos deslizamos en torno al obelisco, dirigiéndonos rápido hacia la puerta del Popolo, trastornados por lo que habíamos visto.

—¿Qué significa esto? ¿Es la guerra?  —susurré al escritor Sandro, que me precedía jadeando y lívido de miedo.

—¡Siempre estás exagerando! —me contestó irritado, para hacerme callar.

Apenas habíamos llegado a la puerta cuando oímos cinco disparos bien medidos e incluso —nos pareció, aunque ahogados por los aplausos— gritos de dolor y de sorpresa. Cogimos a la carrera la calle hacia el río.

Allí todo estaba en calma, una noche dulcísima, pasaban los tranvías. Tras un largo silencio, atentos a escuchar si llegaba algún ruido de la plaza, y como no se oía nada, salvo el correr del río y un reloj lejano que daba las horas, el escritor Sandro sonrió con esfuerzo:

—No, nada de guerras. ¿Oyes? Ya acabó.

Y para cortarme en seco, mientras se alejaba, añadió el saludo de todas las noches:

—¡Adiós! ¡Nos telefoneamos mañana!

 

 

© Herederos de Ennio Flaiano

© María Esther Benítez, de la versión al castellano.

Tomado de Relatos italianos del siglo XX. Madrid. Alianza editorial. 1974.

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Nueve poemas. Eugenio Montale

Eugenio Montale (Génova, 1896 – Milán, 1981)

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Los limones

Escúchame, los poetas laureados

tan solo se mueven entre plantas

de nombre poco usados: bojes, alheñas o acantos.

Por mí, amo las calles que dan a los herbosos

fosos donde en charcos

medio secos agarran los muchachos

alguna anguila desmirriada;

las sendas que siguen los taludes

descienden entre los penachos

de las cañas y llegan a los huertos,

entre los limoneros.

 

Mejor si la algazara de los pájaros

englutida por el azul se apaga:

se escucha más claro el susurro

de las ramas amigas en el aire

que casi no se mueve,

y las sensaciones de este olor

que no sabe separarse de la tierra

y llueve en el pecho una dulzura inquieta.

De las desviadas pasiones

por milagro aquí calla la guerra,

aquí también nos toca

a nosotros los pobres

nuestra parte de riqueza

y es el olor de los limones.

 

Ve, en estos silencios en que las cosas

se abandonan y parecen próximas

a traicionar su último secreto,

a veces se espera descubrir

un error de la naturaleza,

el punto muerto del mundo, el anillo

que no resiste,

el hilo por desenredar

que nos ponga finalmente

en el medio de una verdad.

La mirada hurga en torno,

la mente indaga, acuerda, desune

en el perfume que inunda

al languidecer más el día.

Son los silencios donde se ve

en cada sombra humana que se aleja

alguna perturbada deidad.

 

Mas falta la ilusión y el tiempo nos devuelve

a las ciudades rumorosas donde el azul se muestra

solo a retazos, arriba, entre molduras.

La lluvia fatiga la tierra, después; sobre las casas

se adensa el tedio del invierno,

se hace avara la luz, avara el alma.

Cuando un día de un mortal mal cerrado

entre los árboles de un patio

el amarillo de los limones se nos muestra;

y el hielo del corazón se deshace,

entre el pecho nos borbotan sus canciones

las trompetas de oro

de la solaridad.

..

..

La tormenta

Les princes n’ont point d’yeux pour voir ces grand’s merveilles.

Leurs mains ne servent plus qu’à nous persécuter…

Agrippa D’Aubigné, À Dieu

 

La tormenta que chorrea sobre las hojas

duras de las magnolias los largos truenos

marzales y el granizo,

[los sonidos de cristal en tu nido

nocturno te sorprenden, del oro

que se ha apagado en los caobos, en el corte

de los libros encuadernados, arde aún

un grano de azúcar en el capullo

de tus párpados]

 

el relámpago que cristaliza

árboles y paredes y los sorprende en aquella

eternidad de instante –mármol maná

y destrucción– que dentro de ti esculpe

puertas para tu condena y que te liga

más que al amor a mí, extraña hermana–

y luego el desarraigo áspero, los sistros, el bramar

de los tamboriles en la fosa

el pisotear del fandango, y sobre

algún gesto que se devana…

Como cuando

te volviste y con la mano, desembarazaste

la frente de la nube de cabellos,

 

me saludaste– para entrar en lo oscuro

.

.

Sestear pálido y absorto

junto a una abrasada pared de huerto,

escuchar entre las zarzas y malezas

restallar de mirlos, rumorear de sierpes.

 

En las grietas del suelo o en el algarrobo

espiar las hileras de rojas hormigas

que ora se quiebran ora se entretejen

encima de minúsculas gavillas.

 

Observar entre las frondas el latido

lejano de escamas de mar

mientras se elevan trémulos estridores

de cigarras desde desnudos montes.

 

Y caminando bajo el sol deslumbrador

sentir con triste maravilla

cómo es toda la vida y su trajín

en este recorrer un muro

en cuya cima tiene filudos vidrios de botella.

.

.

Correspondencias

Ahora que en el fondo de un espejismo

de vapores oscila y se dispersa,

otra cosa anuncia, entre los árboles, la voz

del pico verde.

 

La mano que vuelve a la cama del bosque

y pespunta la trama

del corazón con las puntas de la paja,

es la que madura íncubos de oro

a imagen de las acequias

cuando el carro sonoro

de Bassareo traslada alocados gañidos

de moruecos sobre retazos quemados de las colinas.

 

¿Vuelves tú también, pastora sin rebaños,

y te sientas en mi piedra?

Te reconozco, pero no sé qué lees

fuera de los vuelos que varían al paso.

Pregunto en vano al llano donde una bruma

vacila entre relámpagos y se esfuma entre techos dispersos,

a la fiebre escondida de los trenes rápidos

en la humeante costa.

.

.

Delta

La vida que se quiebra en los trasiegos

secretos, la he ligado a ti:

aquella que se debate en sí y parece

casi no conocerte, presencia sofocada.

 

Cuando en sus diques se atasca el tiempo,

tu suerte se aviene a la suya inmensa,

y afloras, memoria, más patente

de la oscura región donde bajabas

como ahora, ya escampado, se adensa

el verde en las ramas, en las paredes el almagre.

 

De ti todo lo ignoro salvo el mensaje

mudo que me sustenta en la calle:

si forma, existes, o mal presagio en el humo

de un sueño te alimenta

la ribera que se afiebra, turba, y contra

la marea restalla.

 

Nada tuyo en la vacilación de las horas

grises o desgarradas por un tufo de azufre,

salvo el silbido del remolcador

que arriba de las brumas al golfo.

.

.

Corno inglés

El viento que esta tarde toca atento

–recuerda de un fuerte sacudir de láminas–

los instrumentos de los espesos árboles

y barre el horizonte de cobre

donde estrías luminosas se expanden

como cometas en el cielo que retumba

[¡Nubes en viaje, claros

reinos de allá arriba! ¡Puertas mal cerradas

de altos Eldorados!]

y el mar que escama a escama,

lívido, muda colores,

lanza a tierra una tromba

de espumas enroscadas;

el viento que nace y muere

a la hora que lentamente se oscurece,

así te tocara esta tarde

desafinado instrumento,

corazón.

.

.

Felicidad alcanzada, por ti

se camina en el filo de una espada.

Para los ojos eres tenue resplandor vacilante,

para los pies, rígido hielo que se quiebra;

y así no te toque quien más te ama.

 

Si llegas a las almas invadidas

de tristeza y las aclaras, tu mañana

es dulce y turbadora como

los nidos de las molduras.

Pero nada paga el llanto del chiquillo

a quien se le escapa el globo entre las casas.

.

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El Arno en Rovezzano

Los grandes ríos son las imágenes del tiempo,

cruel e impersonal. Observados desde un puente

declaran su nulidad inexorable.

 

Solo el arco vacilante de un pantanoso

juncal, algún espejo

que reluce entre malezas y musgo

puede revelar que el agua se piensa

como nosotros a sí misma

antes de hacerse vórtice y rapiña.

Ha pasado tanto tiempo, nada ha transcurrido desde

cuando te cantaba al teléfono “tú

que te haces la dormida”, con triple risotada.

Tu casa era un relámpago vista desde el tren. Curvada

sobre el Arno como el árbol de Judas

que quería protegerla. Tal vez no existe aún o

no es sino una ruina. Toda llena,

me decías, de insectos, inhabitable.

Otra comodidad nos conviene ahora, otra incomodidad.

.

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Para terminar

Recomiendo a mis herederos

[si los hubiese] en materia literaria,

lo que ya es imposible, que hagan

una hermosa fogata con todo lo que atañe

a mi vida, a mis actos, a lo no hecho.

Yo no soy un Leopardi; dejo poco a las llamas

y es demasiado ya vivir al porcentaje.

Viví al cinco por ciento; no aumentéis

la dosis. Demasiado a menudo, en cambio llueve

sobre mojado.

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Versión al castellano: Javier Sologuren