
(Jauja, [Perú], 1933)
Allí, en el borde mismo del arenal, tenía su casa. Una vivienda de adobes, de palos, de esteras. Una mísera vivienda, donde también trabajaba. Pues Tolomeo Linares tenía un oficio, aprendido después de que dejó Andamarca y emigró, muchacho aún y huérfano, a Lima. Un oficio que no se avenía con su figura, jorobado y flaco como era, ni con su rostro melancólico, ya que estaba al servicio de la alegría. Sí, Tolomeo Linares fabricaba estrellas, rosáceas, lluvias, girándulas, bombardas y otros componentes para fuegos artificiales. No castillos completos, sino partes, puesto que no reunió nunca el capital necesario para montar un verdadero taller, ni espacio ni voluntad para hacerlo. Y, además, ¿habrían acudido a él, con ese objeto, los mayordomos y alfereces de las fiestas serranas, que constituían la clientela de ese negocio? ¿Le habrían ido a buscar a ese sitio, y confiado el dinero necesario? ¿Y quién le habría ayudado? Se limitó a ser, por ello, solo un operario, al que los pirotécnicos mayoristas encomendaban esos trabajos, y de quien, en una u otra forma, se aprovechaban. Laboró primero con Salicio Pérez, como peón de limpieza, y luego como mezclador, durante muchos años, hasta que aquél murió y tuvo entonces que abandonar el cuarto que ocupaba en su corralón. Por suerte consiguió poco después ese terreno, en el confín de una barriada y en la orilla misma del desierto. Allí construyó una habitación y una cocina, y más tarde un cobertizo. Y ahí fueron a tratar con él, sabedores de su habilidad, los colegas y competidores del difunto. Y le hicieron, cada vez con mayor frecuencia, esos y otros encargos, pagándole poco y midiendo con suspicacia los materiales. Pero Tolomeo Linares sabía tener paciencia, como sabía también observar atentamente. Desde un comienzo había tomado nota en un cuaderno de los ingredientes que usaba el viejo Pérez y de sus cantidades. En esas páginas copió también las fórmulas que escuchó mencionar a los proveedores y las que solicitaban, a veces, clientes conocedores. Y lo que no supo por otros, lo dedujo por sí mismo. Y así alcanzó un dominio artesanal cuya riqueza nadie habría imaginado, pero no para convertirse a su vez en contratista sino como parte de un propósito que habría de concretarse con el tiempo. Ese lento y callado aprendizaje fue, por meses y años, su única fuente de satisfacciones, ya que no salía a la calle ni recibía visitas, y apenas si alternaba con los vecinos. Nunca se interesó en ninguna mujer, y vivía solo y solo atendía a su persona y sus tareas. No pensó tampoco en regresar a su tierra, en donde era probable que no le quedase ya ningún pariente. Mas no olvidó jamás su paisaje de molles y maizales, a la orilla de un río, con su tibieza de quebrada. Se acordaba, en especial, de las flores, y de los celajes y arcoíris. Y de las cintas y polleras de las muchachas. Se habría dicho, incluso, que solo esos recuerdos sostenían su espíritu. No en vano todos los domingos sacaba al patio la manta que había llevado a Lima, con sus bandas y cenefas rutilantes, y la contemplaba por horas, absorto. Solía también comprar a una vendedora, que conocía sus deseos, flores de junco y de retama y hierbas de la puna, y tocarlas una y otra vez, y sentir su aroma y apreciar sus colores. Le gustaba también mirar hacia los cerros, en las mañanas despejadas, y adivinar, más allá del velo de la lejanía, la cordillera. Fue sin duda toda esa nostalgia, acrecentada por la renuncia al retorno, aquello que inspiró y alimentó el extraño designio al que dedicó su existencia. Un proyecto que empezó a materializarse cuando, instalado ya en su propio lote, principió a sustraer pequeñas cantidades de las sustancias que recibía, como azufre en flor, barniz de copal, sales de estroncio, carbón en polvo, sulfato de bario, polen de pino, goma arábiga. Separó mínimas porciones, por cucharillas, por gránulos, sin que nadie se percatase, y fue ocultando lo hurtado en frascos y cajitas. Y cuando llegó el momento, inició una cuidadosa serie de ensayos, allí en el cobertizo y en horas apropiadas. Mezcló y puso en cartuchos esos ingredientes, según las fórmulas que había anotado, y armó poco a poco elementos y secciones come los que le solicitaban, pero en tamaño pequeño. Y los encedía uno a uno, a medida que los avances aconsejaban, para juzgar los resultados. Vio alumbrar así, paso a paso, luces que estaban más allá de lo que esperaba, y se extasió ante el brillo y diversidad de sus colores. Apreció contrastes, juegos, alternancias. Calculó después, ya más familiarizado, efectos especiales y matices, y se aventuró en combinaciones inéditas. Duró esa experimentación todo aquel invierno, y el subsiguiente, pues un instinto lo indujo a suspender sus ensayos durante los meses de verano. Y procedió con tal cautela que nadie sospechó nada, y Tolomeo Linares continuó siendo para todos el operario contrahecho, un poco sordo y limitado, que habían visto en él siempre. El jorobado a quien tenían lástima, pero al cual también, por su gravedad, su parsimonia, su reserva, temían. Y transcurrieron de esa manera muchos meses, hasta que llegó el momento de abordar una nueva etapa. Quebró, pues, su reclusión, y se dirigió a la parada que había en el otro canto de la barriada, y compró haces de carrizo, que él mismo transportó a su domicilio. Fue después a una tienda y adquirió papeles, bolsitas, hilos, cuerdas, algodón y otras cosas. Y cuando tuvo lo que deseaba dio comienzo a una ordenada confección de componentes de un castillo, ya de tamaño normal, los más vistosos que pudo y de acuerdo al diseño que previamente se había trazado. Trabajó sin prisa y efectuando periódicos altos para considerar lo avanzado. Y así, al cabo de cierto tiempo, finalizó esa fase, y empezó la construcción del castillo, cuyas dimensiones pronto se anunciaron imponentes, y que fue creciendo, pausado, en el patio. Sorprendidos, los clientes querían enterarse: «¿Quién le ha pedido ese castillo, don Tolomeo? ¿Para quién es?» Y él respondía, evasivo: «Para un paisano es. Para él…» Y la armazón fue tomando forma, con sus postes, sus traviesas, sus diagonales. A poco fue indispensable tomar los servicios de un mozo, elegido entre los muchos desocupados que había en el lugar. Se asombró el joven: «Va a armar aquí el castillo, don Tolomeo? ¿Y así tan grande se lo van a llevar?» «No», dijo él, «es para probar nomás…» Y el muchacho creyó que así sería, y se encaramó cada vez más arriba para completar los cuerpos y asegurar las piezas. Y los vecinos se preguntaban, perplejos: «¿A qué pueblo irá? ¿Y por qué es tan alto?» Y en efecto era una torre muy alta, que dominaba la barriada. Concluida que fue, Linares despidió, con una buena gratificación, a su ayudante, y se encerró durante tres días para dar forma al remate. Sí, al que daría cima al conjunto y se elevaría por el aire en un toque impresionante y final. Un remate en figura de una rosa escarlata, de abiertos pétalos, que sería como símbolo y resumen de la luz y el calor de la tierra que Tolomeo añoraba. Trabajó con ahínco y sin descansar, hasta que la flor estuvo lista. Y luego él mismo, sin arredrarse por el enorme esfuerzo que ello le significaba, subió por la estructura y puso en su sitio la corona. ¡Cuán hermosa quedó, y lo sería mucho más, claro está, cuando se encendiese! Reposó después hasta la media noche siguiente, en que vistió su ropa más limpia y cruzó sobre su pecho, como en la danza de la jija, la manta de Andamarca. Ataviado salió, y, en la vaga claridad que llegaba de unas farolas lejanas, observó su obra. Estuvo así, quieto, un largo espacio. Se aproximó luego, y, con un fósforo, prendió la mecha. La chispa subió con lentitud, hasta alcanzar la primera rueda. Giró esta, cada vez más rápida, despidiendo un chorro de destellos dorados. Ardieron después, una tras de otra, las demás ruedas. Su sordo estruendo y los reflejos que proyectaban, despertaron a los moradores de las calles cercanas, que de inmediato se asomaron para ver qué sucedía. No se aproximaron, sin embargo, temerosos de que se tratara de un accidente y se produjera una explosión. Pudo así Tolomeo Linares contemplar en libertad el progresivo incendio de ese árbol increíble. De pie, apoyado contra la empalizada del cobertizo, miraba fijamente. Se encendiron después los tramos superiores, con resplandores de púrpura y de cadmio. Arrancaron a continuación, con apagado fragor, unos voladores carmesí, entre nubes de gualda y de violeta. De rato en rato se alzaban también luceros que flotaban silenciosos por unos segundos y se extinguían. Y fue tanta la claridad, que vieron el espectáculo gentes de zonas muy distantes, como San Juan, El Salvador, Atocongo y aún más lejos. Y se iluminó, espectral, el desierto. Acabó en fin todo aquel despliegue y no quedó por inflamarse sino la rosa, allá en la cúspide. Fue larga la espera, pues larga era la mecha que había puesto el pirotécnico. Inmóvil aguardaba este, mas ya no en silencio, pues había comenzado a pronunciar unas palabras en voz muy baja. Y no eran palabras aisladas, sino versos, entrecortados versos de un cantar en quechua que hablaba del sol, del viento, del agua, acompañado por una tenue línea melódica. Se trataba sin duda de un haraui muy antiguo, escuchado alguna vez en la quebrada nativa, cuya belleza ensalzaba. Y tenía a la vez de celebración y de despedida. Y hubiera proseguido, pero la chispa agotó, agotó su carrera y se elevó, de pronto, esa flor en llamas. Se elevó, fastuosa, y a cierta altura estalló en una nube rutilante, que pareció abarcar todo el cielo. Una nube surcada por blancos carbones de fósforo, que lenta, casi morosamente, descendieron. Uno de ellos fue a dar justo en el tinglado, y casi al punto empezaron a reventar los frascos con ingredientes que aún restaban. Y se encendieron también las esteras y los palos, y la manta y la ropa de Tolomeo Linares. Mas tampoco entonces abandonó este su inmovilidad, y se dejó envolver por esa hoguera terrible. Advirtieron lo que ocurría los vecinos, mas era ya tarde y nada pudieron hacer. El cuerpo ardió con extraña lumbre, como si hubiera sido una estatua de lava. Una estatua con estrías y ascuas rojizas. Y después, cuando terminó todo, se desplomó y se deshizo en un polvo negruzco. Así acabó, abrasado por la misma y espléndida rosa que había fabricado, ese hombre solitario. Abrasado por esa flor en que, de alguna manera, había alumbrado, aunque solo fuera por unos instantes, la luz de la tierra amada. Mas quedó allí, en el aire, un fuego invisible, metálico. Ahí en el borde del desierto, en memoria de una rosa incomparable.
© Edgardo Rivera Martínez.
de: Ángel de Ocongate y otros cuentos. Peisa. Lima. 1986.
Filed under: Miscelánea | Tagged: Ángel de Ocongate, Ángel de Ocongate y otros cuentos, Cuentistas peruanos siglo XX, Cuentos peruanos, Edgardo Rivera Martínez, Edgardo Rivera Martínez cuentos, Escritores peruanos siglo XX, Literatura peruana contemporánea, Relatos Edgardo Rivera Martínez | 2 Comments »