Edgardo Rivera Martínez. Rosa de fuego

edgardo rivera martínez

(Jauja, [Perú], 1933)

Allí, en el borde mismo del arenal, tenía su casa. Una vivienda de adobes, de palos, de esteras. Una mísera vivienda, donde también trabajaba. Pues Tolomeo Linares tenía un oficio, aprendido después de que dejó Andamarca y emigró, muchacho aún y huérfano, a Lima. Un oficio que no se avenía con su figura, jorobado y flaco como era, ni con su rostro melancólico, ya que estaba al servicio de la alegría. Sí, Tolomeo Linares fabricaba estrellas, rosáceas, lluvias, girándulas, bombardas y otros componentes para fuegos artificiales. No castillos completos, sino partes, puesto que no reunió nunca el capital necesario para montar un verdadero taller, ni espacio ni voluntad para hacerlo. Y, además, ¿habrían acudido a él, con ese objeto, los mayordomos y alfereces de las fiestas serranas, que constituían la clientela de ese negocio? ¿Le habrían ido a buscar a ese sitio, y confiado el dinero necesario? ¿Y quién le habría ayudado? Se limitó a ser, por ello, solo un operario, al que los pirotécnicos mayoristas encomendaban esos trabajos, y de quien, en una u otra forma, se aprovechaban. Laboró primero con Salicio Pérez, como peón de limpieza, y luego como mezclador, durante muchos años, hasta que aquél murió y tuvo entonces que abandonar el cuarto que ocupaba en su corralón. Por suerte consiguió poco después ese terreno, en el confín de una barriada y en la orilla misma del desierto. Allí construyó una habitación y una cocina, y más tarde un cobertizo. Y ahí fueron a tratar con él, sabedores de su habilidad, los colegas y competidores del difunto. Y le hicieron, cada vez con mayor frecuencia, esos y otros encargos, pagándole poco y midiendo con suspicacia los materiales. Pero Tolomeo Linares sabía tener paciencia, como sabía también observar atentamente. Desde un comienzo había tomado nota en un cuaderno de los ingredientes que usaba el viejo Pérez y de sus cantidades. En esas páginas copió también las fórmulas que escuchó mencionar a los proveedores y las que solicitaban, a veces, clientes conocedores. Y lo que no supo por otros, lo dedujo por sí mismo. Y así alcanzó un dominio artesanal cuya riqueza nadie habría imaginado, pero no para convertirse a su vez en contratista sino como parte de un propósito que habría de concretarse con el tiempo. Ese lento y callado aprendizaje fue, por meses y años, su única fuente de satisfacciones, ya que no salía a la calle ni recibía visitas, y apenas si alternaba con los vecinos. Nunca se interesó en ninguna mujer, y vivía solo y solo atendía a su persona y sus tareas. No pensó tampoco en regresar a su tierra, en donde era probable que no le quedase ya ningún pariente. Mas no olvidó jamás su paisaje de molles y maizales, a la orilla de un río, con su tibieza de quebrada. Se acordaba, en especial, de las flores, y de los celajes y arcoíris. Y de las cintas y polleras de las muchachas. Se habría dicho, incluso, que solo esos recuerdos sostenían su espíritu. No en vano todos los domingos sacaba al patio la manta que había llevado a Lima, con sus bandas y cenefas rutilantes, y la contemplaba por horas, absorto. Solía también comprar a una vendedora, que conocía sus deseos, flores de junco y de retama y hierbas de la puna, y tocarlas una y otra vez, y sentir su aroma y apreciar sus colores. Le gustaba también mirar hacia los cerros, en las mañanas despejadas, y adivinar, más allá del velo de la lejanía, la cordillera. Fue sin duda toda esa nostalgia, acrecentada por la renuncia al retorno, aquello que inspiró y alimentó el extraño designio al que dedicó su existencia. Un proyecto que empezó a materializarse cuando, instalado ya en su propio lote, principió a sustraer pequeñas cantidades de las sustancias que recibía, como azufre en flor, barniz de copal, sales de estroncio, carbón en polvo, sulfato de bario, polen de pino, goma arábiga. Separó mínimas porciones, por cucharillas, por gránulos, sin que nadie se percatase, y fue ocultando lo hurtado en frascos y cajitas. Y cuando llegó el momento, inició una cuidadosa serie de ensayos, allí en el cobertizo y en horas apropiadas. Mezcló y puso en cartuchos esos ingredientes, según las fórmulas que había anotado, y armó poco a poco elementos y secciones come los que le solicitaban, pero en tamaño pequeño. Y los encedía uno a uno, a medida que los avances aconsejaban, para juzgar los resultados. Vio alumbrar así, paso a paso, luces que estaban más allá de lo que esperaba, y se extasió ante el brillo y diversidad de sus colores. Apreció contrastes, juegos, alternancias. Calculó después, ya más familiarizado, efectos especiales y matices, y se aventuró en combinaciones inéditas. Duró esa experimentación todo aquel invierno, y el subsiguiente, pues un instinto lo indujo a suspender sus ensayos durante los meses de verano. Y procedió con tal cautela que nadie sospechó nada, y Tolomeo Linares continuó siendo para todos el operario contrahecho, un poco sordo y limitado, que habían visto en él siempre. El jorobado a quien tenían lástima, pero al cual también, por su gravedad, su parsimonia, su reserva, temían. Y transcurrieron de esa manera muchos meses, hasta que llegó el momento de abordar una nueva etapa. Quebró, pues, su reclusión, y se dirigió a la parada que había en el otro canto de la barriada, y compró haces de carrizo, que él mismo transportó a su domicilio. Fue después a una tienda y adquirió papeles, bolsitas, hilos, cuerdas, algodón y otras cosas. Y cuando tuvo lo que deseaba dio comienzo a una ordenada confección de componentes de un castillo, ya de tamaño normal, los más vistosos que pudo y de acuerdo al diseño que previamente se había trazado. Trabajó sin prisa y efectuando periódicos altos para considerar lo avanzado. Y así, al cabo de cierto tiempo, finalizó esa fase, y empezó la construcción del castillo, cuyas dimensiones pronto se anunciaron imponentes, y que fue creciendo, pausado, en el patio. Sorprendidos, los clientes querían enterarse: «¿Quién le ha pedido ese castillo, don Tolomeo? ¿Para quién es?» Y él respondía, evasivo: «Para un paisano es. Para él…» Y la armazón fue tomando forma, con sus postes, sus traviesas, sus diagonales. A poco fue indispensable tomar los servicios de un mozo, elegido entre los muchos desocupados que había en el lugar. Se asombró el joven: «Va a armar aquí el castillo, don Tolomeo? ¿Y así tan grande se lo van a llevar?» «No», dijo él, «es para probar nomás…» Y el  muchacho creyó que así sería, y se encaramó cada vez más arriba para completar los cuerpos y asegurar las piezas. Y los vecinos se preguntaban, perplejos: «¿A qué pueblo irá? ¿Y por qué es tan alto?» Y en efecto era una torre muy alta, que dominaba la barriada. Concluida que fue, Linares despidió, con una buena gratificación, a su ayudante, y se encerró durante tres días para dar forma al remate. Sí, al que daría cima al conjunto y se elevaría por el aire en un toque impresionante y final. Un remate en figura de una rosa escarlata, de abiertos pétalos, que sería como símbolo y resumen de la luz y el calor de la tierra que Tolomeo añoraba. Trabajó con ahínco y sin descansar, hasta que la flor estuvo lista. Y luego él mismo, sin arredrarse por el enorme esfuerzo que ello le significaba, subió por la estructura y puso en su sitio la corona. ¡Cuán hermosa quedó, y lo sería mucho más, claro está, cuando se encendiese! Reposó después hasta la media noche siguiente, en que vistió su ropa más limpia y cruzó sobre su pecho, como en la danza de la jija, la manta de Andamarca. Ataviado salió, y, en la vaga claridad que llegaba de unas farolas lejanas, observó su obra. Estuvo así, quieto, un largo espacio. Se aproximó luego, y, con un fósforo, prendió la mecha. La chispa subió con lentitud, hasta alcanzar la primera rueda. Giró esta, cada vez más rápida, despidiendo un chorro de destellos dorados. Ardieron después, una tras de otra, las demás ruedas. Su sordo estruendo y los reflejos que proyectaban, despertaron a los moradores de las calles cercanas, que de inmediato se asomaron para ver qué sucedía. No se aproximaron, sin embargo, temerosos de que se tratara de un accidente y se produjera una explosión. Pudo así Tolomeo Linares contemplar en libertad el progresivo incendio de ese árbol increíble. De pie, apoyado contra la empalizada del cobertizo, miraba fijamente. Se encendiron después los tramos superiores, con resplandores de púrpura y de cadmio. Arrancaron a continuación, con apagado fragor, unos voladores carmesí, entre nubes de gualda y de violeta. De rato en rato se alzaban también luceros que flotaban silenciosos por unos segundos y se extinguían. Y fue tanta la claridad, que vieron el espectáculo gentes de zonas muy distantes, como San Juan, El Salvador, Atocongo y aún más lejos. Y se iluminó, espectral, el desierto. Acabó en fin todo aquel despliegue y no quedó por inflamarse sino la rosa, allá en la cúspide. Fue larga la espera, pues larga era la mecha que había puesto el pirotécnico. Inmóvil aguardaba este, mas ya no en silencio, pues había comenzado a pronunciar unas palabras en voz muy baja. Y no eran palabras aisladas, sino versos, entrecortados versos de un cantar en quechua que hablaba del sol, del viento, del agua, acompañado por una tenue línea melódica. Se trataba sin duda de un haraui muy antiguo, escuchado alguna vez en la quebrada nativa, cuya belleza ensalzaba. Y tenía a la vez de celebración y de despedida. Y hubiera proseguido, pero la chispa agotó, agotó su carrera y se elevó, de pronto, esa flor en llamas. Se elevó, fastuosa, y a cierta altura estalló en una nube rutilante, que pareció abarcar todo el cielo. Una nube surcada por blancos carbones de fósforo, que lenta, casi morosamente, descendieron. Uno de ellos fue a dar justo en el tinglado, y casi al punto empezaron a reventar los frascos con ingredientes que aún restaban. Y se encendieron también las esteras y los palos, y la manta y la ropa de Tolomeo Linares. Mas tampoco entonces abandonó este su inmovilidad, y se dejó envolver por esa hoguera terrible.  Advirtieron lo que ocurría los vecinos, mas era ya tarde y nada pudieron hacer. El cuerpo ardió con extraña lumbre, como si hubiera sido una estatua de lava. Una estatua con estrías y ascuas rojizas. Y después, cuando terminó todo, se desplomó y se deshizo en un polvo negruzco. Así acabó, abrasado por la misma y espléndida rosa que había fabricado, ese hombre solitario. Abrasado por esa flor en que, de alguna manera, había alumbrado, aunque solo fuera por unos instantes, la luz de la tierra amada. Mas quedó allí, en el aire, un fuego invisible, metálico. Ahí en el borde del desierto, en memoria de una rosa incomparable.

 

 

© Edgardo Rivera Martínez.

de: Ángel de Ocongate y otros cuentos. Peisa. Lima. 1986.

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El final de la fiesta. Félix Terrones

(Lima, 1980)

(Lima, 1980)

 

Para Alfredo Pita

 

No siempre nos decidimos a tiempo, tampoco damos media vuelta para salvar lo inevitable; antes bien, seguimos con nuestros pasos, de espaldas a las promesas, también a quienes nos esperan. Tenía algunos días en Cajamarca; había llegado buscando aquel sosiego que una ciudad provinciana puede ofrecer a quien se encuentra crispado por la vida en la capital. O acaso se trataba de una proyección mía que nada tenía que hacer con la ciudad. No sabía, con todo, que el ambiente del carnaval me haría cambiar de planes. Cuando me di cuenta, contrariamente a mis deseos y también a mi forma habitual de ser, asistía al bando de carnaval, seguía de cerca el corso —aquel larguísimo desfile de barrios disfrazados (el tema del año era incas contra conquistadores)—, y brindaba con la chicha de jora. Nunca antes había visto una ciudad invadida por una euforia semejante, por ese fervor voluptuoso que poseía incluso al más indiferente. Tanto que, de pronto, sentía en mí un deseo, cada vez más inapelable, por disolverme en esa vitalidad, deshacerme de forma definitiva en ella.

 

Sin querer, mis pasos por la ciudad me seguían llevando hacia quien dejaría sin excusa o promesa alguna. Era Jueves de Compadres, la gente se reunía en el centro de la plazuela del barrio “San Pedro” para atrapar, a eso de la medianoche, el cabo de una cinta colorida. La persona que tuviera el otro extremo de la cinta sería el “compadre” o la “comadre” con quien se compartiría, bajo pretexto de la fiesta, el resto del carnaval. “Ya sabía que era fea”, me dije apenas la vi, con esa sonrisa que aprendí a interrogar, sin descifrar, esa misma noche. Conforme pasaron las horas a su lado, cuajó una forma de cercanía, parecida a la amistad pero más deseosa de ya ser otra cosa. No era que me haya atraído por su humor, tampoco era su elocuencia, antes bien ella era más discreta que cualquier otra chica que había conocido; simplemente, era esa sensación de iniciar juntos algo que parecía excitarnos, empujarnos por las calles cajamarquinas. Cuando llegó la mañana, nos abrazamos al doblar cualquier calle, al tiempo que la ciudad apagaba, una a una, sus farolas.

 

El resto de noches fue un descubrimiento mutuo. Sentía como si de repente mi rostro perdiera consistencia, se chorreara hasta dejar ver lo que había por debajo de él, mis verdaderos rasgos. De pronto, Fátima (ése era su nombre) ocupaba un lugar en mi vida, entregaba un sentido a mis vagabundeos, me esperaba a una hora y en un lugar hacia los cuales me precipitaba detrás de la lluvia. En medio del carnaval, mientras la ciudad se emborrachaba, nos encontrábamos debajo de una farola, en una esquina. Nos bastaba advertirnos a lo lejos para precipitarnos uno contra otra, buscar nuestros abrazos y nuestros labios. Ya de madrugada, la llevaba a mi pensión, donde nos apurábamos en revelarnos quiénes éramos, desvestir nuestros cuerpos ansiosos por encontrarse. Sin embargo, pronto se hizo evidente la falta de ciertas palabras, como si hubiésemos perdido la ruta, sin poder encontrar nuestra posición en el mapa de la ciudad.

 

Por eso, no recuerdo quién fue el primero que empezó a hablar de comenzar algo juntos, algo de verdad. Mientras la espero en esta esquina y veo aparecer el cortejo fúnebre del Ño Carnavalón, pienso de nuevo en aquella última vez. Me quedaban algunos días más en Cajamarca, pese al poco tiempo que había pasado en la ciudad, mi vida limeña ya me parecía distante. De repente recordaba la morosidad del trabajo, las repetidas discusiones con Andrea. Todo eso empequeñecía frente a las palabras que Fátima y yo intercambiábamos, nuestros proyectos y promesas que, gracias a su entusiasmo ciego, empezaban a vestirnos, acaso a disfrazarnos. Sentía como si, por primera vez, fuera fiel a todo lo que desde siempre había querido para mí. Cuando me desperté, a la mañana siguiente, Fátima ya no estaba a mi lado. Recordaba vagamente, a la hora en que el cielo comienza a aclararse, antes de que el sueño me atrapara, el haberme acercado más a ella, escuchado con atención lo que necesitaba decirme. Pero sobre todo recordaba su mirada, mientras quería hablarme de otra persona, entendí que un hombre. No quise saber nada más. Me llevé un dedo a los labios y le dije que todo eso ya era pasado.

 

El desfile fúnebre sigue su camino. Como de costumbre, enterrarán al señor del Carnaval en el barrio donde se encuentran las termas del Inca. Las comparsas lloran al rey de la fiesta; los españoles se abrazan con los incas en un llanto que tiene de grotesco y también de teatral. No sé por qué, me dije que mañana, a la misma hora, debería regresar al trabajo, llamar a Andrea, cenar con ella por la noche, tal y como habíamos convenido. Sentí que una multitud de promesas se me amontonaban en la garganta. Mañana, a la misma hora también, los empleados municipales habrían limpiado del todo la ciudad, todos esos hombres y mujeres disfrazados como pobladores de una época perdida regresarían a la rutina con la cual estaban hechos sus días. La lluvia empieza a caer a chorros sobre la Cajamarca; la gente corre a guarecerse en cualquier parte. De pronto, la sensación de estar haciendo algo sin sentado me posee. ¿Qué demonios esperaba de esa mujer que apenas conocía? A mi lado un par de hombres, montados en una camioneta último modelo, sacan la cabeza para insultar a unos peatones: “indios de mierda”, gritaron. Los insultados responden como pueden, lárguense de aquí, limeños. Enciendo un cigarro y me dirijo al hotel, me precipito a no perder nada. Todavía puedo llegar a tiempo al aeropuerto. Cuando llego a la esquina, se me ocurre voltear. Veo a Fátima, entusiasta, incrédula, resignada, antes de orientar sus pasos por Cajamarca, la misma ciudad a la que le doy la espalda, entre la lluvia y las farolas que se encienden una a una.

 

 

Tours, enero del 2014

© Félix Terrones, del relato.

Gregorio Martínez. Historia Sagrada

Cubierta de Canto de Sirena, 2012.

Cubierta de Canto de Sirena, 2012.

 

Adán era un gramputa que ni bien lo hicieron ya estaba urdiendo la manera de engatusar a Dios sin tomar siquiera en cuenta de que todavía no estaba del todo seco, no ves que el Todopoderoso lo hizo de barro mojado y apenas se le había oreado el lomo y la barriga cuando se puso a cavilar, a buscar el lugar más conveniente por donde comenzar a jalar la hebra para enredarle a Dios todo cuanto hasta entonces había hecho y todo aquello que le quedaba por hacer. Sabía muy bien cuánto calzaba el Todopoderoso y que estaba demás que se antojara de esa horma para meter su zapato, pero no se contuvo, no dijo: «¿cómo es que yo, pobre cristiano hecho de barro pestífero, voy a conseguir hacer cojudo a ese fulano que nada le cuesta tocar con el dedo una piedra y al instante ya está caminando y enterrando el hocico en el lodo?, seguro que ni siquiera lo pensó, no se le ocurrió que en la vida también hay imposibles, no ves que desde que le dieron el soplo de vida, se propuso joder y abrió los ojos apenas sintió ese aliento antediluviano en la cara y vio una llanura serena y apacible como esos paisajes pintados que vemos en los cuadros, se estremeció por dentro y se puso de pie y cuando Dios le preguntó: ¿a dónde vas?, Adán miró para arriba y como no divisó a nadie contestó: voy a joder, y desde ese momento su vida entera la dedicó a la mortificación, a cada órgano de su cuerpo le asignó una tarea en la misión que se había impuesto. Eva aún no existía, a ella Dios la hizo de una costilla que le sacó a Adán mientras estaba sumido en un sueño pesado y profundo, resollando como un chancho, que cuál sería el pensamiento de Dios en ese momento que agarró y lo jodió para toda la vida con esa marca que ha quedado en el género humano como seña que desde el comienzo los vínculos entre Dios y el hombre fueron y serán una eterna jodienda mutua de nunca acabar, pero lo que yo digo es ¿por qué Adán no se asustó?, él despertó y encontró a Eva a su lado calata ¿y no se asustó?, o sea que yo me acuesto solo en mi cama y a la hora que me despierto encuentro a una mujer calata que no conozco ¿y no me asusto?, carajo, yo salgo corriendo como la gramputa y me saco la quinta maña en esa estaca y seguro que así viejo me van a tener que santiguar para que se me vaya el susto del cuerpo, entonces, ¿por qué Adán no se asustó?, él era de piedra seguramente, ¿acaso no era de carne y piedra igual que nosotros?, lo hicieron de barro pero cuando ocurrió lo de Eva ya era de carne y hueso, eso yo no me explico, no me convence tampoco lo que dice la historia santa, ¿quién ha hecho la historia santa?, por ahí yo también puedo decir que a esos señores se les antojó poner que las cosas habían sucedido así, y en el otro caso todavía peor, porque no se explica que siendo Dios tan poderoso tuviera necesidad que alguien le escribiera lo que quería escribir, ¿acaso no le bastaba con poner el dedo en el papel?, ahora que Dios haya escrito en alguna oportunidad sí creo porque quedan muchas señas, ahí está su escritura en las criadillas del carnero, esos que saben descifrar entienden muy bien qué dice, las criadillas del chivato no tienen escritura, porque el chivo es aliado de satanás, en los troncos dibujados por la carcoma igualmente está clarito la escritura de Dios, viendo las cosas de esta manera uno se da cuenta de que lo que dice la historia santa no es para tomarlo como único y verdadero, en lo de Adán y Eva han acomodado mucho lo ocurrido, no están ahí los hechos tal y conforme sucedieron, se me ocurre que Eva tampoco parió negro, chino, cholo, ella parió de una sola color, parió tal como era su raza solamente, nosotros somos otra creación, en la China otra, en la India otra, eso de que Adán y Eva son los únicos que han dado origen a la humanidad es un equívoco, negra pare negro, chola pare cholo, cómo nos van a hacer creer que Eva parió pintado, que digan que fue una cosa de milagro, de divinidad, es otro cantar, y uno a sabiendas que no es cierto dice sí para no contradecir, pero que vengan a asegurarlo con el antedicho que así figura en la historia santa, eso yo no lo acepto ni les daré la razón nunca así me lo ordene el obispo, el Papa o el gallito de la pasión, claro que tampoco es positivo contradecir por puro capricho, no digo no y falso por caprichudo, existe un fundamento que me garantiza: burro con burra da burro, caballo con yegua da caballo, si se entreveran sale cruzado, mula o burdégano, el pato y la gallina también se cruzan porque una vez hice la prueba en Pangaraví, donde Manuel Antonio Elías, y salió un gallipato que lo llevé a la pelea de gallos de la fiesta de Nazca y toditititos esos gallos finos de raza inglesa y chilena que llevó Antero Bolívar de Soysongo quedaron destripados en la arena del peleadero y ninguno pudo arañarlo siquiera a mi gallipato que parecía que tenía al demonio adentro y de un solo zarpazo los dejaba enredándose en las tripas, por eso creo que para que una mujer bote hijo de distinta color tiene que acostarse forzosamente con chino, con cholo, con negro, y no que porque se le antoja va a tener hijo de la color que ella quiere, además el cruce tiene que ser entre las especies del mismo género, si es otro género no cuaja, es por demás que uno pierda el tiempo ayuntándolos, claro que cualquier hembra es deseo para cualquier macho, sea o no de su género, el perro alunado no respeta chancha ni mujer, las ve y se les echa encima y empieza a menearse como si estuviese subido en una perra, pero esa simiente no pega, burro con vaca tampoco, en cambio vaca con búfalo, con cebú sí, en Lima, en la hacienda Higuereta, he visto esa cría de vaca con cebú, ahora lo que me vengo preguntando hace años es por qué la chancha queda preñada cuando un hombre la pisa, no es idea solamente ni fantasía, en Cabildo, el año 28, una chancha de don Emilio Tordoya parió una criaturita que tenía la cabeza de gente y lo demás era un chanchito, cuando lloraba era clarito como un recién nacido, la gente hablaba que era engendro de Flordelaire, un camaronero huraño que vivía en el río y que varias veces lo habían visto metido en el chiquero de don Emilio Tordoya, no se podía saber positivamente porque a Flordelaire las facciones ya se le habían torcido con la edad y la mala vida y además porque usaba una barba encandelada que le daba el aspecto de un manchache, pero dicen que la criatura tenía una cara agraciadita y el pelo de las cejas y la cabeza muy amarillo, esta contradicción nunca he podido explicármela, una vez le pedí al cura de Palpa que me sacara en limpio esta situación, pero se interesó más en los pormenores del hecho y finalmente se olvidó de lo que tenía que sacarme en claro, pero ojalá algún día se presente la ocasión y pueda hablar con uno de esos curas que no ven gente y que conversan de tú a vos con el Señor para ver si me explica la situación que según dicen es el único caso de cruce entre especies de distinto género y que se me ocurre sea la consecuencia y el castigo por todo lo que Adán empezó a joder apenas sintió el soplo antediluviano en la cara y vio la luz del mundo y se levantó y al escuchar la voz de Dios que le decía ¿a dónde vas? le contestó que iba a joder.

 

© Gregorio Martínez

Tomado de Canto de Sirena, Peisa, 2012.

Oquendo sobre Luis Loayza

Luis Loayza y Abelardo Oquendo en Ginebra

Luis Loayza y Abelardo Oquendo en Ginebra

Cuadernos de Composición

El avaro apareció en una colección de libritos, folletitos, un proyecto editorial que se llamó Cuadernos de composición, y también la primera edición de la obra de Loayza sale bajo el nombre de este sello. Después, no me acuerdo si fue antes o después. Fue antes, antes de El avaro apareció una publicación que hicimos con Loayza que también se llamaba Cuadernos de Composición, cuya idea era convocar escritores, cuatro por vez, que escribieran sobre un mismo tema [como las composiciones de colegio]. Entonces, el asunto era darles un tema a los escritores para que escribieran sobre eso. Hicimos uno nada más, uno con el tema de la estatua, y claro, uno de los textos de El avaro aparece titulado “La estatua”. En el primer “Cuaderno” colaboramos Loayza, Sebastián Salazar Bondy, Alejandro Romualdo y yo. Después la cosa fracasó porque la gente no se animaba, ya que no quería que los comparáramos con los otros, como una especie de competencia para ver quién había escrito mejor, entonces no les interesó mucho el tema. Y hubo solamente ese par de publicaciones con el sello de Cuadernos de composición. Este relato que aparece en los “Cuadernos” es el mismo que luego aparece en El avaro, porque además hubo muy poca diferencia de tiempo entre una cosa y otra. Él ya tenía esos textos escritos. Sí, además él, tramposamente, o ventajosamente, mejor, fue el que propuso el tema, ya lo tenía listo.

Carácter

Lo peculiar en él es que parece una persona asocial, ¿no es cierto?, pero no es nada asocial. Es una persona como cualquier otra, muy sociable, muy buen conversador, gentil, muy amable con las personas. Lo que pasa es que no le gusta, no le gustan grupos grandes, no le gusta aparecer, no le gusta ser el centro de atención, y es más bien retraído, de pocos amigos. No impopular, porque no lo es, no lo era tampoco. Esto lleva a que nunca haya dado una entrevista, a que no le interese absolutamente si hablan o no hablan de él. Le tiene completamente sin cuidado. No se ha promocionado nunca, el ejercicio de la literatura para él es realmente una vocación a la que responde cuando le provoca. Nunca se ha forzado a escribir, o sea, si a él le provoca escribe. Ahora lleva varios años sin escribir, le pregunté últimamente en París si tenía algún proyecto y me dijo tener allí unas cosas pero que todavía no se había animado a ponerse a trabajar. Yo espero que lo haga porque no está trabajando absolutamente en nada. Ya se jubiló de las Naciones Unidas, él trabajaba en Ginebra en la ONU, pero ha seguido trabajando por contratas, hasta que decidió irse a París; se compró un departamento allí y ha abandonado Ginebra y no va a recibir más contratos.

Clases de derecho

Sus textos circularon mucho en manuscritos entre el círculo de amigos. Yo conocía El avaro antes de que se publicara, y también lo conocían algunos condiscípulos suyos de la Facultad de Derecho de la Católica. En varios de esos textos, casi todo el “Vocabulario”, por ejemplo, fueron escritos durante las clases de derecho. Luego él nos enseñaba lo que había escrito entre las clases.

Lima

Él venía a Lima hasta que murieron sus padres. Después de muertos sus padres no ha vuelto y no piensa venir; hace como 20 años que no viene. Es muy apegado, eso se puede ver en sus textos, muy apegado al recuerdo. Sus placeres, más que los placeres de la vida, son los placeres de la memoria. Él tiene un profundo afecto, una vinculación muy afectiva a la Lima, a la Miraflores que conoció, sobre todo en la que vivió, y también a ciertas personas. Lo que veía en sus continuas visitas bienales a Lima, era, bajo algunos aspectos, una decadencia; bajo otros aspectos, el paso arrollador de lo que llaman progreso. Entonces, Miraflores empezaba a cambiar y no precisamente para mejora. Por ejemplo, la avenida Pardo era una preciosa avenida con ficus y con casas grandes. Pero claro, las pistas eran muy estrechas y el tránsito se hacía absolutamente imposible. Fue creciendo el parque automotor, como le dicen, y además a raíz de los ficus, que son árboles muy poderosos, malograban las pistas y las veredas, empezaban a quebrarlas, a empujarlas y les hacían ondulaciones y eso era insostenible, por ello había que cortar. La avenida Benavides, ahora llena de edificios, estaba con esos ranchos miraflorinos tan bonitos, con sus jardines adelante, tenía una doble vereda, luego se tiraron los árboles abajo, se amplió la pista para satisfacer las necesidades del tránsito, empezaron a desaparecer las casas y a aparecer los edificios. Lima se convirtió en una cochinada. Lima era el lugar al que uno iba en corbata al centro. Entonces, todo eso lo afectaba realmente y en un momento dijo “para qué voy a volver a Lima si lo único que hago es dejar que devaste mi memoria”. Es un rasgo de profunda afectividad que tiene, pero se cuida mucho de demostrarlo, es muy íntimo.

Revistas

La colección Cuadernos de composición la inventamos Loayza y yo. Nosotros fuimos y le pedimos a Romualdo y a Sebastián y apareció este único número. Quisimos seguir haciéndolo, pero no encontró acogida, además queríamos una cosa barata, que tenga pocas páginas y la financiábamos nosotros. Lo mismo la revista, ese primer número lo financió Loayza. Invirtió el sueldo que le acababan de pagar y publicamos el primer número de Literatura. Después hicimos otra revista que tiene el record en el Perú, ya que por lo general mueren en el número uno. Esta murió en el número cero. Sacamos un número de prueba que se llamó Proceso, y esa revista la sacamos Mario Vargas, Loayza, Sebastián, Hugo Neyra y yo. La significación no estaba en una cosa gradual, que es un proceso, sino en el proceso judicial. Pensábamos procesar aquí a la literatura peruana, pero se murió en el número cero.

[Lima, 09 de diciembre de 2004]

Fotografía: Archivo diario El Peruano

Renato Gómez. Poemas

Renato Gómez (Lima, 1977)

Renato Gómez (Lima, 1977)

 

 

Tu ano es el centro de una religión difusa. De mi ano tu mayor instinto,

un chorro marrón de masa que ya no palpita. Si no fueran heces tal vez

cúmulos de sangre y semen, consumidos bultos que encarno acaso;

devenir el invasor de mi propia sangre, el miembro invertido que jamás opera.

Si encontrara este dolor una extensión de carne a su costado abierto.

Si diera a este dolor el sentido secreto del sueño santo, la natividad y el rito,

sometido a encontrar a Dios al temblor de tus rodillas.

 

 

Y si me saliera en forma de pene y volviera a entrar

y salirme por la boca mientras eyaculo, cuánta similitud entre

la materia gris y mi caca. No sin embargo, cuánta similitud

entre la materia gris y mis intestinos. Pero cuál es el estómago

del cerebro; ahora hay un ente blando ajustado a tu cintura,

una constante flexión de masa que repica como yegua.

A duras penas sigues siendo la ingestión del día,

la prieta faz de luz que ya no rebota.

Eres una bestia, la bestia pura.

 

 

Al roce gotea transparente.

Se inflama mientras quisiera ser vagina.

Abre más y más la boca hasta partirse un instante

sin dejar de ser glande pero vagina.

El resto de un conocimiento vano coagula

en tu frente, antecede al roce pero un día radiante,

celeste, tu mierda vencerá la gravedad y Dios tragará

su propia caca, brotada de mi frondoso culo.

 

 

Pero qué padece tu raza que no la mía

si yo también sudo y cobijo liendres,

si me sale caca y mi moco compite

con el tuyo al borde de las mismas junturas.

Pero qué padece tu raza que no la mía

si tu piel se quiebra y destiñe el resto,

apesta a desprestigio y victoria paria.

De otra parte encima mío peores traumas configuran.

 

 

Que con esfuerzo te sea Jesús

y logres alzarte sobre el resto

en un latido ancho de caca dorada.

Nacido en la paria, qué grado de iluminación

te será necesario; resta una falta de carácter en las heces.

De mi primera boca ya no queda rastro,

así yo incontrastable a elemento e inerte

pero mutuo es el goce solo si tú me engendras

el asco perpetuo por todo lo que empujas a tu cuerpo

por todo lo que atreve a mecerse en tu cuerpo.

Llego a creer que la vida se aquieta cuando respiras.

Volverás en bestia pura que jamás podrá rendirse,

y ya no volveremos a alzarnos,

y ya no quedaremos nosotros.

 

 

Dios es un amor en el bajo vientre.

Nos crece ancho, embrutece y toca.

Nódulos y centellas rellenan su boca,

no deja grumos. Su cada orificio confina

un jadeo que nos reúne por cada fragmento

de piel, desde cada milímetro de pelo. Como

si viviéramos en una curva inabarcable

y al filo de esta nalga hubiera

un punto inquieto de luz y este punto fuera

de luz pero luz de caca, vetado al riesgo de todo

lenguaje, su impecable marcha contra lo que

quieres hacer tuyo, ser la primera extensión

de grasa que se recompone.

Una fe incapaz de sostenerme oscila

en tu lengua. Lo que esta toca vuelve

nueva extremidad. Inhalas

y tu pensamiento se extiende

por la falanges y falangetas

hasta suceder en otra dimensión

como un aleteo que se extingue.

 

 

EL RESTO NO FUE PERFECTO

 

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Enrique Prochazka. Golpe de timón

Enrique Prochazka

Enrique Prochazka

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Era un ciclista salvaje, pero no estaba interesado en los paseítos que se daban sus colegas en sus bicicletas de tres mil dólares. Para Víctor la suya era un medio de transporte, no un lujo: y por eso una inmensa fuente de placer. Ninguno de sus triunfos en la selva financiera, ninguno de sus cartones valía sin esos feroces quince minutos nocturnos, de regreso hacia su departamento. Atravesaba los cruces de semáforo en rojo, su celular microscópico saltando en el bolsillo del pantalón deportivo, los automovilistas asegurando en voz alta cosas sumamente profanas sobre su linaje. Llegaba al edificio rebosando de adrenalina, para ducharse, poner algo de música y cenar ligeramente.

Jamás salía. Usaba las noches para considerar su día, atender largamente el correo electrónico y ver algo en el cable. Las mujeres no lo desvelaban. Alguna vez tuvo un conflicto amoroso, que le pareció fantasmal en contraste con la nitidez de su dosis diaria de trabajo en la Corporación. Se enamoró sin ser correspondido y sufrió su porción; pero le hubiera gustado ensanchar la escasa magnitud del laberinto en su pecho sólo para poder hacerse cargo de algo complicado. Olvidó a la niña, y nunca dijo una palabra para defender que lo que todos creyeron despecho había sido en verdad aburrimiento. Convertir a su equipo de trabajo en un sistema experto y optimizar todos los procesos de la Corporación era satisfactoriamente difícil y harto más apasionante.

Lo habían contratado para una gerencia hacía medio año apenas, y ya su oficina lideraba las actividades de la mitad de las empresas del grupo. No es que tuviera mando alguno en lo que hicieran, pero Víctor no podía dejar de ser quien era, de trabajar cada día tres horas más que las doce que dedicaban los otros gerentes, de meterse en todo, de solucionarlo todo, de avanzar en direcciones novedosas cuando a nadie se le ocurría siquiera que esas direcciones pudieran existir.

Ahora, la Corporación enfrentaba tal retahíla de dificultades que las soluciones no podían provenir de un solo frente. Las exportaciones a Europa decaían, un competidor tradicional estaba subiendo demasiado en el mercado local, y desde hacía unas semanas los amigos de la banca los trataban con una cortesía escalofriante.

Pero él era Víctor, el Víctor que había empezado su aventura empresarial mientras todavía no terminaba la universidad, importando maquinaria textil a un tercio de su valor y vendiéndola al doble. El Víctor que después de terminar dos MBA’s hizo una pequeña fortuna con una firma consultora en la que empleó a sus ex profesores. El Víctor que, cuando estuvo con los japoneses, los desconcertó salvando sucesivamente de la quiebra a dos empresas que le dieron para llevarlas al matadero; la segunda terminó el año dando utilidades nada desdeñables. Cuando la crisis alejó a los nipones le llovieron ofertas de trabajo. Fue él quien eligió a la Corporación, no al revés.

En esa trayectoria de diez años de eficacia había profesionalizado el estrés y había adquirido algunas malas costumbres. La primera era la de salirse siempre con la suya. Perder no era una opción y nadie que sobreviviera a una semana de trabajo a su lado iba a olvidarlo nunca. La segunda era un pesado juguete que esperaba en un cajón, y al que llamaba cariñosamente «Plan B». Feliz con el tinte dramático que daba al asunto, lo consideraba su opción cuando perdiera. Nunca le había hecho falta; siempre estaba el arrebato de ese regreso a casa dándole alternativas a la muerte sobre el agresivo asfalto de la ciudad.

Como su ruta de retorno —como todos los demás procesos de su vida— el ascenso al departamento estaba optimizado al límite. El arribo a casa y la carrera vertical de treinta y cuatro escalones (le disgustaba esperar el ascensor para solo dos pisos) eran la diaria culminación de una existencia tensada por la eficacia.

Ahora, sin embargo, algo lo perturbaba. Uno de esos detalles en los que normalmente no se repara pero que, una vez que se los ha observado, no dejan de molestar. Era una nimiedad, una estupidez. Descubrió que siempre que —ya a pie— atravesaba la gran puerta metálica del edificio, mientras sujetaba el asiento con la mano derecha para dejar que la reja automática cerrara tras de sí, el timón viraba incontrolablemente hacia el lado derecho. Ahora bien, las escaleras que conducían a su departamento estaban a la izquierda. Perdía torpes segundos en acomodar otra vez el manubrio y llevar la bicicleta en la dirección correcta. Quizá le había venido ocurriendo desde siempre, pero ahora que lo notaba debía corregirlo. Desde hacía días sus intentos eran inútiles; su habilidad no prevalecía contra la obcecación del timón. Que un proceso fuera indócil, podía comprenderlo; que aquello pudiera deberse a su desmaño era intolerable.

Pero esta había sido la noche de su más grande triunfo. Había logrado la fusión por la que había venido presionando durante tres meses. Gracias a su maniobra, la Corporación liquidaba a su competidor más fuerte, se hacía de muchos amigos en el sudeste asiático y él obtenía una participación en una empresa subsidiaria. Y esta noche, precisamente, había redondeado su triunfo acertándole a una solución para el enojoso asunto del timón. Todo consistía en inclinar la bicicleta hacia la izquierda durante un segundo. Todo consistía —precisó mientras derrapaba entre dos combis a la entrada del Óvalo Higuereta— en girar la muñeca y dar una mínima sacudida al asiento. «Ahora sí —se dijo— giro, sacudo… y el timón se inclinará hacia el lado izquierdo».

Dejó que el cálido flujo de la adrenalina al frenar profetizara la culminación de sus esfuerzos. Como en los días previos a la fusión, la ferocidad del estrés se compensaba con la enorme satisfacción de planear algo astuto y obtenerlo, con el orgullo de poder predecir un buen desempeño. Un orgullo que siempre tenía asidero.

Confortable con su garantía, con la tranquilidad de ser él su propio valedor, se apeó y abrió la reja del edificio. Giró la muñeca experta y sacudió el asiento; el timón dio un nítido, indubitable giro hacia la derecha, hacia el lado contrario de la puerta, como siempre.

Sin entender lo que le acababa de suceder, o acaso comprendiéndolo demasiado a fondo, Víctor se congeló allí durante unos instantes y apretó los puños. Pacientemente enderezó el timón y cargó la bicicleta los treinta y cuatro escalones, sin pensar, más despacio que de costumbre. Entre sus jadeos, un hondo suspiro le hizo recordar el «Plan B».

No encendió la luz al llegar a su departamento. Arrojó la bicicleta a un lado y marchó de frente al cajón de su mesa de noche. La pericia de diez años de gerencia proactiva se impuso sobre cualquier prudencia, cualquier temor. Él no sería el obstáculo para la aplicación de soluciones drásticas. La .38 Smith & Wesson no iba a tener que esperarlo nunca más.

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Autor: Enrique Prochazka

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