El árbol. Armando Robles Godoy

(Nueva York, 1923 – Lima, 2010)

(Nueva York, 1923 – Lima, 2010)

 

El cuento corto, el verdadero cuento, es quizás el género literario más difícil. El lector lo lee de manera semejante a como alguien, con mucha sed, bebe un vaso de agua. La sed y el agua deben durar lo mismo, si esta última se prolonga más allá de la necesidad, quedará en el vaso, o será arrojada. El cuento que sigue ha sido escrito pensando en ese problema técnico, problema de síntesis, de claridad breve, de belleza condensada. Una palabra de más o de menos es capaz de romper toda la armonía, un razonamiento complicado exigiría una aclaración demasiado prolongada, una verdad analizada estiraría el cuento cada vez más; todo eso debe evitarse. El cuento corto, el verdadero cuento, no resiste descripciones minuciosas ni largos parlamentos, debe comenzar y terminar así, de un solo envión, sin dar tiempo para pensar, salvo al final, cuando la sed ha sido saciada totalmente o no, pero el vaso está vacío.

A.R.G.

Tingo María, agosto de 1955.

 

 

 

El hacha quedó clavada en el tronco. No había sucedido nada, pero el hombre que sabía que ese era el último hachazo. Con rapidez saltó al suelo desde la plataforma donde había estado trabajando y corrió unos metros, luego se detuvo. Imperceptiblemente la copa tembló, luego se inclinó hacia un lado, como movida por el viento, pero no regresó a su primitiva posición, entonces se inclinó un poco más. Repentinamente se escuchó un violento estallido y el enorme árbol cayó. Cuando iba a alcanzar una inclinación de cuarenticinco grados la madera gimió inútilmente, y un segundo más tarde todo había concluido con un estruendo apagado.

El hombre se acercó para mirar bien lo que había hecho. Era un enorme “tornillo” de corteza estriada; de allí saldrían tranquilamente dos mil pies de madera útil, quizás más. Ahora solo faltaba cortarlo en trozos adecuados y luego acarrearlos hasta el río. Después… a Tingo María a cobrar su dinero.

Ya estaba oscureciendo. Tendría que caminar durante media hora y no había llevado linterna. Si se apuraba llegaría con luz al pequeño campamento. Recogió el hacha, a la que se le había roto el mango, y comenzó a andar rápidamente por la casi invisible trocha.

Trabajaba cortando árboles desde hacía un mes. Había descubierto gran concentración de “tornillos” y quería terminar de explotarla rápidamente, antes de que el dueño, si es que tenía dueño, viniera a reclamar lo que era suyo. Pero en realidad no tenía por qué preocuparse mucho; aquella zona quedaba alejada de cualquier “chacra” y no había visto a nadie en los treinta días que llevaba trabajando. Lo peligroso vendría después, cuando tuviera que traer por lo menos tres hombres para que lo ayudaran a llevar los trozos hasta el río. Esos podrían hablar. Por eso quería dejar todo preparado, a fin de que esa etapa del trabajo quedara terminada en el menor tiempo posible.

Con el dinero que cobraría por esa madera, calculando muy por lo bajo, solucionaría todos sus problemas, y por consiguiente su vida. Era extraño, pero su vida siempre había sido un problema, y nunca había estado tan cerca de solucionarlo como ahora. Necesitaba, concretamente, quince mil soles. Quince mil soles libres de polvo y paja, eso sí, pero nada más que quince mil soles. Ya tenía el lanchón terminado en Pucallpa, pero en el almacén, y costaba quince mil soles.

Tenía cuarenticinco años y todo lo que deseaba era poder terminar su vida trabajando en algo no muy violento y que le permitiera comer todos los días. Siempre había sido jornalero en trabajos de campo, pero dos años antes, por primera vez, había suspendido durante un momento el macheteo que estaba haciendo y se había puesto a pensar. No pensó mucho, pero quedó resuelto que debía hacer algo. Esa misma noche se le ocurrió la idea de trabajar llevando carga por el río Ucayali en un pequeño lanchón de su exclusiva propiedad. No tenía absolutamente nada más que la idea, pero por eso mismo le fue fácil llevarla a la práctica. El casco del lanchón lo costeó sin mayores sacrificios. Era un hombre tranquilo, de pocas palabras, completamente alejado de las mujeres y del licor; con poca comida quedaba satisfecho y la ropa le duraba mucho, pues la cuidaba. Pero este gasto final de quince mil soles colocaba su plan demasiado adelante en el futuro, no podía esperar tanto. Como de costumbre el problema era insoluble. Y fue entonces cuando, de cacería por el monte, descubrió un “tornillo”, y luego otro, y otro, y otro más; todos gruesos, largos, frescos.

En quince minutos más llegaría al campamento y, felizmente, todavía tendría luz durante un rato. No era nada agradable la idea de perder la trocha en la oscuridad y tener que pasar la noche sentado con la espalda pegada contra un tronco.

Y entonces sintió un golpe en la espalda y, casi al mismo tiempo, un estampido seco y no muy lejano. Quedó de pie, apoyado en un árbol delgado y blanco. Escuchó ¿Qué había sido eso? Pero el tremendo ruido de la selva al anochecer fue todo lo que llegó hasta él. Un tiro. Qué raro. Trató de seguir andando, pero no pudo. Estaba pegado contra el árbol, como si este fuera el suelo y él hubiera caído definitivamente. No podía moverse. No le dolía nada. Hizo un esfuerzo desesperado pero fue inútil. No podía mover un músculo. El estampido había sido un tiro de fusil. ¿Por qué no podía moverse? Si le hubieran disparado hubiera sentido dolor, algo… entonces recordó el golpe en la espalda. Le había caído un tiro. Pero… ¿por qué no le dolía? Intentó llevar una mano a su espalda, y no pudo. Estaba tieso, pegado contra el árbol, con los brazos caídos y la mejilla derecha oprimida contra la corteza blanca. ¿Quién habría disparado? Seguramente un cazador, un tiro perdido. Eso… eso era. ¿Podría gritar? El intento tuvo éxito, podía gritar. Reunió todas sus fuerzas, a pesar de la extraña postura, y gritó hasta quedarse sin aliento; el esfuerzo le cubrió la frente de gotitas de sudor. ¿Por qué? No era para tanto. Se sentía cansado. Escuchó. Nada más que el chirrido continuo de los grillos. Gritó de nuevo, esta vez más débilmente, y de nuevo le contestó el chirrido. Era un ruido enorme; nunca le había prestado atención; parecía brotar de todas partes y extenderse hasta el fin del mundo. Iba a gritar de nuevo cuando comprendió que sería inútil. ¿Por qué? Indudablemente alguien le había herido sin querer, alguien que estaba muy cerca. Pero era inútil gritar, nadie vendría. ¿Por qué?

Miró por el rabillo del ojo derecho y vio la corteza del árbol a un centímetro de distancia. Era blanca y estaba llena de puntos negros y grises, unos grandes, otros pequeños. Comenzó desde arriba y contó cinco puntos negros y siete grises. Había muchos más, por supuesto, pero esos eran todos los que podía ver. ¿Quién habría disparado? Tenía por fuerza que ser un accidente, pues él no tenía enemigos, ni siquiera conocidos. ¿Quién andaría por ahí, cazando con una carabina? Había reconocido perfectamente la detonación, una treintidós. Y lo malo era que ahora se le iba a hacer de noche por más que se apurara. Todavía había luz suficiente, pero no le alcanzaría para llegar hasta el campamento. Si pudiera ver el camino con la claridad con que veía la corteza blanca del árbol. Bueno. Ya había descansado bastante. Era el momento de ponerse en marcha.

Cuando murió se le cerraron los ojos, y algo, algo imperceptible, sucedió. Si hubiera podido ver habría podido contar muchos más puntitos negros y grises, pues la cabeza resbaló un poco por el tronco. El árbol delgado tembló ligeramente, y el hombre cayó al suelo.

Entonces, rápidamente, se hizo de noche.

 

 

© Herederos de Armando Robles Godoy.

© De la imagen, Juan Carlos Chihuán Trevejo.

Tomado del diario Expreso, 1956.

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Ricardo Sumalavia. La ofrenda

Ricardo Ricardo Sumalavia (Lima, 1968)

Olenka estaba preparando sus maletas cuando recibió la carta. Despegó los bordes del sobre y lo abrió con cuidado, sin romperlo, y extrajo una hoja delgada de papel, de esas donde se copian moldes de manualidades o se envuelven chocolates o galletas de la suerte. La letra del texto era irregular: a veces inclinada a la izquierda, ancha y moldeada, otras a la derecha, con prisa, y algunas caprichosamente verticales. A ella no le costó descubrir que la cambiante caligrafía se determinaba por el propio mensaje que se había trazado. Después de tanto dato trivial y formulismos que anteceden a las desgracias, llegó a las letras verticales. En ellas leyó que su padre, o Javier, como aparecía en el papel, se hallaba muy enfermo. No continuó leyendo. Se dijo que aquello era una patética ironía. Esa misma mañana había recibido una llamada telefónica desde Lima que le informaba que su padre había muerto. Se llevó la carta al rostro y se cubrió con ella como si fuera un pañuelo. No quiso pensar ni decir nada; solamente aspiraba el recién percibido olor a canela que emanaba del papel.

Recién en el avión rumbo a Lima pudo darse cuenta de que había dejado olvidada la carta sobre la consola, en la sala de su departamento. Y por más que intentó, no consiguió recordar una sola palabra, ni siquiera aquella caligrafía tan curiosa que finalizaba con la rúbrica de Marina, la mujer de su padre. Lo único que permaneció en ella era el olor a canela. «Debe ser de Marina», pensó. «Supongo que es un olor perfecto para una mujer de su edad». Sonrió por esa ocurrencia. Solo la había visto un par de veces: en el momento que le fue presentada por su padre y el día en que ellos se casaron. «En aquella ceremonia estuve cerca de él por última vez», recordó.

Luego del entierro, Olenka se obligó a pensar que todo había terminado. Las condolencias, los saludos, los abrazos y despedidas de los amigos y familiares que dejó de ver por muchos años se habían sucedido apaciblemente. Fueron pocos los que trataron de indagar por la estadía de ella en el extranjero. Y gracias a las formalidades como respuesta, pronto Marina y Olenka consiguieron estar a solas. Regresaron juntas a casa y se quedaron en la sala, descansando sobre unos mullidos sillones con muchos cojines de plumas. Ellas, a su manera, estaban rendidas. Marina inclinó su cabeza, la apoyó en el respaldar del sillón y se durmió rápidamente. «Estará muy cansada», pensó Olenka, arrebujándose en su sitio, abrazando uno de los cojines, también cediendo al sueño con facilidad. Cuando despertó, no pudo evitar que sus movimientos también despertaran a la esposa de su padre. Ambas se asombraron de lo tarde que era. «Pronto anochecerá», dijo Marina.

—¿Por qué no vamos al café Los Montes? —propuso Olenka, sorprendiéndose ella misma de hacer aquella invitación y de recordar tan fácilmente el nombre de ese lugar.

Al principio Marina no supo qué decir, pero terminó aceptando. Fueron a la cochera y en medio de risas nerviosas aceptaron que ninguna de ellas se atrevería a conducir el auto de Javier (Olenka se incomodó de llamar a su padre por su nombre delante de Marina, pero era una costumbre que no abandonaría). Marina cerró las puertas del auto, no sin un ligero estremecimiento ante cada portazo: echó las llaves sobre una mesa y salió con Olenka hacia la calle, dispuesta a tomar un taxi. Durante el camino charlaron sobre los procedimientos que le continúan a los entierros. Se pusieron de acuerdo en que era necesario que Olenka se quedara unos días en la casa, hasta encaminar los trámites de la repartición de los bienes de su padre. Después permanecieron en silencio hasta llegar al café.

Ocuparon una mesa en el segundo nivel del establecimiento por sugerencia de Olenka: un espacio pequeño y cálido. Marina tomó la iniciativa y habló con soltura. Mencionó diversos nombres, personas que se vinculaban directamente con Javier. Aunque le costaba cada vez más prestarle atención, Olenka trataba de escucharla. Tenía la impresión de que algún conocido en su infancia, sin idea alguna de lo sucedido a su padre, entraría al café y le haría muchas preguntas sobre el actual estado de su familia. Para evitar esta distracción, captó un nombre al azar, Miguel, y preguntó:

—¿Quién es Miguel?

—Fue el secretario de tu padre…, de Javier —corrigió Marina—. Lo conoció hace tres años en la universidad. Era su alumno. Al parecer no era el mejor de la clase, pero Javier siempre lo vio tan metódico y convincente en sus apreciaciones que pronto se hicieron amigos. No fue de extrañarse esa amistad, era natural que a su edad Javier se proyectara en aquel muchacho.

—Parece que lo sacaste de un tratado de psicología —Olenka intentó una broma, una pésima broma—.

—Lo sé.

—¿Se lo dijiste a Javier en algún momento?

—No. No fue necesario. —Marina se acomodó en su asiento, tomó un sorbo de café y prosiguió: —Lo cierto es que se convirtió en su secretario. Yo ya no estaba para esas cosas y necesitaba más tiempo para mi trabajo en la revista. La idea me pareció perfecta. Miguel iba a la casa por las tardes, de tres a seis, y se encargaba de los archivos. Siempre fue muy meticuloso y no permitió que ningún papel se quedara sin catalogar ni fichar. Con su ayuda, Javier consiguió en un año recopilar y corregir muchos ensayos dispersos y decenas de conferencias, que se publicaron en ediciones impecables, también al cuidado de Miguel.

—Por lo que me cuentas, ya podría detestar a ese joven —interrumpió Olenka—1.

—Celos de hija única —dijo Marina, con poco convencimiento—.

—Cosas que se aprenden, ¿qué le voy a hacer?

—Es curioso, Javier una vez también dijo que podía aprender ciertos sentimientos.

—¿Y cuándo lo dijo?

—Después de que aparecieran sus publicaciones; cuando Miguel empezó a frecuentar la casa acompañado de una chica, Estela.

—No me digas más. ¿Tuviste celos de esa Estela?

—Algo que aprendí de tu padre.

—Vaya, estamos a mano.

—No tan rápido, cariño. No tan rápido.

—…

—Estela es una muchacha realmente disparatada. Siempre anda en líos increíbles. Hasta ahora no sé cómo se le ocurrió a Miguel llevar a esa chica a la casa y menos a Javier aceptarla. Bueno, en realidad, sí sé la razón. Ella es muy simpática —Marina se calló para aclarar la imagen que estaba recordando.— Eso, tiene mucha simpatía.

—¿Acaso no es bonita?

—Fíjate que no. Pero tiene a todos de vuelta y media. En la casa le dictaba a Miguel los informes y apuntes que Javier garrapateaba horas antes. Parecía que entre ellos había un acuerdo de adolescentes para mantener a esa muchacha leyendo aquellos papeles con una dicción de primariosa. Yo los miraba hacer esas chiquilladas desde mi escritorio. Y cuando ellos terminaban sus trabajos, los tres se ofrecían para llevar y recoger mi correspondencia de la casilla postal. Solo Javier regresaba. Digamos que esa fue su rutina durante mucho tiempo. Sin embargo, por esos mismos días, hubo otro cambio; la salud de Javier se quebrantó y le empezaron a sobrevenir una serie de malestares que lo anularon muy pronto en su trabajo. Visitamos muchos médicos, pero no conseguimos un diagnóstico preciso y su deterioro fue irreversible. Su único momento favorable era en el estudio, con la presencia de Miguel y Estela. Ni siquiera daba sus clases en la universidad.

—¿Fue entonces cuando murió?

—Así es. Ese día yo estaba en mi escritorio terminando de cerrar algunos sobres mientras Javier me observaba, contemplativo, sin escribir una sola línea. Miguel y Estela aún no habían llegado y todo parecía mantenerse en quietud. Terminé de sellar el último sobre y, al levantar la mirada, descubrí a Javier desfallecido al pie de su mesa de trabajo. Me levanté temblorosa y avancé con torpeza. Quise llegar hasta él pero me desmayé de pronto. Cuando recobré el conocimiento había mucha gente desconocida en el estudio. Pregunté por Javier y me contestaron de la peor manera que habían querido llevarlo a una clínica, pero que había muerto en el camino. Otra vez sentí desvanecerme y, recién entonces, me di cuenta de que Miguel y Estela me sostenían de los brazos.

Al salir del Café Los Montes caminaron unas cuantas calles. Llegaron hasta muy cerca de la universidad donde Javier había sido profesor y Marina dijo que era probable que Miguel se encontrara por ahí. Y, en efecto, él apareció en su auto por una avenida principal. Olenka reconoció haberlo visto en el velorio y el entierro, a una prudente distancia de los familiares. Se acercó a ellas y se ofreció a llevarlas. Olenka, sin embargo, se negó instintivamente y dijo con amabilidad que prefería caminar un poco más.

—Ve tú —le dijo a Marina, y continuó caminando sin esperar una respuesta.

Olenka bajó por las escaleras y se dirigió directamente al estudio. Recién había despertado de una siesta y quiso leer un poco, sentada en el sillón que solía ocupar su padre. A través del vidrio de la puerta pudo ver que Miguel se encontraba en el estudio y de nuevo experimentó aquella sensación del día anterior al salir del café, cuando descubrió que él no era ningún muchacho, como lo calificaba Marina. Era un hombre delgado, alto y sumamente atractivo. También resaltaba una ligera inclinación de su cuerpo hacia delante que se pronunciaba por un cigarro siempre en los labios.

—Hola —dijo Olenka con voz muy baja, tratando de no sorprenderlo. Él estaba colocando unos libros en el estante.

Miguel volteó e hizo una exagerada reverencia. «Hola», escuchó ella; pero no era la voz de él, era Estela. Estaba hundida en el sillón de su padre, jugando con sus dedos en un rítmico traqueteo sobre el escritorio.

—Ella es Estela, mi amiga.

—¿Cómo estás? —Olenka supo muy bien que con la presencia de esa muchacha nada marcharía adecuadamente. Decidió salir de ahí de inmediato y agregó: solo quería escoger un libro.

—Toma uno de estos. Son muy buenos —dijo Estela, mostrando varios libros apilados sobre el escritorio cerca de ella—. Olenka se aproximó, tomó un título cualquiera y salió del estudio. Al llegar a las escaleras, un repentino vértigo la obligó a sostenerse de la baranda. Enseguida le sobrevinieron arcadas que difícilmente pudo contener. Aspiró una gran cantidad de aire y solo entonces pudo librarse del intenso olor a canela que había brotado de Estela.

Uno de los días en los que Olenka se pasaba gran parte de la tarde leyendo en el estudio, llegaron Miguel y Estela. Ella, en un impulso, salió por la puerta que da al jardín y se recostó en la pared, ocultándose cerca del marco de aquella puerta. Estuvo allí lo suficiente para escucharlos hablar de trivialidades, quedarse en silencio mientras Miguel ordenaba unas fichas, discutir, forcejear un poco, oír los resoplidos de él y las canciones que Estela tarareaba. En el momento que Olenka por fin optó por rodear la casa para poder entrar nuevamente, se detuvo en un rapto de curiosidad y echó una mirada al estudio. Entonces los pudo ver haciendo el amor sobre la tupida alfombra, acompasadamente. El atisbo solo duró unos segundos; no obstante, en ellos Olenka descubrió, entre la redondez y firmeza de los pechos de Estela, una insólita protuberancia callosa. Era un corpúsculo turgente que de modo extraño armonizaba con los movimientos de Estela e imantaba los deseos de Miguel, atrayéndolo embriagado hacia una inusitada ofrenda.

Esta visión obligó a Olenka a retroceder unos pasos. Todavía perturbada tuvo que sujetarse del alféizar para evitar un traspié. En este intento dio media vuelta y halló a Marina en un extremo del amplio jardín, recostada en una tumbona, viendo con calma la escena. Marina solo atinó a agitar el brazo, como cuando se saluda o despide.

El teléfono timbró repetidas veces antes de que Marina levantara el auricular.

—Es para ti, Olenka. Miguel quiere hablar contigo —dijo mientras tapaba la bocina con una mano—.

—¿Conmigo? ¿Y qué quiere?

—¿Cómo voy a saberlo? Toma, habla.

—¿Sí? Hola… Dime… Claro, cómo no… ¿a las cinco te parece bien?… perfecto entonces… ¿Y Estela?…Ya, entiendo… Hasta luego, pues —dijo Olenka y colgó—.

—Miguel vendrá a las cinco. Quiere charlar un rato.

Aunque Marina no le dio importancia a lo que ella le decía, Olenka se sintió algo estúpida por haberle dado explicaciones.

—Marina.

—Dime.

—¿Tú escribiste la carta para comunicarme que Javier había enfermado?

—No. Javier no quiso que te enteraras, pero Miguel y Estela me dijeron que no me preocupara, que ellos se encargarían de avisarte.

A continuación, Marina abrió un cuaderno, anotó algunas frases, después unas cifras y se detuvo a examinarlas con detenimiento. Olenka la dejó en lo suyo y subió a su cuarto.

Olenka y Miguel fueron hasta la terraza para sentarse en unas sillas de mimbre que circundaban una frágil mesa redonda. Allí encontraron una jarra de limonada muy fría y un recipiente con galletas. Sonrieron, pues sabían que se trataba de un detalle de Marina.

—No podía esperar nada menos de Marina —dijo él.

—Yo tampoco. Aunque, la verdad, todavía no sé cuánto pueda esperar de ella; yo la he tratado muy poco.

—Ocho años fuera de Lima es demasiado, ¿no crees?

Ella se admiró por la impertinencia del comentario, pero no quiso hacer notar su malestar.

—Tienes razón. Es mucho tiempo y creo que me lamento de ello— respondió mientras intentaba coger una galleta del recipiente—.

Miguel movió la cabeza aprobando todo lo que ella decía e inmediatamente dirigió el rumbo de la charla hacia otros temas. A Olenka le pareció una treta muy obvia, pero prefirió continuar con esta. Se dijo a sí misma que disfrutaba la compañía de este hombre.

Hablaron varias horas. Al entrar la noche se habían terminado las galletas y la limonada. Ella fue a la cocina en busca de una botella de vino que luego bebieron entre anécdotas risibles y maledicencias sobre personajes públicos de la televisión. Olenka lo escuchaba atenta a la desmedida gestualidad con que Miguel acompañaba sus palabras. No obstante, entre copa y copa, cuando él echaba su extenso cuerpo hacia atrás para reírse y después lo retornaba a su habitual inclinación, Olenka no pudo evitar que se presentaran ante ella fugaces imágenes obscenas de él, manipulando y disfrutando la deformidad de Estela.

Miguel le propuso ir a un restaurante concurrido y cercano. «Conviene cambiar de ambiente», le precisó. Ella solo aceptó con la condición de descorchar otra botella de vino y beber unas copas.

—Es un trato —aseveró él—. Voy a la cocina a traerlo de inmediato. No olvides que yo conozco esta casa mejor que tú.

Se puso de pie y se mostró descomunal y cómico ante aquella mesa tan pequeña. Él dijo algo gracioso y, moviendo sus hombros en un paródico baile, fue a la cocina. Olenka, movida por un arrebato de ansiedad, no quiso esperarlo y resolvió darle el alcance. Las luces de la casa aún no habían sido encendidas y ella tropezó con todo. A cada tropiezo daba pequeños gritos nerviosos que intentó ahogar tapándose la boca.

—Por aquí— gritó Miguel desde la cocina.

Ella llegó hasta la puerta y se apoyó en el quicio. Buscó el interruptor y, apenas se iluminó el lugar, dio una rápida mirada dentro. No logró encontrarlo. Tampoco se inquietó; ni siquiera al dar unos cuantos pasos y advertir de inmediato que las pisadas de Miguel se detenían detrás de ella. Se mantuvo quieta, alerta y divertida; aguardando ser tomada. Intempestivamente él la sujetó de los brazos, la llevó hacia una pared blanca y lisa y la obligó a apoyar la mejilla, los pechos y el vientre en aquella superficie fría. La mantuvo cercada con su cuerpo. Ella sentía que le restaba el aire, que la iba hundiendo en un sopor que solo se iría disipando mientras él se frotaba en ella. Luego él le permitió girar y pronto, sin dejar de besarse, entre las ansias y la agitación, se libraron de algunas prendas. Él, siempre sosteniéndola de las nalgas, la levantó hasta su altura y le permitió a ella encaramarse, separando las piernas y acoplándose con furor, consiguiendo su deseada posición entre la pared y el cuerpo de Miguel. Solo entonces Olenka empezó a morderse los labios y presionarlos a cada movimiento brusco de sus caderas, disfrutando del ritmo que le proponía.

De repente, en medio de las turbulencias de su cuerpo, Olenka consiguió percatarse de que alguien entraba a la cocina. Ella no mostró ningún azoramiento al descubrir que era Estela quien se les aproximaba pausadamente, sosteniendo un cuchillo en una de sus manos. Prefirió continuar sus movimientos con el mismo goce, con esa oscura furia contenida, y no alertó a Miguel. Ambas se observaron. Olenka, ya sin control de sí, separó los labios y bajó la mirada con debilidad, hasta detenerla en el punto donde debía estar la turgencia en Estela, en medio de ese pecho agitado. Luego la vio levantar el brazo, tomar impulso y dejar caer todo su peso sobre el cuchillo que se iba enterrando en la espalda de Miguel, con aparente lentitud y seguridad. Él parecía no entender lo que sucedía, ni aceptar el creciente dolor. Todavía quieto, sus ojos permanecieron interrogantes hacia una Olenka extasiada. Él quiso decirle algo, pero su cuerpo quedó suspendido. Ni siquiera pretendió voltear; tan solo se exigió un último intento para concentrar sus fuerzas y sostenerse en pie unos cuantos segundos más. Finalmente, sus ojos se entornaron y empezó a desvanecerse. Estela no se detuvo a contemplarlos; se marchó con naturalidad, sabiéndose observada por Olenka, que aún embriagada se dejaba arrastrar hasta el suelo por el inmenso cuerpo del hombre; prefiriendo quedarse inmóvil y sin voluntad, como abrigada por la piel de un gran oso.

© Ricardo Sumalavia


Oquendo sobre Luis Loayza

Luis Loayza y Abelardo Oquendo en Ginebra

Luis Loayza y Abelardo Oquendo en Ginebra

Cuadernos de Composición

El avaro apareció en una colección de libritos, folletitos, un proyecto editorial que se llamó Cuadernos de composición, y también la primera edición de la obra de Loayza sale bajo el nombre de este sello. Después, no me acuerdo si fue antes o después. Fue antes, antes de El avaro apareció una publicación que hicimos con Loayza que también se llamaba Cuadernos de Composición, cuya idea era convocar escritores, cuatro por vez, que escribieran sobre un mismo tema [como las composiciones de colegio]. Entonces, el asunto era darles un tema a los escritores para que escribieran sobre eso. Hicimos uno nada más, uno con el tema de la estatua, y claro, uno de los textos de El avaro aparece titulado “La estatua”. En el primer “Cuaderno” colaboramos Loayza, Sebastián Salazar Bondy, Alejandro Romualdo y yo. Después la cosa fracasó porque la gente no se animaba, ya que no quería que los comparáramos con los otros, como una especie de competencia para ver quién había escrito mejor, entonces no les interesó mucho el tema. Y hubo solamente ese par de publicaciones con el sello de Cuadernos de composición. Este relato que aparece en los “Cuadernos” es el mismo que luego aparece en El avaro, porque además hubo muy poca diferencia de tiempo entre una cosa y otra. Él ya tenía esos textos escritos. Sí, además él, tramposamente, o ventajosamente, mejor, fue el que propuso el tema, ya lo tenía listo.

Carácter

Lo peculiar en él es que parece una persona asocial, ¿no es cierto?, pero no es nada asocial. Es una persona como cualquier otra, muy sociable, muy buen conversador, gentil, muy amable con las personas. Lo que pasa es que no le gusta, no le gustan grupos grandes, no le gusta aparecer, no le gusta ser el centro de atención, y es más bien retraído, de pocos amigos. No impopular, porque no lo es, no lo era tampoco. Esto lleva a que nunca haya dado una entrevista, a que no le interese absolutamente si hablan o no hablan de él. Le tiene completamente sin cuidado. No se ha promocionado nunca, el ejercicio de la literatura para él es realmente una vocación a la que responde cuando le provoca. Nunca se ha forzado a escribir, o sea, si a él le provoca escribe. Ahora lleva varios años sin escribir, le pregunté últimamente en París si tenía algún proyecto y me dijo tener allí unas cosas pero que todavía no se había animado a ponerse a trabajar. Yo espero que lo haga porque no está trabajando absolutamente en nada. Ya se jubiló de las Naciones Unidas, él trabajaba en Ginebra en la ONU, pero ha seguido trabajando por contratas, hasta que decidió irse a París; se compró un departamento allí y ha abandonado Ginebra y no va a recibir más contratos.

Clases de derecho

Sus textos circularon mucho en manuscritos entre el círculo de amigos. Yo conocía El avaro antes de que se publicara, y también lo conocían algunos condiscípulos suyos de la Facultad de Derecho de la Católica. En varios de esos textos, casi todo el “Vocabulario”, por ejemplo, fueron escritos durante las clases de derecho. Luego él nos enseñaba lo que había escrito entre las clases.

Lima

Él venía a Lima hasta que murieron sus padres. Después de muertos sus padres no ha vuelto y no piensa venir; hace como 20 años que no viene. Es muy apegado, eso se puede ver en sus textos, muy apegado al recuerdo. Sus placeres, más que los placeres de la vida, son los placeres de la memoria. Él tiene un profundo afecto, una vinculación muy afectiva a la Lima, a la Miraflores que conoció, sobre todo en la que vivió, y también a ciertas personas. Lo que veía en sus continuas visitas bienales a Lima, era, bajo algunos aspectos, una decadencia; bajo otros aspectos, el paso arrollador de lo que llaman progreso. Entonces, Miraflores empezaba a cambiar y no precisamente para mejora. Por ejemplo, la avenida Pardo era una preciosa avenida con ficus y con casas grandes. Pero claro, las pistas eran muy estrechas y el tránsito se hacía absolutamente imposible. Fue creciendo el parque automotor, como le dicen, y además a raíz de los ficus, que son árboles muy poderosos, malograban las pistas y las veredas, empezaban a quebrarlas, a empujarlas y les hacían ondulaciones y eso era insostenible, por ello había que cortar. La avenida Benavides, ahora llena de edificios, estaba con esos ranchos miraflorinos tan bonitos, con sus jardines adelante, tenía una doble vereda, luego se tiraron los árboles abajo, se amplió la pista para satisfacer las necesidades del tránsito, empezaron a desaparecer las casas y a aparecer los edificios. Lima se convirtió en una cochinada. Lima era el lugar al que uno iba en corbata al centro. Entonces, todo eso lo afectaba realmente y en un momento dijo “para qué voy a volver a Lima si lo único que hago es dejar que devaste mi memoria”. Es un rasgo de profunda afectividad que tiene, pero se cuida mucho de demostrarlo, es muy íntimo.

Revistas

La colección Cuadernos de composición la inventamos Loayza y yo. Nosotros fuimos y le pedimos a Romualdo y a Sebastián y apareció este único número. Quisimos seguir haciéndolo, pero no encontró acogida, además queríamos una cosa barata, que tenga pocas páginas y la financiábamos nosotros. Lo mismo la revista, ese primer número lo financió Loayza. Invirtió el sueldo que le acababan de pagar y publicamos el primer número de Literatura. Después hicimos otra revista que tiene el record en el Perú, ya que por lo general mueren en el número uno. Esta murió en el número cero. Sacamos un número de prueba que se llamó Proceso, y esa revista la sacamos Mario Vargas, Loayza, Sebastián, Hugo Neyra y yo. La significación no estaba en una cosa gradual, que es un proceso, sino en el proceso judicial. Pensábamos procesar aquí a la literatura peruana, pero se murió en el número cero.

[Lima, 09 de diciembre de 2004]

Fotografía: Archivo diario El Peruano

Enrique Prochazka. Golpe de timón

Enrique Prochazka

Enrique Prochazka

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Era un ciclista salvaje, pero no estaba interesado en los paseítos que se daban sus colegas en sus bicicletas de tres mil dólares. Para Víctor la suya era un medio de transporte, no un lujo: y por eso una inmensa fuente de placer. Ninguno de sus triunfos en la selva financiera, ninguno de sus cartones valía sin esos feroces quince minutos nocturnos, de regreso hacia su departamento. Atravesaba los cruces de semáforo en rojo, su celular microscópico saltando en el bolsillo del pantalón deportivo, los automovilistas asegurando en voz alta cosas sumamente profanas sobre su linaje. Llegaba al edificio rebosando de adrenalina, para ducharse, poner algo de música y cenar ligeramente.

Jamás salía. Usaba las noches para considerar su día, atender largamente el correo electrónico y ver algo en el cable. Las mujeres no lo desvelaban. Alguna vez tuvo un conflicto amoroso, que le pareció fantasmal en contraste con la nitidez de su dosis diaria de trabajo en la Corporación. Se enamoró sin ser correspondido y sufrió su porción; pero le hubiera gustado ensanchar la escasa magnitud del laberinto en su pecho sólo para poder hacerse cargo de algo complicado. Olvidó a la niña, y nunca dijo una palabra para defender que lo que todos creyeron despecho había sido en verdad aburrimiento. Convertir a su equipo de trabajo en un sistema experto y optimizar todos los procesos de la Corporación era satisfactoriamente difícil y harto más apasionante.

Lo habían contratado para una gerencia hacía medio año apenas, y ya su oficina lideraba las actividades de la mitad de las empresas del grupo. No es que tuviera mando alguno en lo que hicieran, pero Víctor no podía dejar de ser quien era, de trabajar cada día tres horas más que las doce que dedicaban los otros gerentes, de meterse en todo, de solucionarlo todo, de avanzar en direcciones novedosas cuando a nadie se le ocurría siquiera que esas direcciones pudieran existir.

Ahora, la Corporación enfrentaba tal retahíla de dificultades que las soluciones no podían provenir de un solo frente. Las exportaciones a Europa decaían, un competidor tradicional estaba subiendo demasiado en el mercado local, y desde hacía unas semanas los amigos de la banca los trataban con una cortesía escalofriante.

Pero él era Víctor, el Víctor que había empezado su aventura empresarial mientras todavía no terminaba la universidad, importando maquinaria textil a un tercio de su valor y vendiéndola al doble. El Víctor que después de terminar dos MBA’s hizo una pequeña fortuna con una firma consultora en la que empleó a sus ex profesores. El Víctor que, cuando estuvo con los japoneses, los desconcertó salvando sucesivamente de la quiebra a dos empresas que le dieron para llevarlas al matadero; la segunda terminó el año dando utilidades nada desdeñables. Cuando la crisis alejó a los nipones le llovieron ofertas de trabajo. Fue él quien eligió a la Corporación, no al revés.

En esa trayectoria de diez años de eficacia había profesionalizado el estrés y había adquirido algunas malas costumbres. La primera era la de salirse siempre con la suya. Perder no era una opción y nadie que sobreviviera a una semana de trabajo a su lado iba a olvidarlo nunca. La segunda era un pesado juguete que esperaba en un cajón, y al que llamaba cariñosamente «Plan B». Feliz con el tinte dramático que daba al asunto, lo consideraba su opción cuando perdiera. Nunca le había hecho falta; siempre estaba el arrebato de ese regreso a casa dándole alternativas a la muerte sobre el agresivo asfalto de la ciudad.

Como su ruta de retorno —como todos los demás procesos de su vida— el ascenso al departamento estaba optimizado al límite. El arribo a casa y la carrera vertical de treinta y cuatro escalones (le disgustaba esperar el ascensor para solo dos pisos) eran la diaria culminación de una existencia tensada por la eficacia.

Ahora, sin embargo, algo lo perturbaba. Uno de esos detalles en los que normalmente no se repara pero que, una vez que se los ha observado, no dejan de molestar. Era una nimiedad, una estupidez. Descubrió que siempre que —ya a pie— atravesaba la gran puerta metálica del edificio, mientras sujetaba el asiento con la mano derecha para dejar que la reja automática cerrara tras de sí, el timón viraba incontrolablemente hacia el lado derecho. Ahora bien, las escaleras que conducían a su departamento estaban a la izquierda. Perdía torpes segundos en acomodar otra vez el manubrio y llevar la bicicleta en la dirección correcta. Quizá le había venido ocurriendo desde siempre, pero ahora que lo notaba debía corregirlo. Desde hacía días sus intentos eran inútiles; su habilidad no prevalecía contra la obcecación del timón. Que un proceso fuera indócil, podía comprenderlo; que aquello pudiera deberse a su desmaño era intolerable.

Pero esta había sido la noche de su más grande triunfo. Había logrado la fusión por la que había venido presionando durante tres meses. Gracias a su maniobra, la Corporación liquidaba a su competidor más fuerte, se hacía de muchos amigos en el sudeste asiático y él obtenía una participación en una empresa subsidiaria. Y esta noche, precisamente, había redondeado su triunfo acertándole a una solución para el enojoso asunto del timón. Todo consistía en inclinar la bicicleta hacia la izquierda durante un segundo. Todo consistía —precisó mientras derrapaba entre dos combis a la entrada del Óvalo Higuereta— en girar la muñeca y dar una mínima sacudida al asiento. «Ahora sí —se dijo— giro, sacudo… y el timón se inclinará hacia el lado izquierdo».

Dejó que el cálido flujo de la adrenalina al frenar profetizara la culminación de sus esfuerzos. Como en los días previos a la fusión, la ferocidad del estrés se compensaba con la enorme satisfacción de planear algo astuto y obtenerlo, con el orgullo de poder predecir un buen desempeño. Un orgullo que siempre tenía asidero.

Confortable con su garantía, con la tranquilidad de ser él su propio valedor, se apeó y abrió la reja del edificio. Giró la muñeca experta y sacudió el asiento; el timón dio un nítido, indubitable giro hacia la derecha, hacia el lado contrario de la puerta, como siempre.

Sin entender lo que le acababa de suceder, o acaso comprendiéndolo demasiado a fondo, Víctor se congeló allí durante unos instantes y apretó los puños. Pacientemente enderezó el timón y cargó la bicicleta los treinta y cuatro escalones, sin pensar, más despacio que de costumbre. Entre sus jadeos, un hondo suspiro le hizo recordar el «Plan B».

No encendió la luz al llegar a su departamento. Arrojó la bicicleta a un lado y marchó de frente al cajón de su mesa de noche. La pericia de diez años de gerencia proactiva se impuso sobre cualquier prudencia, cualquier temor. Él no sería el obstáculo para la aplicación de soluciones drásticas. La .38 Smith & Wesson no iba a tener que esperarlo nunca más.

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Autor: Enrique Prochazka

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