El viaje interior de Vicente Valero

(Vaso Roto, 2015)

(Vaso Roto, 2015)

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Una de las temáticas por las que transita la poesía de Vicente Valero es, sin duda, el de la búsqueda, esa intensa y constante indagación que la voz poética realiza con el fin de dar sentido a todo aquello que configura y representa su peculiar mundo íntimo. Así lo advertimos en mayor y menor medida en cada uno de sus poemarios; empero, es en Canción del distraído, su séptima entrega, donde profundiza esta exploración, mostrándose mucho más reveladora tanto para el lector como para el propio poeta.

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La gran particularidad de este libro es su estructura: está compuesto por poemas ya publicados, provenientes de títulos anteriores que para esta ocasión Valero ha revisado y organizado sin seguir una pauta cronológica específica. Fuera de su contexto original los poemas conviven entre sí creando una nueva y coherente atmósfera, muy distinta de la que provenían previamente. Ello, sumado a un puñado de inéditos (entre los que se encuentra la serie “Junio en casa del doctor Char”), conforman un autónomo, inteligente y sólido volumen de poesía que se desmarca del formato clásico de la antología al uso.

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Canción del distraído inicia con un verso más que revelador: “Hasta mirar significa aquí partirse en dos, desmoronarse”, que da cuenta del medio por el que la voz aprehende la realidad y la representa: la contemplación. En estos poemas la observación no está exenta de distracción, de deleitación y de asombro. Cuando ello ocurre hay dos realidades: la realidad física, corroborable y la realidad interior, guiada por nuestras percepciones y emociones. Si la primera es objetiva, la segunda es subjetiva y, por ende, está regida por nuestro subconsciente. He ahí que la distracción genera más de un plano sensorial, enriquecido por un lenguaje preciso y límpido, otro de los puntos fuertes del ibicenco. En uno de los poemas de “Taller de paisajistas” leemos uno de los versos que fortalecen su credo: “Somos lo que miramos”, y en ello hay mucha verdad.

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La búsqueda, entonces, se gesta principalmente en un estado de distracción, de embelesamiento. El poema “El encuentro” tiene un sugestivo comienzo: “Después de todo, y sin quererlo, yo habré visto”. A lo largo del libro encontraremos referencias similares a modo de confesiones, anécdotas o meditaciones en “voz alta”. La imagen de fondo siempre será la naturaleza, ella es la principal fuente donde saciar la sed. De hecho, el paisaje predominante es siempre el mediterráneo, con sus bosques penetrados por la diáfana luz que todo lo invade. Al fin y al cabo, esa gran intensidad de color tiene un peso especial en su retina, como le sucede también a la vasta tradición literaria que ha poetizado esta geografía: “Hay arena y sal en la sangre. Hay olas que fueron ya cantadas por Homero y que no voy ahora a pretender cantar. Hay un barco otomano y una sirena siciliana. Hay columnas dóricas, ánforas fenicias.”

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Para Vicente Valero la naturaleza es una invitación hacia el misterio. Lo comprobamos en sus mejores poemas como “Una iniciación”, “El río” o “La subida”, en donde también apreciamos otro de sus motivos recurrentes: el deambular sin rumbo fijo por una escenografía sugerente y apacible. El yo está en constante movimiento, desplazándose de un lugar a otro bajo el escrutinio de todo aquello que puebla su campo visual: animales silvestres, árboles, incluso el clima incide en sus inmanentes reflexiones. “Caminar / es solo una manera de buscarnos”, apunta en uno de sus versos. Asimismo, resulta difícil hallarle un acompañante, ya que el viaje se efectúa en solitario, siempre de afuera hacia adentro, porque es en nosotros mismos donde naufragamos y reflotamos cíclicamente.

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Hay mucha sabiduría y conocimiento en este libro y eso es lo que lo diferencia de la mayoría, no solo porque reúne lo mejor de Valero, sino porque estos poemas han cobrado una nueva vida al verse reactualizados y vigorizados con este nuevo giro. Ya desde Teoría solar, publicado en 1992, se aprecia la evolución de su poesía, que encuentra grandes momentos en Vigilia en Cabo Sur y Días del bosque, y sobre todo en El libro de los trazados, de 2005.

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No soy propenso a las exageraciones ni a la alabanza gratuita, pero en un país como la actual España, cuya vertiginosa sobreproducción editorial no va de la mano con su realidad sociocultural ni económica, no resulta un error afirmar que Canción del distraído, por su intensidad y madurez, es uno de los puntos álgidos de la poesía española de las últimas dos décadas. Y ello, en esta sociedad banal y exorbitantemente superficial —a decir de Lipovetsky— es un gran triunfo que todos debemos celebrar.

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© Reinhard Huamán Mori, del texto

Publicado en Quimera, nº 378. Mayo de 2015

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En una lengua extranjera. Ada Salas

(Cáceres, 1965)

(Cáceres, 1965)

 

«Les beaux livres sont écrits dans une sorte de langue étrangère»
Marcel Proust

 

El poeta no escribe porque se siente poseedor, ni siquiera portador de un don que le proporcione un conocimiento particularmente extenso, intenso, profundo (póngase a «conocimiento» el adjetivo que se quiera) de su lengua. Decimos «Fulano domina las matemáticas»; «dominio» es el término que usamos precisamente para referirnos al conocimiento (póngase el mismo adjetivo que antes) de alguien de una materia determinada. El poeta no tiende a la escritura, no se pone a escribir porquer sienta que «domina» su lengua y esa conciencia de dominio lo lleve a explorar sus posibilidades desde la posición de quien está a salvo de algo que es su instrumento. No. Tiende a la escritura, y se expone a ella, justo porque se siente en precario con respecto a su lengua, inseguro, impotente incluso. Nada más alejado del «dominio» la sensación de un poeta con respecto a la materia en la que se sumerge (y en la que ha de ahogarse) y con la que trabaja. Lejos de «dominar» su lengua, el poeta está «a su disposición», dispuesto y expuesto a ella. Es más bien él el conejillo de Indias, el campo de pruebas, el laboratorio. La lengua sucede con él. O/y no exactamente en él: en lo que escribe, aunque uno no tiene una experiencia que no puedo calificar sino de «física» de ese «acontecer en uno» que hace que se perciba como real ese «acontecer», tan real como pueda serlo cualquier otro proceso físico (y tan irreal, al mismo tiempo: qué tiene de «real» un proceso febril, qué de «real» la entrada en el sueño, qué de «real» la digestión de un alimento… qué tiene de «real» lo real… pero esa es otra cuestión) más intenso, más «físicamente consciente» que muchos otros.

 

La lengua sucede en él, decía. La lengua sucede. En ese sentido, todo poema es un escenario (vital) en el que la lengua acontece; sería eso, entonces, un poema: un acontecimiento de la lengua. Y no existe tal cosa (poema) si no se produce en el lector (y en el autor), la sensación de que uno asiste, está asistiendo, en su escritura, en su lectura, a un acontecimiento, en el sentido también resumidamente hiperbólico que la expresión tiene en español: la ocasión única de participar, como contemplador, o como actor, en un «suceso» extraordinario, único, irrepetible. Esa es justo la doble condición del acontecimiento poético: que es único, que puede ser solo tal como es —cualquier intervención en él daría al traste con su naturaleza—, y que es, además, constantemente otro: otro en cada lectura. Único, por tanto, e irrepetible. Y cada vez que un poema es leído ese acontecimiento se re-produce con la misma condición de presente, de contingente, de acontecido, con que fue formulado: todo lector asiste y participa en una encarnación que ocurre en el momento mismo en que el texto se dice. En esencia, como tantas veces se ha dicho, no hay diferencia alguna entre lector y autor; son, en muy cierto modo, lo mismo: una boca, un corazón, un cerebro atravesados por la lengua, que habla a su través.

 

La relación de un poeta con su lengua se basa en una profunda desconfianza: no sé hablar. ¿Sabré hablar? ¿Puedo, podré decir? El poeta escribe en y con el temor de que no ha llegado a aprender su lengua —no ya a «dominarla», sino ni siquiera a balbucearla—, de que lo que haya podido aprender está en perfectamente riesgo de olvido. Es el seductor completamente inseguro de sí que no osará dar por poseído el objeto de su deseo y que, sin embargo, o justo por ello, tenderá siempre a intentar, solo intentar, acomplejadamente, poseerlo. Tal vez sea ese «complejo» —es decir, una conciencia de la propia (real, o no) ineptitud— con respecto al objeto de su deseo la causa, tantas veces, de su sufrimiento: la lucha constante con su ignorancia. Sin eso que llamo «complejo» no es posible la escritura, el poema; el poema vivo, quiero decir, el que es un ejercicio imperfecto, inacabado, de imperfección, un «tanteo», una hipótesis, una proposición dubitativa que tiembla en su propia enunciación, y que, sin embargo, solo puede ser tal como es.

 

Un poeta se mueve en el archipiélago de su lengua como un extranjero que habla una lengua insuficientemente aprendida que sabe que no domina y que no llegará nunca a dominar por completo. Con la inseguridad y, a la vez, el atrevimiento con que uno habla en un idioma que no es el suyo, arriesgando, traduciendo, con la sensación de «respeto» y al mismo tiempo de temeridad que se siente cuando sabe que está utilizando un código prestado, con una tendencia continua no voluntaria, inevitable, al desacato, a la arbitrariedad, al disparate. El poeta escribe como equivocándose, o al borde de la equivocación. Escribe así de una manera fatal. Y, paradójicamente, solo en esa debilidad osada ante la lengua propia puede nacer un poema que, paradójicamente también, sorprenderá al lector por la impresión de dominio sobre el lenguaje. Una impresión falsa, pero tan rica, un juego de espejos en el que cómo vivió el poeta su enfrentamiento con la materia que le incumbe no tiene la menor importancia. Precisamente esos versos que nos fascinan de nuestra tradición, de nuestra lengua («Mi amado, las montañas, / los valles solitarios nemorosos, / las ínsulas extrañas»; «Soy un fue, y un será, y un es cansado») son flagrantes errores, desatinos, anomalías, «extrañamientos», claro, que, al fin y al cabo, se han convertido en modelo. Modelos de los que la propia lengua (los hablantes de una lengua; una lengua es sus hablantes) desconfía y a los que mira con recelo, o al menos la prevención, con que se mira lo foráneo, lo extranjero. Esos versos son la expresión más excelsa de una lengua y son, tal vez precisamente por ello, una amenaza. En ese sentido, un clásico es una amenaza a la lengua que esta convierte en tal para neutralizar su posible acción destructora. Al hacer de Quevedo un «clásico» nos protegemos de él, de su acción corrosiva (creativa) sobre el lenguaje, si entendemos que toda creación implica una destrucción, un «meter la mano en la cosa», un «removerla», un «deshacerla para ver qué puedo hacer con sus elementos distinto de lo ya dado». Leer a los clásicos como tales es, en realidad, traicionar el espíritu con el que se crearon. Conceder a esos textos un carácter modélico, seguro, firme, por tanto, acabado, va contra la condición de indigencia en que fueron escritos.

 

El poeta pasea por su lengua no como uno lo hace en tierra firme conocida, sino como quien atraviesa un puente inestable, o como quien penetra en una gran ciudad (extranjera) por primera vez y camina (como extranjero), si no con temor, al menos con prudencia. El poeta no usa el lenguaje descansando en él, lo usa como si fuera a desaparecer bajo sus pies, como si, en cierto modo fuera (y vuelve a aparecer esta palabra) una amenaza.

 

Usamos el lenguaje precisamente porque podemos olvidarnos de que usamos el lenguaje. El poeta, no; lo usa usándolo por primera vez, como lo usará siempre un extranjero: forjando, construyendo, recordando, trabando, vigilando para no equivocarse, al borde del error, errando. Un poeta se siente, cuando trabaja en su lengua, de prestado. Lo más cercano a su patria es su lengua, y justo es ella lo que sabe que menos domina.

 

 

© Ada Salas, del texto.

Tomado de Segunda poesía con norte (los poetas y sus poéticas). Pre-Textos. 2014.

 

Olvido y la soledad

(Tusquets editores, 2012)

(Tusquets editores, 2012)

 

La idea del poeta como una isla en medio de un vasto océano, si bien manida, no carece de veracidad. De hecho, sería más apropiado recordar que no todas las islas son iguales, porque los sentimientos y el individualismo nunca están repartidos en la misma proporción. Así, y sin intención de caer en tópicos o generalizaciones, se puede decir que en la poesía contemporánea abundan los escenarios oscuros, urbanos y caóticos, tal vez porque este no es el mejor momento para hablar de la esperanza, ni mucho menos para creer en ella. Afortunadamente, existen otros paisajes cuya sencillez exhala una apacible, pero aparente, tranquilidad. Hasta que el lector descubre las grandes dimensiones y profundidades que allí se esconden. Este es el caso de la poesía de Olvido García Valdés.

 

Tras más de un largo y silencioso lustro sin publicar, la poeta asturiana regresa a escena con un nuevo libro titulado Lo solo del animal, en el que la soledad, en sus diversas expresiones, desempeña un rol esencial en la condición humana. En cada uno de los poemas el lector se reencontrará con aquella voz meditativa y serena, cuya mirada trasciende la inminente cotidianidad que nos adormece y condiciona.

 

Menos es más

Uno de los rasgos característicos de la poética de Olvido García es la economía verbal que, lejos de limitar y recortar su significado, la dota de nuevos sentidos y posibilidades, precisamente porque consigue esa ambigüedad que juega siempre a su favor. En ello reside su valor y su fuerza. Para lograr este efecto se sirve de muchos métodos, como la concisión y supresión de información, pues la suya suele ser una poesía bastante directa, aunque sin rozar la brusquedad. Advertimos que lo fragmentario es un elemento clave en la estructura de sus poemas, incluso los intencionados encabalgamientos ayudan a solventar su estilizado laconismo.

 

La mezcla de historias en un mismo poema, como una especie de collage de anécdotas y sensaciones, contribuye también a realzar este efecto. El paso de una vivencia a otra se da sin ningún aviso, a veces se intercalan entre ellas, pero siempre evocan un mismo estado de ánimo, aun cuando las piezas del rompecabezas se muestren contrarias.

 

Este golpe de efecto es lo que desconcierta al lector, porque a primera impresión parece encontrarse ante un escrito que suena a poco, con frases rotas e inacabadas; empero su inconsciente se verá bombardeado por una sobrecarga emocional, difícil de procesar sin una previa reflexión. Todo ello, a lo largo de las cinco secciones que conforman el libro, configura el ambiente perfecto para pensar sobre nuestra solitaria e inevitable existencia.

 

En Lo solo del animal el hombre es un despojado, su situación en el mundo no le da opción de abolir esta sensación de desnudez en la que se encuentra. No hay salida, tampoco hay lamentos ni tiempo para nada. Su poesía trasciende la carga peyorativa que este estado porta consigo, pues lo natural en el ser humano es la soledad, y pese a ello no es capaz de asumir esta máxima sin dejarse ganar por el pavor y la inseguridad: “a los enfermos e/impedidos diles ea/solos estáis”.

 

Para expresarlo de la mejor manera, la voz poética se asume como testigo, distante y sin entrometerse, aunque muy atenta a todo lo que ocurre. A modo de un documental sobre la naturaleza, el hombre es estudiado como un animal mientras interactúa en su propio hábitat, coexistiendo con otras especies de animales menores; pero, sobre todo, el foco de la observación recae en su comportamiento, porque es crucial dejar constancia de su realidad, de su día a día. La manera que adopta la voz para comunicarnos lo que acontece es pausada y nada objetiva. De hecho, el “análisis” poético que efectúa sobre el hombre no está exento de una fuerte carga emocional y de cierto dramatismo.

 

Experiencia ibicenca

De los 88 poemas que conforman el libro, hay uno en particular que relata una curiosa vivencia de Olvido García Valdés durante su breve estancia en Ibiza, en la primavera de 2010. Ocurrió en el marco del encuentro Puerto Mediterráneo del Libro al que fue invitada, y el escenario lo montó la Policía Local en uno de sus acostumbrados controles de tráfico en las afueras de la ciudad, a pocos metros de Pachá y El Divino, dos conocidas discotecas de la zona.

 

Todo ocurrió de camino al hotel, luego del recital que la asturiana ofreciera pocos minutos después de haber llegado a la isla. Sin embargo, grande fue nuestra sorpresa cuando el policía, tras solicitar los documentos, nos dijo que el coche no contaba con el permiso de circulación correspondiente. Como era de esperar, nuestras alegaciones fueron en vano, y, a pesar de que era obvio de que se trataba de un error, procedieron a despojarnos del vehículo: “Una patrulla/en la noche, un control policial: todo venido abajo/ni divina (sí, casi enfrente, en la rotonda), ni pachá”. Y así fue como quedamos solos en medio de la oscuridad ibicenca, convirtiéndonos, sin saberlo, en futura materia para un poema.

 

Según el ángulo en que se mire, la soledad no es tan mala compañía, en ocasiones saca lo mejor de nosotros, nos hace más humanos o más tiranos, nos obliga a abrir los brazos y defendernos y hasta a conocernos, pues como bien apunta Olvido García: “se orienta el animal por el peligro”. Y eso es también lo que somos: instinto, miedo y corazón, pero también angustia y milagro.

 

 

Reinhard Huamán Mori, del texto.

Publicado en el Diario de Ibiza, 25.I.2013

Poema. Mar Benegas

(Ribarroja, Valencia, 1975)

 

ETMOIDES:

(Hallazgo)

 

Ha llegado al mar. La Huesera intensifica la búsqueda. Los pequeños osteocitos retroceden, sienten el temblor de sus pies sobre la tierra.

La Ballena está sumergida. Rasgar la carne blanda de su estómago. Donde se abre, como una flor del abismo,  el caleidoscopio del inconsciente. Dejar salir las deformidades, La Bestia de la infancia se te acerca, y tú, sin querer saber de su existencia.

Una masa esponjosa cubre el suelo del océano, depósitos, segregación, sedimentos: las heces boscosas del gran pez crean un mundo subacuático. Abisales criaturas la acompañan.

La Huesera zozobra en el pequeño bote. Se adentra remando sobre las olas. Se desata la tempestad y El Gran Monstruo se acerca.

 

Dejar salir lo que allí bulle, es eso lo que temes. Soltarás el Libro, querrás abandonar el viaje.  El miedo es piadoso. Podría abrir las fauces.

 

La Huesera tararea. Monstruo de la niñez a la niñez acude. La nana calmará a la ballena.

 

La masa carnosa se desgarra: hueso afilado: surtidor.

 

Te llega el dolor. La enfermedad es como una perla, abrir para saberla, se ha formado defendiéndote. Un cuerpo inhóspito dialoga íntimamente con lo que no reconoces. A veces una ráfaga identifica,  abre la veta y el mito se convierte en llaga. A lo llagado la gasa, el vértigo de la hendidura, la observación. Los símbolos que te guían por el subsuelo de tu psique aparecen como  fósiles: la arqueología del sueño.  

 

Cuando lo temido ha sucedido La Vieja penetra en aquel estómago bruto. Sentido único: hallar los mínimos huesos. Un etmoides vivo salta a su boca, por fin descansa, arropado por el líquido canto de la Madre.

 

Esta batalla está ganada pero la Vocera, aquella que vive en el Laberinto, ve la Gran Ola que ha propiciado la lucha acuática. Ve la ciudad sumergirse y llora suavemente mientras se mece sobre la devastación.

 

Estas heridas no te mataránte dicen. Pero pueden quebrar la brújula de cobre que cada cual barrunta.

 

Yo también me adentré en ese océano.

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Etmoides (uno)

 

etmoides           laberinto

tubular           sujetando

visiones              ocurren

apoyadas             olfatean

   simetría            sirve para

acunar lo visto

para olisquear los rastros

 

 

Para Olvido García Valdés

(Santianes de Pravia, Asturias - 1950)

Ciertamente, la trayectoria de una poeta no se mide nunca en función de sus libros publicados, ni tampoco por las antologías en las que figura. Eso sería un error. Ha de ser medida, más bien, por la profundidad e intensidad que ha alcanzado su poesía, gracias a esa capacidad de resistencia frente al inminente desgaste de lo cotidiano y de su banal verbalización. Estas características son las que advertimos cuando leemos a Olvido García Valdés, ya sea en sus primeros libros, como Exposición, ganador del premio Ícaro de Literatura en 1990 (año de su publicación), o también en el tan celebrado Y todos estábamos vivos, gracias al cual obtuvo el Premio Nacional de Poesía, en 2007.

Es la propia autora la que, con sutileza, nos devela su propia poética cuando afirma en uno de sus escritos:

«El poema es siempre retrospectivo, pero la dilatación lírica se adhiere a la respiración; el pensamiento del poema no procede por análisis sino condensándose, condensándose en asociaciones, en ritmos, en montaje. Se trata de un pensamiento perceptivo, intuitivo y lacónico, sensorial».

Así, la poesía de Olvido García se arraiga en lo más íntimo de la vivencia personal, asciende de la profundidad, de la infancia y, tras un depurado pero intuitivo trabajo, se manifiesta en un poema que más que hablar o señalar, calla. Fluye de modo natural y nos descubre un mundo que no somos capaces de ver, pero que irónicamente vivimos y del que formamos parte, a pesar de nuestra ceguera. Me viene a la mente ahora uno de mis versos favoritos, escritos por ella:

«A veces el tiempo se dilata, caben

en un día días, se prolongan

en el sueño los rostros, las callejas

que suben».

Por ello mismo, cada libro de Olvido García no ha pasado desapercibido por la crítica. Esto se aprecia no solo en los elogios dedicados a su obra o en los premios, sino sobre todo porque se ha sabido ganar la deferencia de los lectores y del público, y creo yo que ese es el premio más importante que un poeta puede obtener.

Entre su bibliografía hallamos: El tercer jardín (1986); ella, los pájaros, (1994, Premio Leonor de Poesía); Caza nocturna (1997, libro traducido al sueco y al francés); Del ojo al hueso (2001), Y todos estábamos vivos (2007). Su obra poética ha sido reunida en aquella impecable colección de Galaxia Gutenberg: Esa polilla que delante de mí revolotea, de 2008. Asimismo, su poesía ha sido también traducida al inglés, al alemán y al portugués. Y ella misma ha hecho de traductora, entre cuyas versiones destacan las de Pier Paolo Pasolini: La religión de mi tiempo (1997) y La carretera de arena (2007), así como la de las poetas rusas Anna Ajmátova y Marina Tsvetáieva, titulada El canto y la ceniza (2005).

© Reinhard Huamán Mori


Ramón Andrés. Poemas infinitos

Ramón Andrés (Pamplona, 1955)

Ramón Andrés (Pamplona, 1955)

 

 
De la naturaleza

Yo soy los elementos, la soledad del remo,
aquel viento nudoso que viene de los bosques,
aquel viento hecho hazaña
que envanece los nombres de cristal
que llevarán los aires conquistados.

Si arrecio en las planicies,
apagaré la luz con que me buscas.

Cuido de alborear si no me llaman cierzo,
y silbo en las vasijas de antiguos mercaderes.
Carnal, me mundanizo en las ciudades.
Frías las manos de vivir a solas,
me alejo de los cuerpos,
porque sin calma es cárcel toda huida.

Si ondeo en los arroyos,
no tendrá el cielo dónde desnudarse.

Cuando mi voz es nieve, pronuncio la quietud,
la escarcha que termina lo que empezó una rama,
los copos destilados en las ubres.
No cruzo los portales,
permanezco en el hielo por no llevar lo blanco
a los hogares con blasón de luto.

Si doy frío al espino,
lastimaré las manos de los muertos.

Y nazco alrededor de cuantos caminantes
convoca el desamparo, reverbero en sus ojos,
candente para mí y a ellos grato,
zanja de enero, fuego
que desciende a la mina de su llama
para que vivan otros en mi calcinación.

Si prendo en los viñedos,
dormirá el humo ebrio por los puentes.

Yo soy los elementos, la inusual bonanza,
la garza que no sabe volver de los mistrales,
el animal que lame la sequía,
embarrancado mar,
trópico y polo de un país ignoto
donde el día no es cierto, por más que yo amanezca.

 

 

Declaración

No soy el centro, el centro es el principio,
el agua que cabe en nuestro sorbo,
la espiral de las aves cercando los mercados,
el hierro incandescente sumergido en el agua
para que se haga ley con el morir del fuego,
para que el tiempo exhorte al desaparecido
y lleve el sol los nombres del origen.

No soy el centro, el centro es el principio,
el espigón donde el anzuelo tensa
la caña, sus anillos, no al viento sino al fruto,
la seca mordedura del error,
la locura de Tasso y su gritar de celda,
el búho que oscurece más el valle,
porque lo detenido siempre turba.

No soy el centro, el centro es el principio,
la rodera en la cal,
la carbonilla muerta de los túneles,
el santiguarse y jamás redimirse,
el que llora confeso de infinito,
el frío que cuartea el azar de una fuente
y afila el rostro de los caminantes.

El centro es el principio, la intriga del abismo,
la cosecha irisada como cresta de garza,
la llanada, la greda, el septentrión,
las márgenes quemadas de una hacienda,
la lumbre trasijada de los pobres,
el pie llagado por el junio hirsuto.

El centro es el principio,
el tiempo de abrazar y el tiempo de alejarse,
la línea de las cosas, su mudanza,
narrar el río que jamás fluyó,
recordar mi caída a los torrentes,
saber que me precedo, que me busqué en la nada
para que un nacimiento fuera el mío.

 

 

Eso es el hombre todo

Cada giro del mundo es un olvido,
una piedra arrojada hasta alcanzarnos.
No talaré ni un árbol para el fuego,
la plenitud del tordo me guarece,
los deltas escarchados por las grullas,
su vuelo de alfiler fijando estepas,
con estrellas que caen del pasado
porque ya no hacen pie en el universo.

Vendrá de otro poema el mediodía,
el reguero de sangre contra el muro
de alguna res caliente de abundancia,
la osamenta de casas que se curten
sobre el cuero tendido en los umbrales.
Cada giro del mundo es un olvido,
conozco la inquietud del ruiseñor
mejor que las ventanas de mi alcoba,
y aunque vivo en suburbios de humo fósil,
lejano del que afirma y tiene patria,
nadie sabe que cubre mi ciudad,
al tacto de la tarde, un papel biblia
donde no hay profecías ni expulsados.

 

 

Ciclo solar

Todas las noches cubro las cúpulas sin templo,
y giro alrededor de mundos no creados,
nudo de arena el ser, cosecha aún caliente
por el adentramiento de la alondra y su luz.
Se acerca la vigilia como animal de carga
trayendo los sucesos, la alianza del espino
con eso que no soy, tierra de promisión.
Contemplo a la zancuda que picotea el lago
y vuelve con un alga para enturbiar los cielos,
ahora que el vivir es solo alegoría
y el sol es carne limpia en los ojos del náufrago.
Todo tiene su origen para que nada cambie,
el mismo encorvamiento que conminaba al griego
lo fuerzas tú en la viña para arrancar el fruto.
Todo tiene su fin, el pan del reo, el paso,
hechos del mismo hierro la ganzúa, el cerrojo,
gozne que no rechina porque nada se cierra.

 

 

Plegaria sin juntar las manos

Nadie adivina la amplitud del límite.
Que a un caballo lo forman las llanuras
se olvida, que a una mano su lenguaje.

Habrán de sombrear las migraciones
la muerte de los padres, el camino
que en ti obligaron hasta ver su tiempo
mudable en tu mirada, como el ave
que al estallido emprende el horizonte
huyendo de la tierra que anduviste.

Haya recuerdo, pero no el hogar
de los antepasados. Haya norte
y sur para el que crea en la distancia.
Prosiga a pie lo que empezó en el sueño.

 

 

A la memoria de Dylan Thomas

Hizo falta un arroyo y un ave reflejada,
la arena y el más largo capítulo del Éxodo,
milnavegados mares, las ramas del manzano
arrojadas al río, coronándose en rumbo.
Y el vientre de la madre con una especie extinta.
Y el sol debió ganar la espalda a la tormenta,
partirse en dos la fe, calzar el verde esparto.
Y hubo que hablar al padre de elegías sin tumba,
y aprender el oficio del que alentó los fuegos,
ver al delfín buscar las sombras de los buques,
latir su corazón de proa ennegrecida.
Hizo falta la ortiga, los huesos de un caballo,
el tuétano que guarda la gloria del galope,
cavar, romper el himno, ser múltiplo del cielo,
retornar a tu octubre, al médano y al mimbre,
subirse a las colinas, a dormir en graneros
donde los gallos parten el oro de un maíz
que salta como el dado con que apostar la vida.
Y el verso alejandrino, la copia de los árboles
combados en los ojos del triste y del jilguero,
la campana que ahonda la habitación vecina
hasta llegar al salmo del que dudó los valles.
Todo fue necesario, el grito de los gamos,
las zarpas del gorrión nerviosas en mi dedo,
el átomo, el silencio sin luz de los amantes,
para que al fin la muerte perdiera sus dominios.

 

 

Epitafio a una ciudadana de Amherst

Cómo dormir más bajo que las brumas,
saber que, a poco que vivamos,
nadie está a salvo de una vida entera,
contar cuántas brazadas
va hundiéndose la sombra por las torres
hasta que el sol no sea de las cosas
y la noche respire en sus nidadas.
Cómo dormir más bajo que las brumas
y ver flotar la espalda de los pueblos,
su cuerpo a la deriva hasta encallarse
en los cruces que esperan las llegadas.
Pensar, al construir un muro,
qué dejo fuera y qué confino dentro,
los granjeros de Frost, una campana
que atesa el cuello a la cigüeña
y le impide un instante cercar a su parásito;
esa campana que hace vibrar el contrafuerte
en donde se empobrece el día
que estuvo en los mercados,
y ahora escapa sin mirar a nadie,
con los pies astillados tras la helada
y las venas marcadas en la sien
cuando la nada nos levanta a pulso.

 

 

El río visto desde el bosque de los cedros

No es un dios ni es frontera,
su tarea es llevarse
la luz de las ventanas hacia el sur.
Es lo heredado, el frío,
la culebra que tiene en las planicies
el ascua más antigua del poniente,
el tirón de la anguila, la finta de su lodo.
En la vertiente nada es más eterno
que el lagrimal de un buey donde el insecto quema.
Es la niebla entre casas ya vendidas,
el silencio del último en mirar,
aquel mechón del lobo entre las zarzas.

Su germen, su costumbre,
es hacerse amarillo en el sudor
de quienes todavía esperan de las siembras.

Y cuanto menos juzga más nos ama,
no puede conocernos, como el que está de paso,
y por ello sin culpa arranca la raíz
al valle y se la ofrece a las orillas,
a la tierra más fresca de las fosas,
que seca pronto porque nadie ha muerto.

Su tarea es llevarse el cirro despeñado,
curvar al pescador como un anzuelo,
tenerlo en el sedal de su razón.

No le llegan del mar señales de reposo,
sino de los ganados que lo enturbian
y le recuerdan que es también de arcilla,
que de sus aguas nacen los cuerpos, esas manos
que nunca nos empujarán
hacia el día final de la repulsa.

 

 

Meditatio

Amar, tener la muerte en que morir,
no angostarse, pensar goces de anchura,
necesitar a todos los maestros.
Salvar la rienda tensa de relincho,
ser el plural de lo que fue unidad,
buscar consejo pero errar sin guía.
No acatar, no temer apagamientos
del azar, de la idea, y recordar:
lo que te pertenece te destruye.
Y saber que no hay hombres inocentes,
caer a solas en la siembra estéril,
y de la imperfección hacer sosiego.

 

 

Visión del infierno en homenaje a William Blake

Me llamó desde el mar, entró en el fuego,
se engalanó en la costa de una espera,
quedó el insomnio atado a las ortigas,
y con el corazón movió las lluvias.
En soledad tocó una caracola
con la que anunciar opacas alamedas,
rompió en un eco la ascensión del mirlo,
su alabanza del aire, no del cielo.
Y me exhortó, mas no era yo el llamado.
Y cogió el tiempo y lo esparció en crepúsculos,
tomó el espacio, lo dejó angostarse.
y de los pozos hizo su proverbio,
se diluyó en el hombre, en la mujer,
cruzó un arroyo anterior a Dios,
trabajó los metales para un filo.
Todo árbol tuvo nombre de ahorcado.
Sólo hubo estrellas para ser contadas.
Si la noche dudara, alumbraría.
Yo, que apenas he andado y muero exhausto,
hallé sus ríos sin ningún recodo.
Durmió bajo las grupas de las cuadras,
endureciéndose al calor rupestre.
En la sombra del cuervo tuvo el nido.
Y más pesó el crujir de la manzana
que los sacos llevando la promesa.
Me llamó por el monte, a contraluz,
remontó en la ventisca mi pasado.
Con su engaño vivía en las balanzas.
Revolvió entre los leños del castor,
pensó en imantar el sur, el este,
y así perderme en la tenaz tormenta
del que extravía un don en cada ráfaga.

 

 

Árbol solitario

Ala de un vuelo que solo fue monte,
de un ángel que buscó ser campanario.
Para ningún oficio es su tañer
de sombra convocada.
Solo apenumbra formas de pasado
en quien se llega al cerro
y ve un insecto preso en la resina,
como lo está una llama en la mirada.
Y el aura, siendo causa del principio,
rojo poniente en soledad de extremo,
a contraviento desordena el ser,
mientras Adán, irónico, envejece.

 

 

Autor: Ramón Andrés