Joan Salvat-Papasseit. Toda la añoranza de mañana

Joan_Salvat-Papasseit

(Barcelona, 1894 – 1924)

 

Ahora que estoy en cama

enfermo,

estoy bastante contento.

—Mañana me levantaré            quizás,

y heos aquí lo que me espera:

 

Unas plazas relucientes de fulgor,

y unas vallas con flores

bajo el sol,

bajo la luna al atardecer;

y la muchacha que trae la leche

que tiene una cabecita ligera

y lleva un pequeño delantal

con los bordes hechos con encaje de bolillos,

y una risa fresca.

 

Y también aquel niño que gritará el diario,

y que sube a los tranvías

y los baja

corriendo.

 

Y el cartero

que si pasa y no me deja ninguna carta me angustia

porque no sé el secreto

de las otras que lleva.

 

Y también el aeroplano

que me hace levantar la cabeza

como si me llamara una voz de la azotea.

 

Y las mujeres del barrio

madrugadoras

que atraviesan de prisa hacia el mercado

con sendos cestos amarillos,

y que regresan

con las coles sobresaliendo,

y a veces es la carne,

y de otro unas cerezas rojas.

 

Y después el vendedor

que saca la tostadora de café

y comienza a girar la manivela,

y que llama a las chicas

y les dice: — ¿Eso es todo?

y las chicas sonríen

con una sonrisa clara,

que es el bálsamo que sale de la esfera a la que él da vuelta.

 

Y todos los chiquillos de la vecindad

que harán demasiado ruido porque será jueves

y no irán a la escuela.

 

Y los caballos acompasados

y los carreteros dormidos

bajo la vela en punta

que danza en la línea de la rodada.

 

Y el vino que hace tanto no he bebido.

 

Y el pan

sobre la mesa.

 

Y la olla dorada,

humeando.

 

Y vosotros              amigos,

porque me vendréis a ver

y nos miramos felices.

 

Todo esto bien me espera

si me levanto

mañana.

 

Si no pudiese levantarme

nunca más,

heos aquí lo que me espera:

 

—Vosotros quedaréis,

para ver lo bueno que es todo:

y la Vida

y la Muerte.

 

 

 

© Herederos de Joan Salvat-Papasseit

© Reinhard Huamán Mori y Elena Roig Torres, de la versión al castellano

 

 

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La subida. Vicente Valero

(Ibiza, 1963)

 

 

Para decir por fin la primavera,

para decirla toda enteramente,

por fin y hasta el final,

a solas —y ahora ya con esta luz

nueva del bosque:

luz llena de caminos invisibles,

de claros con sentido—,

subo hasta aquí en silencio cada día,

subo sin más, acudo

siempre y con sed a donde deseaba,

te vengo a ver a ti,

árbol azul y fuerte, sin descanso,

para decir que yo la he visto, entera,

la primavera toda,

que la conozco de verdad,

árbol lleno de estrellas muchas veces,

o que me llama sin saberlo,

con sus palabras húmedas,

lentamente…

 

La música mejor del mar

y el polen perfumado cada día

dan al aire este cálido trayecto

en verdes tan distintos, mientras subo

a solas, con mi sed,

de la misma manera que las nubes

suben también conmigo,

vienen, a solas me acompañan,

se diría, o hacen ver que me siguen, todas,

muy blancas, sin saberlo,

parece que me siguen de verdad,

conmigo, a lo más alto.

Subo en silencio muchas veces, solo,

pero como si en la subida,

durante el discurrir principalmente,

hubiera pájaros en mí, adentro,

pájaros invisibles

que tal vez nunca más veré:

pájaros de colores

y vuelos prodigiosos casi siempre.

O como si también hubiera en mí,

durante la subida,

en mi interior lleno de pájaros,

brasas húmedas y tristes

de hogueras que están lejos

y frías sobre todo:

brasas de voces que han ardido

azules, junto al mar.

Y ahora yo llamo a este subir tan mío,

tan claro y diferente,

a este subir a solas sin dudarlo,

yo ahora lo llamaría, una vez más,

solo subida propia

y verdadera.

 

Para decir que sí, que yo la he visto,

la primavera entera, de verdad,

llena de nuevas claridades, rojos

abiertos, llena de amarillos,

de extraños amarillos casi verdes,

subo hasta aquí en silencio,

hasta llegar a ti, árbol del bosque,

árbol que estás (me digo)

siempre allá arriba, en el reflejo

total y cíclico del sol,

en la llanura azul del cielo,

pero mirando al mar. (Sé que oyes olas

en ti y el mar oye las tuyas,

las olas de tus ramas,

cuando el aire las trae, las lleva y las extiende,

en paz y sin descanso,

solo y despacio, cada día,

siempre desde el principio y porque sí…)

Para decir la primavera,

para decirla toda, muchas veces,

subo entonces por fin: tomo el camino

también azul y fuerte

de los acantilados. Y escucho en mi subir

una respiración que reconozco,

el aire sin final de lo que viene: luz

de la tarde bañando los almendros,

mostrando abiertamente

toda la plenitud de su caída.

Saludaré al asfódelo primero

y seguiré seguro mi camino hacia el árbol

transparente y fecundo,

hacia el árbol que sé, que yo recuerdo,

siempre lleno de estrellas,

porque es el árbol siempre que está arriba.

Todo lo que hay en él me pertenece:

ramas, cortezas, animales, frutos,

muerte y resurrección,

principalmente las raíces,

pero también el sol del mediodía

que lo calcinará… No me detengo

hasta llegar a él,

aunque me asomo muchas veces

a nuevos precipicios,

voy buscando una altura, un horizonte

oscuro y vertical que me recuerde

la salida primera,

la que yo digo andando todavía

hacia el bosque total,

la palabra que vuela por el aire

y ya no vuelve.

 

La primavera nunca es lo primero:

a ella se llega solamente.

Está al final: es la salida

de todas las salidas.

Lo que existe después de lo que existe,

su renacer más claro.

Adonde por fin llegan siempre

los pájaros que vemos,

los ríos que esperamos cada noche,

más allá de la luz.

Adonde vienen a beber

las miradas salvajes, primitivas,

de los que están a punto

de perderse sin más:

allí donde los sueños se confunden,

tiemblan en su ascención,

entre el verde que no se deja ver

y el verde que pisamos

a oscuras todavía…

La primavera es todo lo que queda

después de lo que queda muchas veces

por ver y por decir.

Está al final: es el momento

de la celebración interminable,

del canto entre la hierba.

Es el lugar de la palabra

pero el lugar también indiferente

de su secreto sacrificio.

Adonde por fin llegan siempre

los días del amor,

las huellas invisibles del deseo.

Es la visión de una promesa

y la posada alegre

de nuestros pensamientos.

Adonde por fin vienen a beber

todos los fuegos, todos

los animales diferentes, blancos,

de la imaginación.

Y está siempre al final: es la salida

transparente, la única

salida verdadera que recuerdo,

mientras camino a solas,

muchas veces…

 

Y así, después de todo, yo diría,

cerca del árbol que está lejos,

viendo ponerse el sol

sobre el bosque violeta o azulado,

que esto es precisamente y sin saberlo,

lo que quiero saber,

cerca del árbol que me espera,

todo lo que yo sé mientras respiro

y subo hasta el final.

Lo que puedo decir por fin acaso

que he buscado saber,

ahora que miro desde arriba

todas las amapolas,

y siento que su luz hoy me acompaña,

sin apenas esfuerzo.

Y ahora quizás podría ver también,

en esta luz tan roja y diferente,

que ilumina mis pasos,

en esta luz en flor que ahora respiro

sin fin y sin saberlo,

la ruta sin edad, desconocida,

de los que ya no están

aquí, como nosotros, abrazando

una verdad como la nuestra,

una verdad en llamas,

oscura y sin descanso, cada día.

O cuando toco con mis dedos

no ya las hojas verdes,

sino también su propio y misterioso

crecimiento, y a este crecer

tan puro que transforma,

que todo lo transforma muchas veces,

ahora lo llamo solo

empezar a vivir… Saben los pájaros

mejor que nadie todo esto,

lo celebran en paz,

tal vez incluso lo comprendan

de algún modo. Yo solo lo pronuncio,

es un saber que no puedo saber,

que rozo con mi boca,

me lo digo a mí mismo en la subida,

no para comprenderlo,

sino para nombrar con sencillez

aquello que he tocado casi siempre

subiendo a este lugar:

para decir por fin la primavera,

a solas, todavía, muchas veces,

con las palabras siempre nuevas,

blancas de cal, con el salitre

quemándome los labios…

 

 

© Vicente Valero

Fragmento tomado del Libro de los trazados, Tusquets editores, 2005.

Siete – Los perros del Cielo. Yaiza Martínez

(Las Palmas de Gran Canaria, 1973)

 

 

Esta mancha en la memoria, únicamente, bajo la vela del lenguaje

recupera una trama.

 

Ella que

 

se acunaba al ánfora al mediodía nombraba la vieja cruz

se estrechaba contra su ruido y buscaba palabras dignas

 

estaba sola,

siempre

 

 

*

 

Pero día tras día,

trasegaba su rabia y arrasaba la dolorosa mies,

asentía al caminar o mientras escuchaba el rumor  de las constelaciones,

que la figura siempre presenta.

 

Legaba el molde de saber dar.

 

Así, olvidaba las piedras asesinas

y podía colocar el caldo sobre el fuego. Cedernos el calor de sus uñas

abrasadas, de tanto raspar

en el muro del destino.

 

 

*

 

Nada tenía,

salvo esta modesta oración

que repartía rogando

 

sustancia y gracia

como hileras

para nuestra sangre,

 

y el movimiento del mar

 

 

 

 

 

Al otro lado del prisma,

aún llorando

—como sólo saben llorar los muertos—

tomaste entre tus manos las piedras asesinas

 

conociste en profundidad la imposición del silencio

tu cabeza castigada por — nadie lo dijo

 

 

*

 

Las bocas de los comensales te perseguirán durante generaciones,

sus ojos vacíos,

 

volviste a no ser nadie todas las veces

sobre la alfombra de dios

 

Tus atributos repartidos como tripas

sobre la arena y el polvo

 

 

*

 

Hasta que tu cabeza quedó finalmente agachada

y conociste

el sabor de la sangre

 

(algunas mañanas giran como ésta,

en la que siempre escribes)

 

 

*

 

Aún llorando,

tomaste las piedras entre tus manos y, una por una,

las colocaste en el orden dictado por el rumor

 

de las constelaciones

 

 

Una vez más, te dispusiste a conocer

la trampa de la luz

 

 

© Yaiza Martínez

Armonía y mansedumbre. Entrevista a Antonio Colinas

(La Bañeza, León – 1946)

Nacido en León, en 1946, Antonio Colinas es uno de los poetas más importantes de la España contemporánea. Entre sus palmarés encontramos el Premio Nacional de Literatura (1982), el Premio de la Crítica de la poesía castellana de 1975 y en 1999 se hizo con el Premio de Las Letras de Castilla y León. Como traductor ha obtenido el Premio Internacional Carlo Betocchi por su labor como estudioso de la cultura italiana y en 2005 el Ministerio de Asuntos Exteriores de Italia le otorgó el Premio Nacional de Traducción por su versión al castellano de la poesía completa de Salvatore Quasimodo. Cuenta con 14 libros de poesía, entre los cuales destacan Sepulcro de Tarquinia, Astrolabio, Los silencios de fuego o el Libro de la mansedumbre. Ha publicado también narrativa y ensayo y este año la editorial Tusquets ha editado Tres tratados de armonía, conjunto de prosas poéticas reunidas a lo largo de casi 20 años.

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[Reinhard Huamán Mori] Transitas sin problemas entre la poesía, la narrativa y el ensayo. ¿Cómo distribuyes tu tiempo y tu atención cuando escribes?

[Antonio Colinas] Lo que sucede es que mi ritmo de creación es más bien fecundo, quizás me he profesionalizado bastante, desde hace tiempo, más o menos desde que llegué a Ibiza. Voy intentando vivir de la escritura y de sus anexos: de la traducción, del periodismo, de la crítica literaria. La verdad es que trabajo bastante.

 

[RHM] La poesía para ti es un medio de conocimiento, pero no basta con repetir la realidad, sino que hay que recrearla con la palabra nueva. ¿Puedes ahondar un poco más en ello?

[AC] Yo me refiero a que el lenguaje poético no es el de la narración ni el lenguaje del periodismo. Es aquel que aparece cuando fallan todos los demás lenguajes. Se debe distinguir sobre todo por su intensidad, su tensión, por eso hablo de la palabra nueva. Una poesía realista o testimonial puede ser respetable, pero siempre he tenido esta idea de que la palabra poética debe ir más allá. En ese sentido los poetas de América son unos maestros, siempre digo que nuestra esperanza poética está allí, ya que estos años en España hemos tenido una poesía muy hueca, muy plana y para mí ese rigor de la palabra latinoamericana es extraordinario.

 

[RHM] En tus poemarios hay un reiterado juego de luz y sombra…

[AC] En efecto, hay un tema central que es muy de raíz oriental, el de la eterna dualidad, y yo precisamente he intentado deshacer esta dualidad no solo en el poema sino también en mi idea de armonía. Como he dicho otras veces, la armonía es lo que se logra después de la prueba y por tanto la dualidad es la lucha de extremos. En el fondo, el tema primero de mi obra es el diálogo de la España interior con la España mediterránea. La dualidad es uno de los temas centrales junto a la naturaleza, siempre desde un punto de vista vivificador.

 

[RHM] ¿Cómo influye la naturaleza en tu obra?

[AC] Mi idea de naturaleza no remite a lo rural o a lo costumbrista o al paisaje. A veces se dice “el poeta del paisaje”, como si fuera una estampa o el telón de fondo detrás de un poema. Yo digo que la naturaleza es como una fuente que no cesa de manar y de darle información al escritor. Es también ese libro abierto de los sufíes que solo debemos leer e interpretar. La naturaleza es lo que se corrompe y florece y que el poeta contempla, pero a la manera de Fray Luis de León: “templarse con”, esto es, ponerse en sintonía con ella.

 

[RHM] ¿Por qué es importante la poesía, pero sobre todo, por qué lo es para ti?

[AC] Porque va unida a la vida. Yo siempre digo que hay poetas que levantan un muro entre vida y poesía y en nuestros días esta tiende a ser muy intelectual, algo que hay que analizar, que diseccionar y hemos perdido ese contacto con la palabra en la calle. La poesía, ya lo digo, es un medio para conocer, una vía de desarrollo interior y allí hay una interconexión con el concepto de Jung, de que el ser humano llegue a ser lo que tiene que ser en la vida, y para el poeta ello es posible a través de la poesía.

 

 

Tratados de armonía

[RHM] En este libro es innegable la influencia de Ibiza, en la que has vivido más de 20 años. En retrospectiva, ¿qué sientes cuando lees esta obra?

[AC] Viví 21 años en la isla, en los 70 y 80 apenas viajaba, hacía una vida muy interior, en el campo, y ahora siempre paso un tiempo aquí, en verano, sobre todo, así que no ha habido una ruptura. Estos regresos temporales me producen un gran desasosiego y me parece que Ibiza ya no es Ibiza y que yo ya no soy yo. Está cambiando completamente todo. Ibiza tiene esa fertilidad, esa fuerza que está en su naturaleza que es capaz de moverlo todo y de resistirlo todo. Ahora, el resumen de estas experiencias, de vida y obra, han sido los Tres tratados de armonía. Precisamente con este cambio al regresar a mi tierra tenía que darle un cierre a toda esta teoría de la armonía y creo que lo he logrado una vez más con este diálogo entre los dos mundos.

 

[RHM] El concepto de armonía cumple un rol muy importante en tu poesía, tan equilibrada sin dejar de ser espontánea.

[AC] Son dos, primero el de armonía, que nace en estos libros de aforismos y el de mansedumbre, que aparece con el Libro de la mansedumbre. Son términos parecidos, pero este último surge en un instante más complejo porque es el momento del medio del camino de la vida, como decía Dante, el momento de la enfermedad y muerte de los padres y ahí opté por este término que no remite al olvido, sino es el tiempo en que el cristal se rompe. La mansedumbre es un estado dinámico.

 

[RHM] En el libro, la reflexión se extiende a otras disciplinas, como la pintura y la música, siempre desde una perspectiva poética.

[AC] La música es muy importante, porque puede funcionar como tema. Por ejemplo yo tengo un poema muy largo titulado “La tumba negra” dedicado a Bach, que es un diálogo sobre las dos alemanias, en el que aparece otro aspecto fundamental para mí: el viaje, pues en mi obra son de dos tipos: el físico y el interior. La música también tiene otro valor, el del contenido. Mi poesía tiene un sentido órfico, aprecio mucho el ritmo ya que es la clave del poema. En ese aspecto la música es otro de mis temas, o subtemas, como el viaje. En el fondo, el arte es la expresión de una misma ansiedad.

 

 

© Reinhard Huamán Mori, de la fotografía.

Publicado en el diario peruano Expreso, 2.IV.2010

Ramón Andrés. Poemas infinitos

Ramón Andrés (Pamplona, 1955)

Ramón Andrés (Pamplona, 1955)

 

 
De la naturaleza

Yo soy los elementos, la soledad del remo,
aquel viento nudoso que viene de los bosques,
aquel viento hecho hazaña
que envanece los nombres de cristal
que llevarán los aires conquistados.

Si arrecio en las planicies,
apagaré la luz con que me buscas.

Cuido de alborear si no me llaman cierzo,
y silbo en las vasijas de antiguos mercaderes.
Carnal, me mundanizo en las ciudades.
Frías las manos de vivir a solas,
me alejo de los cuerpos,
porque sin calma es cárcel toda huida.

Si ondeo en los arroyos,
no tendrá el cielo dónde desnudarse.

Cuando mi voz es nieve, pronuncio la quietud,
la escarcha que termina lo que empezó una rama,
los copos destilados en las ubres.
No cruzo los portales,
permanezco en el hielo por no llevar lo blanco
a los hogares con blasón de luto.

Si doy frío al espino,
lastimaré las manos de los muertos.

Y nazco alrededor de cuantos caminantes
convoca el desamparo, reverbero en sus ojos,
candente para mí y a ellos grato,
zanja de enero, fuego
que desciende a la mina de su llama
para que vivan otros en mi calcinación.

Si prendo en los viñedos,
dormirá el humo ebrio por los puentes.

Yo soy los elementos, la inusual bonanza,
la garza que no sabe volver de los mistrales,
el animal que lame la sequía,
embarrancado mar,
trópico y polo de un país ignoto
donde el día no es cierto, por más que yo amanezca.

 

 

Declaración

No soy el centro, el centro es el principio,
el agua que cabe en nuestro sorbo,
la espiral de las aves cercando los mercados,
el hierro incandescente sumergido en el agua
para que se haga ley con el morir del fuego,
para que el tiempo exhorte al desaparecido
y lleve el sol los nombres del origen.

No soy el centro, el centro es el principio,
el espigón donde el anzuelo tensa
la caña, sus anillos, no al viento sino al fruto,
la seca mordedura del error,
la locura de Tasso y su gritar de celda,
el búho que oscurece más el valle,
porque lo detenido siempre turba.

No soy el centro, el centro es el principio,
la rodera en la cal,
la carbonilla muerta de los túneles,
el santiguarse y jamás redimirse,
el que llora confeso de infinito,
el frío que cuartea el azar de una fuente
y afila el rostro de los caminantes.

El centro es el principio, la intriga del abismo,
la cosecha irisada como cresta de garza,
la llanada, la greda, el septentrión,
las márgenes quemadas de una hacienda,
la lumbre trasijada de los pobres,
el pie llagado por el junio hirsuto.

El centro es el principio,
el tiempo de abrazar y el tiempo de alejarse,
la línea de las cosas, su mudanza,
narrar el río que jamás fluyó,
recordar mi caída a los torrentes,
saber que me precedo, que me busqué en la nada
para que un nacimiento fuera el mío.

 

 

Eso es el hombre todo

Cada giro del mundo es un olvido,
una piedra arrojada hasta alcanzarnos.
No talaré ni un árbol para el fuego,
la plenitud del tordo me guarece,
los deltas escarchados por las grullas,
su vuelo de alfiler fijando estepas,
con estrellas que caen del pasado
porque ya no hacen pie en el universo.

Vendrá de otro poema el mediodía,
el reguero de sangre contra el muro
de alguna res caliente de abundancia,
la osamenta de casas que se curten
sobre el cuero tendido en los umbrales.
Cada giro del mundo es un olvido,
conozco la inquietud del ruiseñor
mejor que las ventanas de mi alcoba,
y aunque vivo en suburbios de humo fósil,
lejano del que afirma y tiene patria,
nadie sabe que cubre mi ciudad,
al tacto de la tarde, un papel biblia
donde no hay profecías ni expulsados.

 

 

Ciclo solar

Todas las noches cubro las cúpulas sin templo,
y giro alrededor de mundos no creados,
nudo de arena el ser, cosecha aún caliente
por el adentramiento de la alondra y su luz.
Se acerca la vigilia como animal de carga
trayendo los sucesos, la alianza del espino
con eso que no soy, tierra de promisión.
Contemplo a la zancuda que picotea el lago
y vuelve con un alga para enturbiar los cielos,
ahora que el vivir es solo alegoría
y el sol es carne limpia en los ojos del náufrago.
Todo tiene su origen para que nada cambie,
el mismo encorvamiento que conminaba al griego
lo fuerzas tú en la viña para arrancar el fruto.
Todo tiene su fin, el pan del reo, el paso,
hechos del mismo hierro la ganzúa, el cerrojo,
gozne que no rechina porque nada se cierra.

 

 

Plegaria sin juntar las manos

Nadie adivina la amplitud del límite.
Que a un caballo lo forman las llanuras
se olvida, que a una mano su lenguaje.

Habrán de sombrear las migraciones
la muerte de los padres, el camino
que en ti obligaron hasta ver su tiempo
mudable en tu mirada, como el ave
que al estallido emprende el horizonte
huyendo de la tierra que anduviste.

Haya recuerdo, pero no el hogar
de los antepasados. Haya norte
y sur para el que crea en la distancia.
Prosiga a pie lo que empezó en el sueño.

 

 

A la memoria de Dylan Thomas

Hizo falta un arroyo y un ave reflejada,
la arena y el más largo capítulo del Éxodo,
milnavegados mares, las ramas del manzano
arrojadas al río, coronándose en rumbo.
Y el vientre de la madre con una especie extinta.
Y el sol debió ganar la espalda a la tormenta,
partirse en dos la fe, calzar el verde esparto.
Y hubo que hablar al padre de elegías sin tumba,
y aprender el oficio del que alentó los fuegos,
ver al delfín buscar las sombras de los buques,
latir su corazón de proa ennegrecida.
Hizo falta la ortiga, los huesos de un caballo,
el tuétano que guarda la gloria del galope,
cavar, romper el himno, ser múltiplo del cielo,
retornar a tu octubre, al médano y al mimbre,
subirse a las colinas, a dormir en graneros
donde los gallos parten el oro de un maíz
que salta como el dado con que apostar la vida.
Y el verso alejandrino, la copia de los árboles
combados en los ojos del triste y del jilguero,
la campana que ahonda la habitación vecina
hasta llegar al salmo del que dudó los valles.
Todo fue necesario, el grito de los gamos,
las zarpas del gorrión nerviosas en mi dedo,
el átomo, el silencio sin luz de los amantes,
para que al fin la muerte perdiera sus dominios.

 

 

Epitafio a una ciudadana de Amherst

Cómo dormir más bajo que las brumas,
saber que, a poco que vivamos,
nadie está a salvo de una vida entera,
contar cuántas brazadas
va hundiéndose la sombra por las torres
hasta que el sol no sea de las cosas
y la noche respire en sus nidadas.
Cómo dormir más bajo que las brumas
y ver flotar la espalda de los pueblos,
su cuerpo a la deriva hasta encallarse
en los cruces que esperan las llegadas.
Pensar, al construir un muro,
qué dejo fuera y qué confino dentro,
los granjeros de Frost, una campana
que atesa el cuello a la cigüeña
y le impide un instante cercar a su parásito;
esa campana que hace vibrar el contrafuerte
en donde se empobrece el día
que estuvo en los mercados,
y ahora escapa sin mirar a nadie,
con los pies astillados tras la helada
y las venas marcadas en la sien
cuando la nada nos levanta a pulso.

 

 

El río visto desde el bosque de los cedros

No es un dios ni es frontera,
su tarea es llevarse
la luz de las ventanas hacia el sur.
Es lo heredado, el frío,
la culebra que tiene en las planicies
el ascua más antigua del poniente,
el tirón de la anguila, la finta de su lodo.
En la vertiente nada es más eterno
que el lagrimal de un buey donde el insecto quema.
Es la niebla entre casas ya vendidas,
el silencio del último en mirar,
aquel mechón del lobo entre las zarzas.

Su germen, su costumbre,
es hacerse amarillo en el sudor
de quienes todavía esperan de las siembras.

Y cuanto menos juzga más nos ama,
no puede conocernos, como el que está de paso,
y por ello sin culpa arranca la raíz
al valle y se la ofrece a las orillas,
a la tierra más fresca de las fosas,
que seca pronto porque nadie ha muerto.

Su tarea es llevarse el cirro despeñado,
curvar al pescador como un anzuelo,
tenerlo en el sedal de su razón.

No le llegan del mar señales de reposo,
sino de los ganados que lo enturbian
y le recuerdan que es también de arcilla,
que de sus aguas nacen los cuerpos, esas manos
que nunca nos empujarán
hacia el día final de la repulsa.

 

 

Meditatio

Amar, tener la muerte en que morir,
no angostarse, pensar goces de anchura,
necesitar a todos los maestros.
Salvar la rienda tensa de relincho,
ser el plural de lo que fue unidad,
buscar consejo pero errar sin guía.
No acatar, no temer apagamientos
del azar, de la idea, y recordar:
lo que te pertenece te destruye.
Y saber que no hay hombres inocentes,
caer a solas en la siembra estéril,
y de la imperfección hacer sosiego.

 

 

Visión del infierno en homenaje a William Blake

Me llamó desde el mar, entró en el fuego,
se engalanó en la costa de una espera,
quedó el insomnio atado a las ortigas,
y con el corazón movió las lluvias.
En soledad tocó una caracola
con la que anunciar opacas alamedas,
rompió en un eco la ascensión del mirlo,
su alabanza del aire, no del cielo.
Y me exhortó, mas no era yo el llamado.
Y cogió el tiempo y lo esparció en crepúsculos,
tomó el espacio, lo dejó angostarse.
y de los pozos hizo su proverbio,
se diluyó en el hombre, en la mujer,
cruzó un arroyo anterior a Dios,
trabajó los metales para un filo.
Todo árbol tuvo nombre de ahorcado.
Sólo hubo estrellas para ser contadas.
Si la noche dudara, alumbraría.
Yo, que apenas he andado y muero exhausto,
hallé sus ríos sin ningún recodo.
Durmió bajo las grupas de las cuadras,
endureciéndose al calor rupestre.
En la sombra del cuervo tuvo el nido.
Y más pesó el crujir de la manzana
que los sacos llevando la promesa.
Me llamó por el monte, a contraluz,
remontó en la ventisca mi pasado.
Con su engaño vivía en las balanzas.
Revolvió entre los leños del castor,
pensó en imantar el sur, el este,
y así perderme en la tenaz tormenta
del que extravía un don en cada ráfaga.

 

 

Árbol solitario

Ala de un vuelo que solo fue monte,
de un ángel que buscó ser campanario.
Para ningún oficio es su tañer
de sombra convocada.
Solo apenumbra formas de pasado
en quien se llega al cerro
y ve un insecto preso en la resina,
como lo está una llama en la mirada.
Y el aura, siendo causa del principio,
rojo poniente en soledad de extremo,
a contraviento desordena el ser,
mientras Adán, irónico, envejece.

 

 

Autor: Ramón Andrés