Carmen Laforet. El infierno

CARMEN LAFORET

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La celda, iluminada por el ardor rojizo de las velas, tuvo aquella noche un hechizo parado, de retablo.

Como figura central, el monje más joven de la Abadía. El monje de los hundidos ojos azules, que esa noche, al sentirse morir, pidió como última gracia que la imagen milagrosa de Nuestra Señora descendiera desde la capilla enjoyada hasta su celda blanca.

El monje está de rodillas. Arde. Tiembla su boca. Tiemblan sus manos descarnadas. Sus cabellos dorados caen hasta los hombros en un amable desfallecimiento adolescente… Frente a él, un pequeño altar, la tosca imagen de María labrada en madera morena. Los ojos grandes de la Virgen, eternamente bajos. Los labios, plegados en una sonrisa de ligera ironía. Las manos, cruzadas sobre el pecho, que la luz movediza hace palpitar… Lejana, hierática, impasible.

Bajo el hábito blanco del monje la fiebre hace latir su corazón. En la negrura que se extiende en torno al altar encendido, sus ojos alucinados ven mil estampas luminosas bailando como llamas. Estampas que se acercan y se colorean, agrandándose hasta formar un marco a aquel momento: Estampas de su vida, Confesión de su vida sin palabras. La Señora divina las tiene —para juzgar— ante su vista, que no alza, frente a su sonrisa, que no pierde lejanía… Unas vienen con un crujido del oro de las hojas otoñales; un bosque que suspira. Un niño arrodillado con asombro ante la imagen de la Virgen aparecida en el hueco vacío de un árbol. Alegría: imágenes de purpurina. Los monjes de largos cabellos transportan la imagen sagrada a la capilla. Procesiones, incienso. El niño, solo y lejano, mira con ansia a la Virgen suya, que entra entre vítores en la iglesia…

Los ojos azules del monje arden más ahora, y una voz rota, que hace temblar las vagas fantasías del retablo, que hace temblar las luces de las velas, las manos de la Virgen, acusa:

—Entonces, Señora, me mirasteis. Y me mirasteis como mujer humana, de soslayo, bajo los párpados y vuestra boca sonrió para mí… Entonces, cuando os alejaban de mí, cuando entrabais en la iglesia…

Estampas de sacrilegio: el niño es ya un muchacho espigado, y una sonrisa le ha prendido el corazón de amor. Y estas primeras estampas de amor son risueñas, porque él no sabía su pecado. Cantar la salve en la Abadía, esta estampa tan nítida, era un placer celestial. Llevar flores a la Señora y contemplar, acechando el milagro, su bella boca, desde las losas duras de la iglesia.

Hay una estampa oscura ahora: Un ermitaño viejo recibe, con una risa helada, la confesión ardorosa del muchacho y le promete el infierno.

—Mi infierno es el desamor de la Señora.

—La Virgen purísima te aborrece por tu pecado.

El primer llanto sabe a hiel. A vergüenza despiadada.

—»¡Oh, Señora! Después de la confesión, yo anhelé la señal del perdón en vuestra cara, y era lejana y dura como ahora mismo…»

Se suceden los pequeños cuadritos del retablo: Países distintos, ciudades extrañas. Mujeres…

—»Una joven morena os recordaba, y la cubrí de joyas. Confieso mi crimen: al besarla en la boca, besé la boca vuestra y un sudor mortal me sobrecogió… Me sentí excomulgado…»

Peregrinación a Roma. Fatigas del viaje. Oraciones… La vuelta… La Abadía familiar, con su hechizo. El joven da toda su fortuna para la Virgen.

—»Y cuando os miraba a los labios, me sonreíais siempre, pero no con dulzura, sino con ironía amarga. Y yo me he sentido morir y ahora me muero… Pero aunque muriéndome he pedido a vuestra imagen para implorar un último perdón, en vez de hacerlo, besaría vuestros ojos y vuestros labios y vuestro cuerpo…»

Las palabras sacrílegas suenan ásperas en el silencio. Y en el frío encalado de la celda, el monje llora, abrasado de anhelo y gime:

—¡Oh, Piadosa, Dulcísima, Generosa…! ¡Perdón!

Un gran silencio palpita sobre este hondo gemir. Y se siente formarse y estallar un milagro en cada gota de la sangre.

Una mano morena, casi insensible al pronto, acaricia la cabeza inclinada del monje. Una mano morena, fría y ardorosa a la vez. Y él siente, junto a sus ojos cerrados, el perfume rígido de la seda de un vestido y el palpitar de un cuerpo vivo.

La Señora, en pie, junto al monje, sonríe. Con sus manos atrae la cabeza ardiente hasta su pecho enjoyado. Él siente el cuerpo intocable entre los brazos suyos mortales. Y besa, en una torpe locura, el traje fastuoso que lo encierra. Entonces siente que las manos de ella lo alzan y ofrecen a sus labioslos divinos labios ya terrenales, conmovidos de vida humana.

La emoción le inunda en latidos de sangre el cerebro. Y se queda blanco, blanco, hasta que aquel rostro, por primera vez cercano, se le inclina y le pregunta, con la mirada, su vacilación:

—Es el infierno…

—¿Prefieres acaso el Cielo? —La imagen sonreía—.

Te doy lo que anhelabas, porque soy la Dulce, la Piadosa, la Generosa… Soy…

Entonces él besó la boca que había amado siempre y que sabía a flor de almendro, con un anhelo tan intenso, que era dolor, porque temblaba de respeto. Y besándola se le desvaneció, como si no hubiera estado nunca a su alcance… ¿Había sonado el canto del gallo? Amanecía. Todas las negruras se le marcharon de los ojos: la Virgencita de madera tosca, en el altar, con sus ojos bajos, sonreía irónica… Lejana, hierática, impasible como siempre.

***

El monje que debió morir aquella noche amaneció limpio de fiebre —según dijo el Abad— por un milagro de Nuestra Señora.

Y después de alcanzar su cielo, vivió muchos años —y ese fue su infierno presentido—con el corazón florido como la retama…, dorado y amargo.

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© herederos de Carmen Laforet

de: Carta a don Juan. Cuentos completos. Menoscuarto ediciones. Palencia. 2007

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