Lola Andrés. La matanza

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(València, 1961)

 

¿Soy yo el que está ahí abajo?

[...] Qué extraño, qué curioso es verse morir.

Ray Bradbury, Crónicas marcianas

 

I

Los postulados

de una congregación

a menudo admiten

un nexo en la palabra dada

y he aquí:

 

si se origina un tumulto

producido por pánico o confusión

cabe ocultarse

también cabe

utilizar el camuflaje

esto es

entrarse en otro ente

y comulgar en forma

y comportamiento

 

así la voz

la representación del gesto

lo insinuante —oh sí—

la esfera de bondad

la contención

la bruma inigualable del carácter

cuanto valor sopese la mirada

el ángulo entreabierto

de las piernas —distancia equilibrada—

cualquier ente admitiría

—oh sí—

un implante acerado en su derrota

 

un pánico perdido podría

resquebrajar el verde de las hojas.

 

 

II

Una de ellos.

 

Los observas,

como si tu pertenencia

a la manada te quemara,

como si

tu pupila saliese de tu ojo

y ardiendo —no cenizas aún—

sintiera ese partirse

—la doblez,

la grieta.

 

Ves, en la opacidad,

la rigidez del hambre,

ese nicho de carne

que todavía

respira las mañanas.

 

En llamas,

tu pupila revienta

y te lo dice:

mira cuánta pureza

desorientada, erguida.

 

Escuchas sus gemidos

adelantando el cierre

de la luna nueva.

 

Oyes

tu pupila —ya ceniza—,

la grieta de tu carne,

la inminente obstrucción

de tu circuito.

 

Crece la horda

en la resquebrajadura de tu estómago.

 

Una de ellos. Hora

es de acrecentar también la grieta.

 

Y romperte.

 

Mira

las dos entrelazadas mansedumbres

que te quedan.

 

 

III

La jácena

se quiebra.

 

Las astillas

son viejas

y mojadas

secuencias de tiempo.

 

Un sinfín

de pequeños corazones

clavados

ahora

—sangre en la grieta,

en la rotura

ojos, carne, piel.

 

Se atenazan los siglos,

el tiempo rompe,

cuartea lo nacido, la criatura

lívida que husme en sus entrañas.

 

Gruñen por su muerte,

rasgan a los otros,

los aplastan

por un segundo más

de respiración,

de posibilidad: ahora

una luz cenital

regresa de la tarde

y la vida se ensancha

como un trueno en el cielo.

 

 

IV

Llevas sangre del otro

y sangre tuya.

 

Nacida la mañana, te retuerces.

 

Calibras el dolor, los desgarros.

 

Hueles, todavía,

y ves

la gran matanza.

 

Muchos yacen

inertes, rotos.

 

Tú vives

amputada —la piel es poca cosa.

 

Guardarás la tragedia

en tus colmillos

—puede que en adelante

humilles al destino

devorando al gran macho

que ahora

desprecia al inocente.

 

Se develan certezas,

consumida la voz,

la extrañeza se ocupa del aliento.

 

Un momento te das

para la vida: brisa,

otros seres abriéndose

a la luz, sonidos

cerca y lejos —no sabrías.

 

La matanza, recuerdas,

la matanza terrible, obscena,

la matanza cayendo

en una zanja

 

—sola.

 

Un momento

y aprietas el dolor, hundes la carne

en un pozo profundo que permita

ecos reconocibles.

 

La cuna piadosa

de la pequeña

cuida

de los ojitos quietos,

abandonados

al albur de su sueño.

 

 

V

La lluvia, de pronto

llueve.

 

Oh, ese aroma

de tierra, tus huesos

niños hueles.

 

La tierra ahí

engullendo nostalgia.

 

No existía el viaje,

los trenes eran

costas de cinabrio

o

arrecifes en cúpulas.

 

Entonces, cuando la lluvia,

se colmaba el futuro,

chupabas el ansia

de los caballos jóvenes.

 

Tus heridas

se elevan —el olor

de los tiempos

te calman, silenciosos—,

qué has venido a buscar,

en qué viaje,

que reventó tus ojos,

tu carne, tu esqueleto.

 

En un escalofrío,

los que aún sobreviven,

entrelazan sus bocas

y comienza

algún canto

de estremecidos tonos.

 

Sales, salen,

limpiáis cada rotura,

queda

el estruendo.

 

 

 

© Lola Andrés, de los poemas.

de Travesía. Ediciones contrabando. Valencia. 2016