San Francisco. Amy Hempel

amy hempel

(Chicago, 1951)

¿Sabes lo que creo?
Creo que fueron los temblores. Eso debió de ser. ¿La manera en la que el suelo rodó como las rola-bolas bajo nuestros pies? ¿Recuerdas que tú y yo estábamos almorzando con papá?
—Supongo que eso no será un terremoto —dijiste—. ¿Estás moviendo la mesa?
Fue en ese momento cuando tuvo que suceder. Un reloj en un aparador, un objeto así de pequeño… Las sacudidas debieron tirarlo al suelo.
¿Y cómo podría saberlo Maidy? Maidy, que estaba en la consulta del médico. Tantos años en el diván de un psiquiatra y, de repente, el diván se mueve.
Dios mío, Maidy está en el diván cuando la gran sacudida.
Maidy no te lo contó, pero ¿sabes lo que le contestó el médico? Lo que le contestó cuando ella saltó del diván y exclamó:
—Santo Dios, ¿ha sido eso un terremoto?
El médico que contestó lo siguiente:
—¿Te ha parecido un terremoto?
Creo que estamos de acuerdo, hay que verlo por el lado bueno.

 

De modo que creo que fue en ese momento cuando debió de suceder. No es que a mí me importe. Es Maidy la que quiere saberlo. Cree que se lo merece, por ser la hija mayor. Aunque, ¿dónde estaba la hija mayor cuando sucedió? ¿Cuál de tus hijas fue la que te encontró?
Cuando Maidy empezó a preguntar por tu reloj, me pareció que tenía que decirlo. Le dije:
—¿Con el cuerpo aún caliente?
Maidy me contestó que el cuerpo no es la persona, que la esencia es la persona y que la esencia abandona el cuerpo, junto con las posesiones del cuerpo…; por ejemplo, ¿su reloj?
—El tiempo vuela —dije—. Como una flecha. La mosca de la fruta vuela —dije, y Maidy preguntó:
—¿Qué?
—La mosca de la fruta vuela —repetí—. La mosca de la fruta vuela como un plátano.
Así de fácil resulta gastarle una broma a Maidy.
¿Recuerdas lo fácil que era?
Ahora Maidy cree que yo cogí tu reloj. Lo cree porque llegué allí la primera, y piensa que lo primero que se me ocurrió fue cogerlo. Maidy sigue preguntado:

—¿Quién cogería el reloj de mamá?
Y me pregunta:
—¿Cogiste el reloj de mamá?

.

.

.

© Amy Hempel, del relato

© Silvia Barbero, de la versión al castellano

de: Cuentos completos. Editorial Planeta. Barcelona. 2009

Tu rostro sin ojos. Mario Pera

mario-pera

(Lima, 1981)

Bosque negro

 

Cortar la roca

dejar que el arpegio fúnebre corra en el pentagrama del próximo invierno

permitir que el silencio envuelva al árbol que arde

                                    día tras día

frente al mar

la misma ceniza de la rama

presiona sobre nuestra frente

el polvo

y forma

la huella de una larva

 

el incidente

un sol invisible que palpita mientras los pájaros se alejan del oeste

corta con un hilo tenso los bordes del verano

segundo nacimiento

entre avispas que aletean y saltan con violencia

mientras la floresta se calcina

un óvulo levita y anida el día en el abismo oculto del fogón

hasta perder de vista la flecha

que vuela sin ser oída

entre constelaciones que forman

como rebaños

un bosque negro

.

.

.

Vivir junto al horizonte

 

Frente al espejo

devastado por los astros

la ceguera de Galileo reconoce

el círculo recién nacido del aliento

que se alumbra y abre

su interior

bello pájaro ciego

que erguido describe el trayecto de la tarde

la velocidad

con que se empoza en un caparazón

los restos del diluvio

.

.

.

Rumbo solar

 

Vuelve a mí tu rostro sin ojos

vuelve el ruido del lápiz

arando una partitura en el papel

los límites de tu sombra en el abecedario de la sangre

disco negro que gira como un aura

en torno a tu cabeza

con el peso implacable del amor en tu pulso

y la mueca del armadillo moribundo

sobre tus labios

se acumulan nubes en la ventana y flores podridas en tu cuello

el galope de mi aliento busca tu origen

bajo mi cuerpo

danza la estrella

hace erupción

entre las ramas que atraviesan el cielo

como una escalera

hacia lo inevitable

 

Cae el trinar del ave

el humo del crepúsculo

en latigazos que se sumergen en la espalda

Puebla el rayo solar el sendero

la lentitud del nuevo día contra el suelo

ese bostezo que se abre como un grillete

al concluir la noche

arrugados los párpados por tu oscuridad

 

lavo las cenizas en tu dorso y descubro

el número áureo del lenguaje

de los cuerpos que se hallan en la luz de las partículas condenadas a fluir

a cavar por largo tiempo una sombra

en el vacío de la chispa

 

Vuelve a mí tu rostro sin ojos

el ruido del lápiz quebrando tu esqueleto

para sacar el polvo de la estrella

a distancia truena tu respiración

los átomos blancos que revolotean

abro pausado y alevoso una grieta entre tus piernas

y en ellas

alzo el puñal como un almendro de bronce

a punto de florecer

.

.

.

© Mario Pera, de los poemas
de: Sombría /estrella/ fugaz. Eolas ediciones. 2023

El mal. William Goyen

(Texas, 1915 – Los Angeles, 1983)

El niño caminaba despacio por el jardín, dando zancadas, y con frecuencia examinaba atentamente un árbol o una flor. A veces trepaba, decidido y sin torpeza, al techo de la casilla y se quedaba ahí, sentado, encorvado, con las manos en la cintura y su cabecita de monje apenas ladeada hacia el hombro derecho. Miraba el mundo desde sus ojos entornados, como un pintor que analiza su cuadro. Se sentaba y miraba el mundo como si fuera un globo que había inflado para divertir a unos niños traviesos. Se sentía orgulloso como el que crea y padecía algo de la humildad de un creador.


Hacía cosas extrañas, que los vecinos o los que pasaban observaban siempre con asombro y una especie de terror porque había algo único en sus movimientos y algo singularmente feroz en su cuerpo. A veces corría en medio de la calle haciendo rodar un gran aro, haciendo rodar un gran aro con una gracia tan magnífica que los otros niños, asustados, dejaban sus simples juegos para mirarlo, sorprendidos, y preguntarse, unos a otros, si era de su mundo o si había salido de un libro de cuentos de hadas haciendo rodar el aro.

Era una virginidad que no había logrado nada. Pero estaba empezando a sentir el terror de la pasión. Una noción de sí mismo como ser se habría paso en él y podía sentir, en su interior, la preparación silenciosa de una especie de gloria venidera que llegaría pronto, no sabía cómo.

A lo mejor llegaría mañana. Podía pensar solo un poco en su llegada porque su mente, todavía ligada a su mundo infantil, no contaba con la libertad necesaria para pensar claramente en el amor. Pero lo poco que podía pensar le hacía sentir un ligero temblor, medio paralizante, de éxtasis, una pequeña gota diluida, delicada y suave, que picaba como el pinchazo de un alfiler. Sabía que eso iba a crecer. Y por eso esperaba.

La gente mayor se movía a su alrededor, confusa, agitada, hablando siempre. Él era un solitario y no podían entrar en él. No sabían nada de su maduración interna. No sabían que eso se hinchaba poco a poco y fermentaba. Un día estallaría y él iba a llenarse con su fluido y su gran vitalidad. Entonces los dejaría. Se iría a probar su sangre y dejarla circular por las enormes venas del mundo.

Empezaba a haber algo extraño en el aire. Podía olerlo, como un cazador que olfatea su presa, como el perro a la liebre. Él era como un perro porque con frecuencia iba y venía por el jardín y algunas noches le aullaba a la luna. También era como una liebre porque tenía una cara pequeña, afilada y hocicuda, una nariz rápida y nerviosa y ojos como ranuras de mercurio, que brillaban y se escapaban de cualquier dominio, aunque fuera momentáneo. Podía saltar rápidamente y percibir sonidos, señales y olores. Tenía buenas orejas, pequeñas, que temblaban y se erguían ante la más mínima alteración. En sus ojos había una luz brillante como la de los gatos por la noche. Estaban colmados de un salvajismo profético. Sus ojos creaban los objetos antes de verlos del todo. Por eso las cosas le resultaban dolorosas. Y estaba empezando a haber algo extraño.

Entonaba sus canciones infantiles con una voz aflautada que ponía triste al que lo oía, sin que supiera por qué. A menudo encontraba indicios de lágrimas en los ojos de su madre cuando cantaba. Dejaba de cantar bruscamente y se iba. Se preguntaba por qué su voz la hacía llorar. Tengo algo malo, llegó a pensar. Hay algo inacabado en mí, algo que no está del todo hecho. Y así pasaban sus días, con esa terrible sospecha.

Comenzó a hacer un análisis exhaustivo de sí mismo y de todas las cosas para descubrir por qué era tan incompleto, para encontrar su falta. Mientras hacía rodar el gran aro, pensaba, se interrogaba y meditaba. Sentado en lo alto de la casita, analizaba todas las cosas internas y externas. Y llegó a esta conclusión:

ESTE ES UN MUNDO DE NIÑOS. ESTÁ HECHO PARA LOS NIÑOS Y SE LES REVELA A LOS NIÑOS. NO ESTAMOS HECHO PARA CRECER Y CONVERTIRNOS EN HOMBRES. ¿QUIÉN NOS HACE CRECER? ¿QUÉ MAL NOS HACE CRECER?

Pronto el mal que había en él quiso hacerlo crecer. Se supo que andaba por la noche por los callejones, que se quedaba mirando demasiado tiempo en los peores lugares, en los malos lugares donde lo que contaba era el cuerpo —lugares del cuerpo, donde los cuerpos se sentaban y apoyaban sobre la barra y se acostaban en la cama—, lugares ávidos de cuerpos. Empezó a sentirse totalmente cuerpo. Se decía que en algunas ocasiones exhibía, orgulloso, su cuerpo a personas del otro sexo. Se decía que era el mal, que era un hombre malo.

No los oía. Tomó su camino y no los oyó. Pero una noche se acostó, desnudo, y sintió, por primera vez que su cuerpo se perdía en otro cuerpo y supo que sus acusadores tenían razón. Entonces, después de la agonía del cuerpo, se quedó flotando en el mar muerto y plumoso, quieto y aturdido, y se dio cuenta de que su niño estaba muerto y ya no sintió terror.

El aro se oxidó y la casita se vino abajo con el viento, como una tienda.


© Herederos de William Goyen

© Esther Cross, de la versión al castellano

de: Cuentos completos. Seix Barral. Barcelona. 2012.

En ese lapso se decide. Patricia Crespo

La violencia de la naturaleza
tomando posesión de sus dominios,
como si existiera la vida
más allá de mis paredes.

Laten pájaros
y dices jaula.

Habita lo imposible en la certeza,
nada contiene de lo inesperado,
del momento fugaz
que decreta los destinos.
Y en ese lapso se decide
el tiempo de los tiempos.

Solo en la incertidumbre existe lo posible.

Pertenecemos al presente
a la cadencia de los días
desde el ayer hasta el hoy,
desde el hoy hasta el mañana.
Y no se da por derrotado
el destino en los tiempos
nómadas, golpe a golpe
escribiendo el impronunciable
misterio que nos aguarda.
Dejamos morir las palabras,
se vaciaron de significados,
dejamos morir el silencio,
lo llenamos de distancia.
Nos dejamos morir y muriendo
supe que existir es diferente a estar.
Me hizo creer que se iba, sin querer irse,
que me quedaba en el punto geodésico
de un mapa inacabado
porque la furia desplomaba
la sintaxis de los sueños.
Pero lo cierto es
que cada uno nos quedamos donde estábamos,
equidistantes,
observando cómo el paso del tiempo
alejaba nuestros caminos.
Te he elegido para mi caminar en la noche.

El paisaje del destino
impreso en la nada,
esa nada que es el todo
cuando tú la tocas
en la celebración del éxtasis
y del vacío.
Dialogas en mi alteridad
alucinada,
rastreas la luz que emerge
del silencio, eres el reflejo de mi existencia
y mi esencia en mis elecciones.

Te he elegido para caminar en mi noche
voluble y sedienta.
                                            A Paz
Tanta luz trepando por tus manos
agarrándose al vuelo
del borde de tu piel,
por si soñase caer
un beso que olvida
un nombre, una sombra
y así despuntar.




		

	

Idea Vilariño. Verano

Idea-Vilariño

(Montevideo, 1920 – 2009)

 

Mediodía

Transparentes los aires, transparentes

la hoz de la mañana,

los blancos montes tibios, los gestos de las olas,

todo ese mar, todo ese mar que cumple

su profunda tarea,

el mar ensimismado,

el mar,

a esa hora de miel en que el instinto

zumba como una abeja somnolienta…

Sol, amor, azucenas dilatadas, marinas,

ramas rubias sensibles y tiernas como cuerpos,

vastas arenas pálidas.

Transparentes los aires, transparentes

las voces, el silencio.

A orillas del amor, del mar, de la mañana,

en la arena caliente, temblante de blancura,

cada uno es un fruto madurando su muerte.

 

 

Tarde

Cuerpos tendidos, cuerpos

infinitos, concretos, olvidados del frío

que los irá inundando, colmando poco a poco.

Cuerpos dorados, brazos, anudada tibieza

olvidando la sombra ahora estremecida,

detenida, espectante, pronta para emerger

que escuda la piel ciega.

Olvidados también los huesos blancos

que afirman que no es un sueño cada vida,

más fieles a la forma que la piel,

que la sangre, volubles, momentáneas.

Cuerpos tendidos, cuerpos

sometidos, felices, concretos,

infinitos…

Surgen niños alegres, húmedos y olorosos,

jóvenes victoriosos, de pie, como su instinto,

mujeres en el punto más alto de dulzura,

se tienden, se alzan, hablan,

habla su boca, esa un día disgregada,

se incorporan, se miran con miradas de eternos.

 

 

La noche

Es un oro imposible de comprender, un acabado

silencio que renace y se incorpora.

Las manos de la noche buscan el aire, el aire

se olvida sobre el mar,

el mar cerrado,

el mar,

solo en la noche, envuelto

en su gran soledad,

el hondo mar agonizando en vano…

El mar oliendo a algas moribundas y al sol,

la arena a musgo, a cielo, el cielo

a estrellas. La alta noche sin voces

deviniendo en sí misma, inagotada y plena,

es la mujer total con los ojos serenos

y el hombre silencioso olvidado en la playa,

el alto, el poderoso, el triste,

el que contempla,

conoce su poder que crea, ordena el mundo,

se vuelve a su conciencia que da fe de las cosas,

y el haz de los sentidos le limita la noche.

 

 

 

© herederos de Idea Vilariño

Oda a un vino viejo. Henrik Nordbrandt

Henrik Nordbrandt

(Frederiksberg, 1945)

 

El vino que maduró en las laderas de las montañas

tardíamente aquel verano en que nos conocimos

está ya dorado y lleno de regustos

como los que siguen a una borrachera, evaporado como años al sol

y la brisa nocturna mira dentro de mí con su follaje de álamo:

Estoy cansado

como si mi corazón fuese un petromax encendido

derribado en un jardín ajeno

donde viajo a través de la melancolía manchada de tierra

de familias desaparecidas

como un circo ambulante, construido tan artísticamente

dentro de la botella que vacié

y tan inclinado que indefectiblemente tengo que confundirme

con mi primo segundo.

Pronto bailaré en la plaza, vestido de blanco

con un esqueleto fosforecente pintado en la tela

y susurraré palabras apasionadas al oído de las niñas de 16 años

que dándose el brazo dividen la oscuridad que gotea

aceite sexual

a través de los numerosos vinagres burbujeantes de finales de verano

que han contendio demasiado tiempo fuertes hierbas aromáticas.

 

Han pasado siete años, amor mío, y yo sigo aquí

aprendiendo los primeros pasos de baile

mientras el recuerdo de ti se marchita como el arce

en el patio del museo

y papeles con besos estampados que una vez fueron ardientes

son sacados por el viento de edificios en ruinas y arrastrados por

húmedos terraplenes de vías férreas

para ser recogidos por un hombre con un bastón

rematado en una punta de hierro.

Y tengo la sensación de que la oscuridad

ha empezado a utilizarme como a una esponja

que retira una triste capa de grasienta suciedad de todas

las brillantes superficies

mientras mis cuatro sentidos restantes se agarran entre sí

desesperadamente como las cuatro partes de una cruz:

una sombra de la ventana que da al umbroso valle

donde vuelve a ser primavera.

 

Te he engañado veinte veces, esta es

la vigésima primera.

Un hotel particularmente dudoso en una callejuela sucia

donde todas aquellas con las que te he engañado

están gimiendo en brazos de todos los muchos

con los que me has engañado.

Y camas de hierro con ruedas, citas de la Biblia bordadas

y pozales llenos de condones usados y desparramados a patadas

en el barro que verdece

me hacen estallar en gimoteos histéricos

como un cartero sobrecargado

mientras las sábanas, húmedas por una profusión de juegos sexuales,

definden la silueta de un río cuyas riberas

han sido arrastradas por la corriente

y donde flotan pálidos fetos en un oscuro torrente

a diez centímetros bajo la superficie.

—Pero nos vamos a una fiesta y damos la espalda al panorama

para vestirnos en la oscuridad con ruido de cucarachas.

 

¡Oh, Victoria! A pesar de lo poco que nos hemos visto

en los últimos tiempos

pronto podré dejarte entrar en la larga

fila de danzantes

y ponerte una rosa en el vestido sobre tu pecho izquierdo

y una gardenia blanca detrás de tu oreja derecha

mientras coloco el brazo en tu delgada cintura

y te beso ardientemente

seguido por incontables miradas admirativas procedentes

de la caseta de tiro, de la tómbola y de los carruseles:

Allí no hay nadie que haga una pareja tan fantástica

como nosotros, ni de lejos.

Tu cimbreante cuerpo es como la blanca melena del saúco

que palpita, sacudida por un tono azul e inaudible

en el viento de fines de verano

donde el mío es como garabatos de roble o de olivo

ramas endurecidas al fuego

y tengo que atravesarte como corta la seda una tijera

y desparramar tus miembros a lo largo de la línea de tu sonrisa.

Es lo que se exige aquí de nosotros, de estos extranjeros

con sus ridículas tradiciones

que devoran nuestro aspecto como la levadura a la miel, hasta que

haciendo eses, se tambalean y caen.

 

La resurrección y el triunfo de la carne sobre el alma

es lo que celebramos aquí:

Una vida, más vieja que nosotros, nos va cubriendo poco a poco

para vomitarnos en forma de sangre sobre muros sucios

y una vieja doncella que ha sobrevivido todas las decepciones

todas las pérdidas

empieza a acercarse a la superficie con torpes brazadas

hasta que estallamos en fina espuma.

Y lo que queda en las tinieblas de tu rostro

son solo los caminos bajo el follaje del álamo,

del verano solo la plaza vacía, donde los músicos

duermen roncando tumbados entre sus instrumentos,

del vino solo la botella

y de mí solo la mano que agarra el vaso vacío:

Mis dedos pintados en el vaso

las líneas que se ponen a escribir por su cuenta.

.

.

.

© Henrik Nordbrandt, del poema

© Francisco Uriz, de la versión al castellano

de: Nuestro amor es como Bizancio. Lumen. Barcelona. 2003.