Franz Baermann Steiner. Recuerdos

(Karlín, 1909 – Oxford, 1952)

Recuerdos: suave verde de colina,

ensamblados,

casi incoloros en su inquietud.

el rojo polvoriento

 

Ahí está, fragmentada, la infancia, endulzada por un frío sol.

Tres magros abetos en el jardín del tosco suburbio;

chimeneas sobre pendenciera pasión de ciegas ventanas;

un lento llanto atrapaba las tardes,

el rojo polvoriento

de las flores de las ventanas limitaba afligido con

el hambriento revoloteo de los pájaros

y con la tibia seguridad de las habitaciones susurrantes.

 

A ambos lado de un libro abierto

pasaban cayendo las horas del día.

 

Al mástil atado el capitán estaba,

la pálida frente sangrando,

y ante su presencia de destronado

se trajo de la solitaria playa a quien había encontrado

que mucho contó a continuación:

cómo muchos años atrás, las negras tormentas

hacia un temido país lo arrojaron

que luego suyo fue.

¡Cuán unido a la tierra salvaje creció él!

«aquel árbol plumado, por ejemplo,

es un amigo verdadero.

Ambos amábamos a los ruidosos monos en el ramaje».

Y suspiró el sufridor:

«No viajé en vano.

Tú piadoso me haces».

 

A amos lados de un libro abierto,

pasaban,

cayendo las horas del día…

Luego las horas junto al estanque:

cantos azules, separados del inicio de las voces,

envolvían las soledades.

Oh soledades, las primeras, tanteantes.

En lentas barcas llegaban sofocados gritos,

sobre el agua alargaban la mano, exigían,

llegaban gritos.

De vuelta en la abundante luz,

con qué rapidez tuvo lugar el cambio:

era una «mirada hacia allí y luego hacia acá»… y fácil era, al caminar, el giro.

 

Caminar sin aliento a lo largo de la calcinada linde del campo:

arriba, revoloteando, el verde cazamariposas.

Y todas las mariposas llevaban sobre sus extendidas alas

lunares multicolores, los cálidos ojos de la vida.

 

Los amantes, brillantes y ligeros,

flotan en silencio, boca en boca sumergida,

en oscura pared entrelazados

tras ellos los árboles del parque;

y sollozando un beodo se arrodilla

delante de la caseta de los cisnes junto al estanque.

Pero los cisnes

tiempo hace ya que descansan en su sueño.

Si dijeron palabras, oh las muchas palabras de los amantes.

Cautelosas y nítidas eran las voces.

Todo lo oyó un muchacho, solitario, casi acobardado,

un muchacho, obediente, callado y temeroso.

 

Más adelante, como las antiguas sagas,

una canción que empieza:

«los albos pies de la amada

en el límpido arroyo estaban…»

Deliciosas ondas hacia dentro de los juncos

aumentaban el resplandor, hierba de azules ojos.

… los pies de la amada… y quién puede decir,

si era mía, bastante extraña, si fraternal

(caída de fragmentos de los otros, sin nombre,

que había penetrado tal vez por la amplia abertura

de una aterrorizante noche…)

y nadie había tomado parte…

 

En argentinas cámaras crece el sol de la mañana,

una blanca risa se desprende del sueño.

Oh lentas horas que se deslizan suaves y sin contricción

hacia un día sin sombras.

Situado en la cercanía que no permite ninguna pérdida más,

descansa el rostro de la novia.

 

Aquí está el final. Muro del recuerdo.

Hundidas calles.

 

¿Es un final?

En efecto, las calles se han hundido,

vías del indolente

que se alzó hacia soledades más severas:

 

El solitario cerró su corazón a la esperanza.

El moribundo cerró su corazón a la aflicción.

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© Herederos de Franz Baermann Steiner

© Ela Fernández-Palacios de la versión al castellano

de: Poemas selectos. Pre-Textos. Valencia. 2011.

 

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