Ramón Andrés. Poemas infinitos

Ramón Andrés (Pamplona, 1955)

Ramón Andrés (Pamplona, 1955)

 

 
De la naturaleza

Yo soy los elementos, la soledad del remo,
aquel viento nudoso que viene de los bosques,
aquel viento hecho hazaña
que envanece los nombres de cristal
que llevarán los aires conquistados.

Si arrecio en las planicies,
apagaré la luz con que me buscas.

Cuido de alborear si no me llaman cierzo,
y silbo en las vasijas de antiguos mercaderes.
Carnal, me mundanizo en las ciudades.
Frías las manos de vivir a solas,
me alejo de los cuerpos,
porque sin calma es cárcel toda huida.

Si ondeo en los arroyos,
no tendrá el cielo dónde desnudarse.

Cuando mi voz es nieve, pronuncio la quietud,
la escarcha que termina lo que empezó una rama,
los copos destilados en las ubres.
No cruzo los portales,
permanezco en el hielo por no llevar lo blanco
a los hogares con blasón de luto.

Si doy frío al espino,
lastimaré las manos de los muertos.

Y nazco alrededor de cuantos caminantes
convoca el desamparo, reverbero en sus ojos,
candente para mí y a ellos grato,
zanja de enero, fuego
que desciende a la mina de su llama
para que vivan otros en mi calcinación.

Si prendo en los viñedos,
dormirá el humo ebrio por los puentes.

Yo soy los elementos, la inusual bonanza,
la garza que no sabe volver de los mistrales,
el animal que lame la sequía,
embarrancado mar,
trópico y polo de un país ignoto
donde el día no es cierto, por más que yo amanezca.

 

 

Declaración

No soy el centro, el centro es el principio,
el agua que cabe en nuestro sorbo,
la espiral de las aves cercando los mercados,
el hierro incandescente sumergido en el agua
para que se haga ley con el morir del fuego,
para que el tiempo exhorte al desaparecido
y lleve el sol los nombres del origen.

No soy el centro, el centro es el principio,
el espigón donde el anzuelo tensa
la caña, sus anillos, no al viento sino al fruto,
la seca mordedura del error,
la locura de Tasso y su gritar de celda,
el búho que oscurece más el valle,
porque lo detenido siempre turba.

No soy el centro, el centro es el principio,
la rodera en la cal,
la carbonilla muerta de los túneles,
el santiguarse y jamás redimirse,
el que llora confeso de infinito,
el frío que cuartea el azar de una fuente
y afila el rostro de los caminantes.

El centro es el principio, la intriga del abismo,
la cosecha irisada como cresta de garza,
la llanada, la greda, el septentrión,
las márgenes quemadas de una hacienda,
la lumbre trasijada de los pobres,
el pie llagado por el junio hirsuto.

El centro es el principio,
el tiempo de abrazar y el tiempo de alejarse,
la línea de las cosas, su mudanza,
narrar el río que jamás fluyó,
recordar mi caída a los torrentes,
saber que me precedo, que me busqué en la nada
para que un nacimiento fuera el mío.

 

 

Eso es el hombre todo

Cada giro del mundo es un olvido,
una piedra arrojada hasta alcanzarnos.
No talaré ni un árbol para el fuego,
la plenitud del tordo me guarece,
los deltas escarchados por las grullas,
su vuelo de alfiler fijando estepas,
con estrellas que caen del pasado
porque ya no hacen pie en el universo.

Vendrá de otro poema el mediodía,
el reguero de sangre contra el muro
de alguna res caliente de abundancia,
la osamenta de casas que se curten
sobre el cuero tendido en los umbrales.
Cada giro del mundo es un olvido,
conozco la inquietud del ruiseñor
mejor que las ventanas de mi alcoba,
y aunque vivo en suburbios de humo fósil,
lejano del que afirma y tiene patria,
nadie sabe que cubre mi ciudad,
al tacto de la tarde, un papel biblia
donde no hay profecías ni expulsados.

 

 

Ciclo solar

Todas las noches cubro las cúpulas sin templo,
y giro alrededor de mundos no creados,
nudo de arena el ser, cosecha aún caliente
por el adentramiento de la alondra y su luz.
Se acerca la vigilia como animal de carga
trayendo los sucesos, la alianza del espino
con eso que no soy, tierra de promisión.
Contemplo a la zancuda que picotea el lago
y vuelve con un alga para enturbiar los cielos,
ahora que el vivir es solo alegoría
y el sol es carne limpia en los ojos del náufrago.
Todo tiene su origen para que nada cambie,
el mismo encorvamiento que conminaba al griego
lo fuerzas tú en la viña para arrancar el fruto.
Todo tiene su fin, el pan del reo, el paso,
hechos del mismo hierro la ganzúa, el cerrojo,
gozne que no rechina porque nada se cierra.

 

 

Plegaria sin juntar las manos

Nadie adivina la amplitud del límite.
Que a un caballo lo forman las llanuras
se olvida, que a una mano su lenguaje.

Habrán de sombrear las migraciones
la muerte de los padres, el camino
que en ti obligaron hasta ver su tiempo
mudable en tu mirada, como el ave
que al estallido emprende el horizonte
huyendo de la tierra que anduviste.

Haya recuerdo, pero no el hogar
de los antepasados. Haya norte
y sur para el que crea en la distancia.
Prosiga a pie lo que empezó en el sueño.

 

 

A la memoria de Dylan Thomas

Hizo falta un arroyo y un ave reflejada,
la arena y el más largo capítulo del Éxodo,
milnavegados mares, las ramas del manzano
arrojadas al río, coronándose en rumbo.
Y el vientre de la madre con una especie extinta.
Y el sol debió ganar la espalda a la tormenta,
partirse en dos la fe, calzar el verde esparto.
Y hubo que hablar al padre de elegías sin tumba,
y aprender el oficio del que alentó los fuegos,
ver al delfín buscar las sombras de los buques,
latir su corazón de proa ennegrecida.
Hizo falta la ortiga, los huesos de un caballo,
el tuétano que guarda la gloria del galope,
cavar, romper el himno, ser múltiplo del cielo,
retornar a tu octubre, al médano y al mimbre,
subirse a las colinas, a dormir en graneros
donde los gallos parten el oro de un maíz
que salta como el dado con que apostar la vida.
Y el verso alejandrino, la copia de los árboles
combados en los ojos del triste y del jilguero,
la campana que ahonda la habitación vecina
hasta llegar al salmo del que dudó los valles.
Todo fue necesario, el grito de los gamos,
las zarpas del gorrión nerviosas en mi dedo,
el átomo, el silencio sin luz de los amantes,
para que al fin la muerte perdiera sus dominios.

 

 

Epitafio a una ciudadana de Amherst

Cómo dormir más bajo que las brumas,
saber que, a poco que vivamos,
nadie está a salvo de una vida entera,
contar cuántas brazadas
va hundiéndose la sombra por las torres
hasta que el sol no sea de las cosas
y la noche respire en sus nidadas.
Cómo dormir más bajo que las brumas
y ver flotar la espalda de los pueblos,
su cuerpo a la deriva hasta encallarse
en los cruces que esperan las llegadas.
Pensar, al construir un muro,
qué dejo fuera y qué confino dentro,
los granjeros de Frost, una campana
que atesa el cuello a la cigüeña
y le impide un instante cercar a su parásito;
esa campana que hace vibrar el contrafuerte
en donde se empobrece el día
que estuvo en los mercados,
y ahora escapa sin mirar a nadie,
con los pies astillados tras la helada
y las venas marcadas en la sien
cuando la nada nos levanta a pulso.

 

 

El río visto desde el bosque de los cedros

No es un dios ni es frontera,
su tarea es llevarse
la luz de las ventanas hacia el sur.
Es lo heredado, el frío,
la culebra que tiene en las planicies
el ascua más antigua del poniente,
el tirón de la anguila, la finta de su lodo.
En la vertiente nada es más eterno
que el lagrimal de un buey donde el insecto quema.
Es la niebla entre casas ya vendidas,
el silencio del último en mirar,
aquel mechón del lobo entre las zarzas.

Su germen, su costumbre,
es hacerse amarillo en el sudor
de quienes todavía esperan de las siembras.

Y cuanto menos juzga más nos ama,
no puede conocernos, como el que está de paso,
y por ello sin culpa arranca la raíz
al valle y se la ofrece a las orillas,
a la tierra más fresca de las fosas,
que seca pronto porque nadie ha muerto.

Su tarea es llevarse el cirro despeñado,
curvar al pescador como un anzuelo,
tenerlo en el sedal de su razón.

No le llegan del mar señales de reposo,
sino de los ganados que lo enturbian
y le recuerdan que es también de arcilla,
que de sus aguas nacen los cuerpos, esas manos
que nunca nos empujarán
hacia el día final de la repulsa.

 

 

Meditatio

Amar, tener la muerte en que morir,
no angostarse, pensar goces de anchura,
necesitar a todos los maestros.
Salvar la rienda tensa de relincho,
ser el plural de lo que fue unidad,
buscar consejo pero errar sin guía.
No acatar, no temer apagamientos
del azar, de la idea, y recordar:
lo que te pertenece te destruye.
Y saber que no hay hombres inocentes,
caer a solas en la siembra estéril,
y de la imperfección hacer sosiego.

 

 

Visión del infierno en homenaje a William Blake

Me llamó desde el mar, entró en el fuego,
se engalanó en la costa de una espera,
quedó el insomnio atado a las ortigas,
y con el corazón movió las lluvias.
En soledad tocó una caracola
con la que anunciar opacas alamedas,
rompió en un eco la ascensión del mirlo,
su alabanza del aire, no del cielo.
Y me exhortó, mas no era yo el llamado.
Y cogió el tiempo y lo esparció en crepúsculos,
tomó el espacio, lo dejó angostarse.
y de los pozos hizo su proverbio,
se diluyó en el hombre, en la mujer,
cruzó un arroyo anterior a Dios,
trabajó los metales para un filo.
Todo árbol tuvo nombre de ahorcado.
Sólo hubo estrellas para ser contadas.
Si la noche dudara, alumbraría.
Yo, que apenas he andado y muero exhausto,
hallé sus ríos sin ningún recodo.
Durmió bajo las grupas de las cuadras,
endureciéndose al calor rupestre.
En la sombra del cuervo tuvo el nido.
Y más pesó el crujir de la manzana
que los sacos llevando la promesa.
Me llamó por el monte, a contraluz,
remontó en la ventisca mi pasado.
Con su engaño vivía en las balanzas.
Revolvió entre los leños del castor,
pensó en imantar el sur, el este,
y así perderme en la tenaz tormenta
del que extravía un don en cada ráfaga.

 

 

Árbol solitario

Ala de un vuelo que solo fue monte,
de un ángel que buscó ser campanario.
Para ningún oficio es su tañer
de sombra convocada.
Solo apenumbra formas de pasado
en quien se llega al cerro
y ve un insecto preso en la resina,
como lo está una llama en la mirada.
Y el aura, siendo causa del principio,
rojo poniente en soledad de extremo,
a contraviento desordena el ser,
mientras Adán, irónico, envejece.

 

 

Autor: Ramón Andrés

 

Una respuesta

  1. […] poemas de Ramón Andrés pueden leerse aquí. Comparte la […]

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