Sylvia Plath. Tulipanes

sylvia plath

(Boston, 1932 – Londres, 1963)

 

Los tulipanes son muy sensibles, aquí es invierno.

Mira qué blanco esta todo, qué silencioso, qué nevado.

Estoy aprendiendo a estar tranquila, acostada a solas, en silencio,

mientras la luz yace sobre estas blancas paredes, esta cama, estas manos.

No soy nadie, no tengo nada que ver con estallidos.

He dado mi nombre y mi ropa a las enfermeras,

mi historial al anestecista y mi cuerpo a los cirujanos.

 

Ellos apoyan mi cabeza entre la almohada y el embozo de la sábana,

como un ojo entre dos párpados blancos que nunca se cierran.

Pupila estúpida, tiene que captarlo todo.

Las enfermeras pasan una y otra vez, sin molestar,

pasan como las gaviotas que van tierra adentro con sus blancas cofias,

haciendo cosas con sus manos, una igual que la otra,

por lo que es imposible saber cuántas hay.

 

Mi cuerpo es un guijarro para ellas, lo cuidan como el agua

cuida los guijarros sobre los que se desborda, alisándolos suavemente.

Ellas me traen el sopor en sus brillantes agujas, me traen el sueño.

Ahora me he perdido, estoy harta de equipajes—

mi neceser de charol como un pastillero negro,

mi marido y mi hijo sonriendo en la foto familiar;

sus sonrisas se aferran a mi piel, pequeños garfios sonrientes.

 

He dejado que se me escurrieran cosas, un buque de carga de treinta años

obstinadamente aferrado a mi nombre y dirección.

Ellas me han limpiado de todas mis relaciones amorosas.

Asustada y desnuda sobre la camilla de plástico verde

veía mi juego de té, mis armarios de lino, mis libros

hundirse lejos de mi vista, el agua cubrió mi cabeza.

Soy ahora una monja, nunca he sido tan pura.

 

Nunca quise flores, solo quise

yacer con mis manos hacia arriba y estar totalmente vacía.

Cuánta libertad, no tienes idea de cuánta libertad—

la tranquilidad es tan grande que te aturde

y no pide nada, una etiqueta con tu nombre, unas cuantas baratijas.

Es a lo que los muertos se aferran, finalmente; los imagino

cerrando sus bocas con ella, como si fuese una hostia.

 

En principio, los tulipanes son muy rojos, me lastiman.

Incluso dentro del papel de regalo puedo escucharlos respirar

levemente, a través de sus blancos envoltorios, como un bebé horrendo.

Su rojez habla con mi herida, se corresponden.

Son sutiles: parece que flotan, pero su peso me hunde,

amargándome con sus precipitadas lenguas y su color,

una docena de pesas rojas alrededor de mi cuello.

 

Nadie me observaba antes, ahora soy observada.

Los tulipanes se giran hacia mí y a la ventana detrás de mí,

donde una vez al día la luz se ensancha despacio y despacio adelgaza

y me veo a mí misma, plana, ridícula, una sombra de papel recortado

entre el ojo del sol y los ojos de los tulipanes,

no tengo rostro, he deseado eliminarme.

Los vívidos tulipanes devoran mi oxígeno.

 

Antes de su llegada el aire era bastante calmo,

iba y venía, respiración tras respiración, sin ningún alboroto.

Luego, los tulipanes lo llenaron como un ruido estruendoso.

Ahora el aire se atasca y se arremolina alrededor de ellos como lo hace un río,

atascándose y arremolinándose alrededor de un motor sumergido y rojo de óxido.

Ellos captan mi atención, que antes estaba feliz

jugando y descansando sin comprometerse con nada.

 

Las paredes, también, parecen estár calentándose.

Los tulipanes deberían estar tras las rejas como los animales peligrosos;

se están abriendo como la boca de un gran felino africano,

y yo soy consciente de mi corazón: abre y cierra

su cuenco de flores rojas por puro amor a mí.

El agua que pruebo es cálida y salada, como el mar

y proviene de un país tan lejano como la salud.

 

18 de marzo de 1961

 

 

 

© herederos de Sylvia Plath

© Reinhard Huamán Mori, de la versión al castellano

 

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